Al
recibir en Washington al príncipe heredero, Mohamed ben Salman, el presidente
Trump pasó revista a las enormes compras de armamento estadounidense pactadas
con Arabia Saudita y concluyó preguntando al príncipe con una enorme sonrisa:
“Ustedes tienen con qué pagar todo esto. ¿Verdad?”
Los
panameños que recuerdan como Washington arrestó a su ex empleado, el general
Antonio Noriega, no se sorprenden del destino que Estados Unidos parece deparar
al príncipe heredero saudita. El asesinato de Jamal Khashoggi está lejos de ser
el peor de los crímenes del príncipe Mohamed ben Salman, pero pudiera ser el
último. El pacto de Estados Unidos con la familia real protege sólo al rey y
Washington puede aprovechar la coyuntura para embolsarse varios miles de
millones de dólares.
El
reino de los Saud.
Hace
70 años que las potencias occidentales prefieren ignorar lo que todo
el mundo sabe: Arabia Saudita no es un país como los demás.
Es propiedad privada del rey que la gobierna y todos
los que allí residen están al servicio de ese rey.
El nombre mismo del país –Arabia Saudita– proclama que se trata,
ante todo, de la “residencia” de los Saud.
En el
siglo XVIII, una tribu de beduinos –los Saud– concluyó una alianza con la
secta de los wahabitas y se levantó contra el Imperio Otomano.
Lograron instaurar un reino en Hejaz, región de la Península Arábiga donde
se encuentran las ciudades santas de Medina y La Meca. Pero
pronto tuvieron que enfrentar la represión otomana.
A principios del siglo XIX, un sobreviviente de la tribu de los Saud inicia una nueva revuelta. Pero los miembros de su familia comienzan a luchar entre sí y acaban nuevamente derrotados por los otomanos.
Finalmente, ya en el siglo XX, los británicos apuestan por los Saud para acabar con el Imperio Otomano y poder explotar los yacimientos petrolíferos de la Península Arábiga. Con ayuda de Lawrence de Arabia, fundan el reino actual.
A principios del siglo XIX, un sobreviviente de la tribu de los Saud inicia una nueva revuelta. Pero los miembros de su familia comienzan a luchar entre sí y acaban nuevamente derrotados por los otomanos.
Finalmente, ya en el siglo XX, los británicos apuestan por los Saud para acabar con el Imperio Otomano y poder explotar los yacimientos petrolíferos de la Península Arábiga. Con ayuda de Lawrence de Arabia, fundan el reino actual.
La
diplomacia británica sabía perfectamente que tanto los Saud como
los wahabitas se habían ganado el odio de sus servidores y que
serían incapaces de entenderse con sus vecinos. El desequilibrio
militar entre los Saud, armados con sables, y el armamento moderno de
los británicos garantizaba que esa familia nunca pudiese
rebelarse contra sus amos occidentales.
Pero
al final de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos aprovecha el
debilitamiento del Reino Unido para suplantarlo. El presidente Roosevelt
concluye con el fundador del reino saudita el llamado “Pacto del
Quincy” [1].
En ese pacto, Estados Unidos se comprometía a proteger a la
familia Saud a cambio del petróleo del reino. Los Saud también
se comprometían a no oponerse a la creación de un Estado judío
en Palestina. George W. Bush renovó aquel pacto en los
años 2000.
El
fundador del wahabismo, Mohamed ben Abdelwahhab, estimaba que quienes
no se unieran a su secta debían ser exterminados. Numerosos autores
han resaltado la cercanía entre el modo de vida de los wahabitas y
el de algunas sectas judías ortodoxas, así como el parecido
entre los razonamientos de los teólogos wahabitas y los de algunos
pastores cristianos puritanos.
Sin
embargo, para mantener la influencia británica en el Medio Oriente, Londres
decide combatir a los nacionalistas árabes y respaldar a la Hermandad Musulmana
y a la secta de los Nachqbandis. Es por eso que, en 1962,
los británicos solicitaron a los Saud que crearan la Liga Islámica
Mundial y después –en 1969– la creación de lo que hoy llamamos la
Organización para la Cooperación Islámica. El wahabismo acabó admitiendo
el islam sunnita –al que hasta entonces había combatido– y ahora
se erige en protector del sunnismo mientras se obstina en combatir
las demás manifestaciones del islam.
