miércoles, 3 de octubre de 2018

DIOS NOS AMA. Dom Godofredo Belorgey




¿No nos permiten vislumbrar estos principios lo que ha pasado en Dios después del pecado de Adán? Procuremos, ante todo, no fijar nuestras miradas de tal modo en la inmutabilidad, la gloria intrínseca o la eternidad de Dios, que lleguemos a considerarle indiferente a todo lo que pasa fuera de Él; de otra manera pronto llegaríamos a hacernos esta pregunta: ¿Qué puede hacer a Dios un pecado mortal más o menos? Y si es así, ¿por qué reprimirnos? Hagamos notar un hecho cierto: si es verdad que Dios se arrepintió de haber criado al hombre, sin embargo, no le ha reducido a la nada. Se vio obligado a castigarle para que se diera cuenta de la gravedad de su falta, pero tuvo prisa igualmente por darle un testimonio de su misericordia. La falta de Adán, proporcionó también ocasión a Dios para manifestar un nuevo aspecto de su amor a los hombres, amor esencialmente misericordioso. Para poner esto más de relieve, permítasenos resumir aquí un pasaje del primer sermón de San Bernardo sobre la Anunciación de la Stma. Virgen, sermón tan célebre, que inspiró en la Edad Media un misterio titulado: «El proceso del Cielo». No tomaremos a la letra el drama que se desarrolla en el Paraíso, entre las cuatro virtudes —justicia y verdad por una parte, misericordia y paz por otra— dadas por Dios al hombre como un vestido de salvación. Este drama nos ayudará a entrever algo de lo que es el Corazón de Dios.
Antes de la caída, la misericordia era la guardiana del hombre, la verdad su preceptor, la justicia su guía y la paz su nodriza. Pero el hombre cae en manos del diablo que le despoja, dejándole desnudo y herido sobre el camino.
“Las cuatro virtudes que constituían su gloria, le abandonan y entablan entre sí una lucha. Mientras que la justicia y la verdad abruman al desdichado Adán, la misericordia y la paz defienden su causa, delante de Dios. Este, el Padre, cita a su presencia a las, cuatro querellantes: «Adán ha pecado: que muera con todos sus descendientes», dice inexorable la justicia. ¿Para qué, replica la misericordia, para qué, Padre, me habéis engendrado, si tan presto he de perecer? Dios Padre, remite el juicio a su Hijo, porque «al Hijo se le ha dado toda la potestad de Juzgar». El cual pronunció esta magnífica sentencia: «Una dice: ¿Qué va a ser de mí si Adán no muere? La otra replica: Estoy perdida si no se usa con él de misericordia. Pues bien, establezcamos una muerte buena y santa, con lo cual una y otra habrán obtenido lo que piden. Mas ¿cómo se hará esto? Será así —prosigue el Juez—, si hallamos a alguno que, sin deber nada a la muerte, consienta en morir por amor al hombre. Todos se pasmaron al oír las palabras de la Sabiduría; pero ¿cómo encontrar ese ser inocente e inmaculado que se preste a morir, no por solventar una deuda propia, sino por pura liberalidad; no por Haberla merecido, sino por puro beneplácito? Sale al punto la Verdad a dar la vuelta al orbe entero, y no halla a nadie totalmente libre de mancha, ni aún el niño cuya vida es de un solo día sobre la tierra. La Misericordia, a su vez, registra todo el Cielo, aún en los mismos Ángeles encuentra, no diré la maldad, pero sí una caridad menor que la que se busca. Entonces la Paz las llama aparte, y procura consolarlas diciéndoles: Vosotras no entendéis palabra acerca de este asunto, y es inútil que os devanéis los sesos; porque no hay nadie, absolutamente nadie, que pueda realizar esta hazaña. Solo Aquel que indicó el remedio es capaz de aplicarlo.
Entendió el Rey lo que quería significar con esto, y dijo así: "Pésame de haber hecho al hombre. Pena tengo, dice; pues a mí me toca tolerar la pena y hacer penitencia por el hombre que yo crié. Mas al punto añadió: "Vedme ahí, ya vengo"; no puede pasar este cáliz sin que yo lo beba”.
El Verbo lo hizo porque tal era, en realidad la voluntad de su Padre en su amor infinito a los hombres: «De tal modo amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito». Y el Hijo, para rescatar la desobediencia de Adán, obedeció, obligado a la vez por el amor a su Padre y por su amor á los hombres, a nosotros.
Tal es, a grandes rasgos, la historia del amor de Dios A los hombres antes de la realización en el tiempo del misterio dé la Encarnación. Ello nos demuestra ya, en admirable resumen, hasta qué punto ama Dios a la Humanidad.
Dios, impulsado por su amor, cría al hombre; por un decreto libre de su voluntad, para hacerle participante de la vida y de la felicidad eterna de las Tres Divinas Personas; < el hombre rechaza por el pecado esta vida y esta felicidad, y, a pesar de todo, Dios no le abandona; redobla sus misericordias entregando a la humanidad lo que tiene de más precioso, que es su Hijo único, para salvarla y para darla otra lección de cómo debe amar a su Criador.