Tratando
de evitar las guerras fratricidas que habían marcado la historia de
su familia en el siglo XIX, el rey Ibn Saud instituyó un
sistema de sucesión que, a la muerte del rey, transfería la corona
al mayor de sus hermanos. El fundador del reino había tenido
32 esposas, que le dieron 53 hijos y 36 hijas.
El mayor de los sobrevivientes –el actual rey Salman– tiene
82 años. En aras de salvar el reino, el Consejo de Familia de
los Saud aceptó en 2015 modificar la regla de sucesión y designar a
los hijos del príncipe Nayef y del rey Salman como futuros herederos. Pero
el príncipe Mohamed ben Salman –hijo del actual rey Salman– apartó de
su camino al hijo de Nayef convirtiéndose así en único príncipe heredero
del trono.
Las costumbres de los Saud
En la
Antigüedad, el término «árabe» designaba a los pueblos arameos que
vivían del lado sirio del Éufrates. Según esa definición, los Saud
no son árabes. Sin embargo, como el Corán fue reexaminado
por el Califa en Damasco, el término «árabe» designa hoy
a los pueblos que hablan la lengua del Corán, lo cual
incluye a los de la región de Hejaz. Ese término genérico abarca hoy las
civilizaciones –muy diferentes entre sí– de los beduinos del desierto
y de los pueblos de las ciudades de un vasto conjunto geográfico que
se extiende desde el Océano Atlántico hasta el Golfo Pérsico.
La
familia Saud pasó bruscamente del camello al jet privado, pero ha
conservado, en pleno siglo XXI, la cultura arcaica del desierto. Ejemplo
de ello es su odio hacia la Historia. Los Saud han
destruido todo rastro de la historia de su país. Esa es la mentalidad
retrógrada que se expresó en las destrucciones de monumentos históricos y
arqueológicos perpetradas por los yihadistas en Irak y en Siria.
No existe ninguna otra razón que justifique la decisión de
los Saud de destruir la casa del Profeta Mahoma y la destrucción de las
históricas tablillas sumerias perpetrada por los yihadistas del Emirato
Islámico (Daesh).
Las
potencias occidentales que en el pasado utilizaron a los Saud para acabar
con el Imperio Otomano –hecho que todos reconocen hoy en día– son
las mismas que utilizaron a los yihadistas, financiados por los Saud
y formateados ideológicamente por los wahabitas, para destruir Irak
y Siria.
Aunque
ya nadie quiere recordarlo, al principio de la agresión contra Siria,
mientras la prensa occidental nos servía la fábula de la «primavera
árabe», Arabia Saudita sólo exigía que el presidente Bachar
al-Assad dejara el cargo. Riad aceptaba que se quedaran
sus consejeros, su gobierno y hasta su ejército y sus servicios
secretos. Sólo quería la cabeza de Assad… porque Assad no es
sunnita.
Cuando
el príncipe Mohamed ben Salman (a quien la prensa prefiere llamar «MBS»)
se convirtió en el ministro de Defensa más joven del mundo,
exigió poder explotar los yacimientos petrolíferos que abarcan parte de su país
y del territorio yemenita. Ante la negativa de Yemen, inició una guerra
con la que esperaba cubrirse de gloria, como su abuelo. Pero,
a través de la Historia, nadie ha logrado mantenerse
en Yemen, ni en Afganistán. Poco importa, el príncipe
heredero “demuestra” su poderío hambreando a 7 millones de personas.
Todos los miembros del Consejo de Seguridad dicen sentir preocupación
ante la crisis humanitaria en Yemen, pero ninguno se atreve a
criticar al “valeroso” príncipe MBS.
Como
consejero de su padre el rey, MBS propone eliminar al jefe de la oposición
saudita –el jeque Nimr Baqr al-Nimr [2].
El jeque al-Nimr era partidario de la no violencia… pero
era chiita, o sea un «infiel», según la visión de los
wahabitas. El jeque al-Nimr fue decapitado, sin que las potencias
occidentales se escandalizaran por ello. Después, MBS destruyó
Mussawara y Chuweikat, en la región saudita de Qatif, ¡de población
fundamentalmente chiita! Las potencias occidentales tampoco vieron allí
las ciudades arrasadas por los blindados del reino ni sus pobladores
masacrados.