¿Le reconocerá por fin por lo que es, un Padre infinitamente amante? Estas grandes realidades nos dejan casi impasibles. Estamos demasiado habituados a estas palabras: «Et Verbum caro factum est», y con harta frecuencia las recitamos casi maquinalmente, Nó nos impresionan, y así es como volvemos a recaer en todas las ingratitudes que acabamos de recordar.
Pero un amor global de Dios a la humanidad, ¿será capaz de conquistar nuestro corazón? Más: si ese amor se dirigiera de hecho a cada uno de nosotros personalmente, ¿no sería como un gran foco de luz que trocara nuestra vida y trasformara todo lo que encuentra a su paso?
II. Dios me ha amado el primero
Dios ama a todos los hombres; pero su amor no hace partijas, y se da todo entero a cada uno de nosotros. Esta verdad nos pone delante de una realidad sorprendente para una pobre criatura limitada por el tiempo: la eternidad del amor de Dios por mí. En aquella vida solitaria y silenciosa de las Tres Divinas Personas que evocamos a cada instante, yo ocupaba ya un lugar. Dios puede decirme a mí, como a cada hombre en particular: «Te he amado con amor eterno», In caritate perpetua dilexi te 40, ¡Qué revelación! ¡Qué, luz! ¡Qué sostén! ¡Qué tesoro!, exclama Mr. Gay, ante tal realidad. Sí; antes que el mundo fuese; antes que comenzasen las horas y cantasen el primer himno los Ángeles, primogénitos de la creación; cuando nada existía sino Dios, que extasiado en su propia hermosura, por esencia rico de todo bien, inundado en su propio océano de Amor inexhausto, fecundo, glorioso y absolutamente feliz, vivía sofá y exclusivamente en sí mismo, sin objeto alguno exterior de su mirada; en resumen, cuando todavía no era, ya su palabra sustancial pronunciaba mi nombre, ya me amaba como una madre al hijo que tiene en los brazos. Sí: aquella palabra, que es el Verbo de Dios, por Dios pronunciada eternamente, aun antes de crear el mundo, era palabra creadora, que en sí contenía, como causa y ejemplar, todo cuanto Dios había resuelto sacar de la nada. Sí; allí estaba yo, no tal hay! como soy, sino tal como debiera ser; no tal como me he deformado tantas veces por mi mal empleada libertad y mi pecado, sino tal como me ha reformado la gracia, y tal como espero ser un día en la gloria. Sí, Dios: al verse, me veía; y así cómo eternamente se goza en aquel su Verbo con infinita complacencia, estrechándole —si cabe así decirlo— con la insoluble lazada de aquel Amor sustancial, sumo, ardiente, inextinguible que se llama el Espíritu-Santo; así también, amoroso, abrazaba todo cuanto aquel Verbo contenía: en él era yo, pues, abrazado por mi Dios. Pero ¿no está dicho todo con decir que me amaba? Sí; al amarse me amaba, como al verse me veía: su amor a mí, es sin medida como el que tiene a sí mismo; es amor eterno. He aquí una verdad que proyecta luz singular sobre la grandeza de nuestra alma y el sentido de nuestra vida. ¡Tenemos tan marcada tendencia a reducir al mínimum la acción divina! Tal es, sin embargo, la realidad: existimos únicamente porque Dios piensa en nosotros y nos ama; y no se ocupa de cada criatura racional que aparece sobre la tierra, como de una cosa cualquiera, no; se ocupa de ella viéndola en Cristo, porque «El nos ha elegido desde antes de la creación para que seamos santos e irreprensibles delante de Él». Y ¿cómo ha sido esto? «In caritate», «en su amor».
Dios nos ha elegido por amor, Él nos ama a todos en general, pero también a cada uno personalmente desde toda la eternidad. Este es el hecho, que pasará para nosotros desapercibido si no reflexionamos en él. ¿No será él solo capaz de conquistar nuestro corazón para siempre? Hagamos callar por un momento todos nuestros razonamientos, las dudas mezquinas, y no busquemos razones especiosas para eludirlos ante las pequeñas dificultades cotidianas. Pensemos en una sola posa: Dios nos ama con amor eterno. ¿Y yo rehusaré volverle amor por amor? Pero este amor ¿es razonable? Lo es en extremo. De tal manera sobrepuja a mi pobre razón, que me abruma y me obliga a preguntarme a mí mismo. ¿Cómo puedo yo tener, la pretensión de poder corresponder a tal amor? Me doy por vencido de antemano? Aunque yo hubiera amado a Dios desde el primer destello de mi razón, iría ya a la zaga de su amor por mí, y no me podía pedir que me adelantase a mi razón. Sólo la Santísima Virgen podía hacer esto. ¿Cómo he empleado yo todo el tiempo que Dios me ha concedido hasta aquí? ¡Ay!, con mucha frecuencia, en ofenderle, en menospreciar su amor o, por lo menos, en tratarle de Cualquier manera, pensando en todo menos en Él.
¿Qué puedo yo hacer en este momento eh que comienzo, por fin, a descubrir el amor inverosímil que Dios me tiene? El tiempo perdido no se recupera ya. He malbaratado mi vida... No contribuyamos á malgastarla más todavía, dejándonos arrastrar de esos pensamientos que solo" prueban la poca y corta experiencia-que tenemos del amor divino.


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