El
príncipe heredero no soporta la menor contradicción y en junio
de 2017 empujó a su padre a romper con Qatar, porque el pequeño
pero riquísimo emirato había tenido la audacia de ponerse del lado de Irán
ante Arabia Saudita. MBS intimó entonces a todos los países árabes
a seguirlo en su disputa con Qatar y logró hacerlo retroceder
temporalmente.
Al
llegar a la Casa Blanca, el presidente Trump decide ser pragmático. Acepta
la agonía de los yemenitas, a condición de que Riad ponga fin al
respaldo que aportaba a los yihadistas.
Es entonces
cuando al consejero de Trump, su yerno Jared Kushner,
se le ocurre la idea de recuperar el dinero que los Saud ganan
con el petróleo y usarlo para revitalizar la economía de Estados Unidos.
La inmensa fortuna de los Saud es el dinero que las potencias
occidentales en general y los estadounidenses en particular
han venido pagando por el petróleo saudita. No es fruto del trabajo
de la familia real sino la renta que sacan de un país que
les pertenece. El príncipe Mohamed ben Salman organiza entonces
el golpe palaciego de noviembre de 2017 [3].
Al menos 1 300 miembros de la familia real son puestos bajo
arresto domiciliario, incluyendo al primer ministro libanés Saad Hariri,
descendiente bastardo del clan Fadh. Algunos de ellos son torturados para
“convencerlos” de que deben “ofrecer” la mitad de sus fortunas al príncipe
heredero, quien se echa así en el bolsillo 800 000 millones de
dólares en dinero y en acciones [4].
¡Craso error!
La
fortuna de los Saud, hasta entonces dispersa entre todos los príncipes y sus
descendientes, se concentra ahora en una mano que no es
la del rey, representante del Estado. Así que sólo hay que
torcer esa única mano para recuperar el botín.
El
príncipe MBS amenaza también con imponer a Kuwait el destino que ya sufre
Yemen, si él no puede explotar las reservas de petróleo ubicadas en las
regiones limítrofes con Arabia Saudita. Pero el viento y el tiempo ya
no son favorables al heredero.
La operación Khashoggi
Sólo había
que esperar la oportunidad. El 2 de octubre de 2018, uno de los
servidores del acaudalado príncipe Al-Walid ben Talal Abdulaziz Al-Saud,
el periodista Jamal Khashoggi, es asesinado por orden de MBS en
la sede del consulado de Arabia Saudita en Estambul, lo cual
constituye una violación del artículo 55 de la Convención de Viena
sobre las relaciones consulares [5].
Jamal
Khashoggi era nieto del médico personal del rey Abdul Aziz y sobrino del
vendedor de armas Adnan Khashoggi, el hombre que equipó la
fuerza aérea saudita y posteriormente armó –por cuenta del Pentágono–
al Irán chiita contra el Irak sunnita. Samira Khashoggi, tía de Jamal
Khashoggi, es la madre de otro vendedor de armas, Dodi al-Fayed, amante de la
mediática princesa británica Lady Diana, junto a la cual fue
eliminado [6]).
Jamal
Khashoggi estaba implicado en un nuevo golpe palaciego que el príncipe Al-Walid
ben Talal estaba preparando contra MBS. Varios asesinos presentes en
el consulado le cortaron los dedos, descuartizaron su cuerpo y
posteriormente presentaron su cabeza al amo MBS. Todo fue
meticulosamente grabado por los servicios secretos de Turquía y
Estados Unidos.
En
Washington, la prensa y los miembros del Congreso estadounidense exigen
al presidente Trump la adopción de sanciones contra Riad [7].
Turki
al-Dakhil, uno de los consejeros del príncipe heredero, responde que
si Estados Unidos adopta sanciones contra Arabia Saudita,
esta última es capaz de echar abajo el orden mundial [8].
Según la tradición de los beduinos del desierto, a todo insulto debe
responderse con una venganza… a cualquier precio.
Según
ese consejero, Arabia Saudita está preparando una treintena de medidas y las
más importantes serían:
Reducir la producción de petróleo a 7,5 millones de barriles diarios, lo cual provocaría un alza de precios, que podrían llegar a 200 dólares por barril. Además, Arabia Saudita no aceptaría pagos en dólares estadounidenses, provocando así el fin de la hegemonía mundial de esa moneda;
Arabia Saudita se alejaría de Washington para acercarse a Teherán; Arabia Saudita compraría armamento a Rusia y China. El reino propondría además a Rusia abrir una base militar en suelo saudita, concretamente en la provincia de Tabuk, en el noroeste, o sea cerca de Siria, Líbano e Irak;
de la noche a la mañana, Arabia Saudita pasaría a respaldar al Hamas y al Hezbollah.
Reducir la producción de petróleo a 7,5 millones de barriles diarios, lo cual provocaría un alza de precios, que podrían llegar a 200 dólares por barril. Además, Arabia Saudita no aceptaría pagos en dólares estadounidenses, provocando así el fin de la hegemonía mundial de esa moneda;
Arabia Saudita se alejaría de Washington para acercarse a Teherán; Arabia Saudita compraría armamento a Rusia y China. El reino propondría además a Rusia abrir una base militar en suelo saudita, concretamente en la provincia de Tabuk, en el noroeste, o sea cerca de Siria, Líbano e Irak;
de la noche a la mañana, Arabia Saudita pasaría a respaldar al Hamas y al Hezbollah.
Consciente
de los daños que la fiera es capaz de provocar, la Casa Blanca
promete a sus perros parte de los despojos. Recordando tardíamente
sus bellos discursos sobre los «Derechos Humanos», las potencias
occidentales claman en coro que ya no soportan más esa tiranía
medieval [9].
Uno a uno, todos los líderes económicos de Occidente se alinean
tras las instrucciones de Washington y anulan su participación en
el Foro de Riad. Recordando que Jamal Khashoggi era «residente
estadounidense», el presidente Trump y su consejero Jared Kushner
hablan de confiscar bienes, que pasarían a manos de Estados Unidos.
Mientras
tanto, en Tel Aviv reina el pánico. El príncipe MBS era el mejor socio del
primer ministro israelí, Benyamin Netanyahu [10].
Netanyahu incluso solicitó al príncipe heredero la creación de un
estado mayor común israelo-saudita en Somalilandia para aplastar a
los yemenitas. MBS viajó en secreto a Israel a finales
de 2017. El ex embajador de Estados Unidos
en Tel Aviv, Daniel B. Shapiro, advierte a sus correligionarios
israelíes que al aliarse al príncipe heredero saudita, Netanyahu pone
a Israel en peligro [11].
El Pacto del Quincy sólo protege
al rey de Arabia Saudita. No incluye al príncipe heredero.
[1]
El “Pacto del Quincy” debe su nombre al hecho de haber sido firmado
a bordo del navío de guerra estadounidense USS Quincy (CA-71).
Nota de la Red Voltaire.
[2]
«El régimen de los Saud
se tambalea después de ejecutar al jeque al-Nimr», por André
Chamy, Red Voltaire, 4 de enero de 2016.
[3]
«Golpe palaciego en
Riad», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 7 de noviembre
de 2017.
[4] “Saudis Target Up to $800 Billion in
Assets”, Margherita Stancati y Summer Said, Wall Street
Journal, 8 de noviembre de 2017.
[5]
«Convention de Vienne
sur les relations consulaires », Réseau Voltaire, 24 avril
1963.
[6] Lady
died, par Francis Gillery, Fayard éd., 2006; «Francis Gillery: “Yo
estudié el mecanismo de la mentira de Estado en el caso de la princesa
Diana”», por Thierry Meyssan, Red Voltaire, 4 de
septiembre de 2007.
[7] “The disappearance of Jamal Khashoggi”, por Manal
al-Sharif, The Washington Post, 9 de octubre de 2018. “Letter by the Senate Foreign
Relations Committee on the disappearance of Jamal Khashoggi”, 10 de octubre
de 2018.
[8] “US sanctions on Riyadh would mean
Washington is stabbing itself”, Turki Al-Dakhil, Al-Arabiya, 14 de
octubre de 2018.
[9]
«Declaración Conjunta
de los ministros de Exteriores de Alemania, Francia y Reino Unido sobre la
desaparición de Jamal Khashoggi», Red Voltaire, 14 de
octubre de 2018.
[10]
«Exclusivo: Los planes
secretos de Israel y Arabia Saudita», por Thierry Meyssan, Red Voltaire,
22 de junio de 2015.
[11] “Why the Khashoggi Murder Is a
Disaster for Israel”, Daniel Shapiro, Haaretz, 17 de octubre
de 2018.
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