viernes, 17 de agosto de 2018

LA CIUDAD DE DIOS. SAN AGUSTIN


EXPULSIÓN DE ADÁN Y EVA DEL PARAÍSO

Capítulo XII. Con qué género de muerte amenazó Dios a los primeros hombres si quebrantasen su mandamiento

Cuando se pregunta ¿con qué especie de muerte amenazó Dios a los primeros hombres si quebrantaban el mandamiento que les puso, y si no le guardaban obediencia, si con la del alma o la del cuerpo, o con la de todo el hombre, o con la que se dice segunda? Responderemos que con todas. Porque la primera consta de las dos, y la segunda totalmente de todas. Pues así como toda la tierra consta de muchas tierras, y toda la Iglesia de muchas iglesias, así toda la muerte de todas. Porque la primera consta de las dos: de la del alma y de la del cuerpo; de manera que la primera sea muerte de todo el hombre, cuando el alma sin Dios y sin el cuerpo paga por cierto tiempo sus penas; en la segunda queda el alma sin Dios y con el cuerpo, y satisface las penas eternas. Así que cuando Dios dijo al primer hombre, a quien colocó en el Paraíso, acerca del manjar que le mandaba no comiese: <El día que comiereis de él moriréis de muerte>, no sólo comprendió aquella amenaza la primera parte de la primera muerte, donde el alma queda privada de Dios; ni sola la última, donde el cuerpo queda privado del alma; ni tampoco solamente toda la primera, donde el alma padece sus penas separada de Dios y del cuerpo, sino que comprendió todo lo que hay de muerte hasta la última, que se llama la segunda, después de la cual no hay otra que la suceda.

Capítulo XIII. Cuál fue el primer castigo de la culpa de los primeros hombres
Apenas quebrantaron nuestros primeros padres el precepto, cuando los desamparó luego la divina gracia y quedaron confusos y avergonzados de ver la desnudez de sus cuerpos. Y así, con las hojas de higuera, que fueron acaso las primeras que, estando turbados, hallaron a mano, cubrieron sus partes vergonzosas, que antes, aunque eran los mismos miembros, no les causaban vergüenza. Sintieron, pues, un nuevo movimiento de su carne desobediente como una pena recíproca de su desobediencia. Porque ya el alma, que se había deleitado y usado mal de su propia libertad y se había desdeñado de obedecer a Dios, la iba dejando la obediencia que le solía guardar el cuerpo, y porque con su propia voluntad y albedrío desamparó al Señor, que era superior; al criado, que era su inferior, no le tenía a su albedrío, ni del todo tenía ya sujeta la carne como siempre la pudo tener si perseverara ella guardando la obediencia y subordinación a su Dios. Entonces, pues, la carne comenzó a desear contra el espíritu, y con esta batalla y lucha nacimos, trayendo con nosotros el origen de la muerte, y trayendo en nuestros miembros y en la naturaleza viciada y corrompida la guerra continuada con ella o la victoria contra el primer pecado.

Capítulo XIV. De las cualidades con que crió Dios al hombre, y en la desventura que cayó por el albedrío de su voluntad

Dios crió al hombre recto, como verdadero autor de las naturalezas, y no de los vicios; pero como éste se depravó en su propia voluntad, y por ello fue justamente condenado, engendró asimismo hijos malvados y condenados. Puesto que todos nos repre- sentamos en aquel uno, cuando todos fuimos aquel uno que por la mujer cayó en el pecado, la cual fue formada de él antes del pecado. Aún no había criado y distribuido Dios particularmente la forma en que cada uno habíamos de vivir; pero existía ya la naturaleza seminal y fecunda de donde habíamos de nacer; de modo que estando ésta corrupta y viciada por causa del pecado, obligada al vínculo de la muerte y justamente condenada, no podía nacer del hombre otro hombre que fuese de distinta condición. Y así del mal uso del libre albedrío nació el progreso y fomento de esta calamidad, la cual, desde su origen y principio depravado, como de una raíz corrompida, trae al linaje humano con la trabazón de las miserias hasta el abismo de la muerte segunda, que no tiene fin, a excepción de los que se escapan y libertan por beneficio de la divina gracia.

Capítulo XV. Que pecando Adán; primero dejó él a Dios que Dios le dejase a él, y que la primera muerte del alma fue el haberse apartado de Dios

Por lo cual, cuando les dijo Dios morte moriemini, moriréis de muerte, ya que no dijo de muertes, si quisiéremos entender sólo aquella que sucede cuando el alma queda desamparada de su vida, que para ella es Dios (que no la desamparó para que ella desamparase, sino que fue desamparada por haberse desamparado; pues para el daño suyo primero es su voluntad, mientras para su bien, primero es la voluntad de su Criador; así para criarla cuando no era, como para restaurarla y redimirla cuando, pecando, se perdió) por ello decimos que Dios les amenazó y denunció esta muerte al decir: <El día que comiereis de él moriréis de muerte>; como si dijera: <El día que me dejareis por la desobediencia os desampararé por la justicia>; y, sin duda, que en aquella muerte les amenazó y notificó también las demás que infaliblemente se habían de seguir de ella. Porque cuando nació en la carne del alma desobediente el movimiento rebelde y desobediente, por el cual cubrieron sus partes vergonzosas, entonces sintieron la primera muerte con que desamparó Dios al alma. Esta la significaron aquellas palabras cuando, escondiéndose el hombre, despavorido de miedo, le dijo Dios: <Adán, ¿dónde estás?> No como quien le busca por ignorar donde estaba, sino por advertirle con la reprensión que considerase donde estaba al no estar Dios con él. Pero cuando la misma alma viene ya a desamparar el cuerpo, menoscabado por la edad y deshecho por la senectud, sucede la otra muerte de la cual dijo Dios al hombre, procediendo todavía contra el pecado: <Tierra eres y a la tierra volverás>, para que con estas dos se acabase de cumplir aquella primera muerte, que es la de todo hombre, tras la cual se sigue al último la segunda, si no se escapa y libra el hombre por el beneficio de la divina gracia. Porque el cuerpo, que es de tierra, no volviera a la tierra si no fuera por su muerte, la cual le sucede cuando le desampara su vida, esto es, su alma. Y así consta entre los cristianos que tienen la verdadera fe católica, que tampoco la muerte del cuerpo nos vino por ley de la naturaleza, porque en ella no dio Dios muerte alguna al hombre, sino que nos la dio en pena y castigo del pecado; pues castigando Dios al pecado dijo al hombre, en quien entonces estábamos comprendidos todos: <Tierra eres, y a la tierra volverás.>


MUERTE DE ABEL
Capítulo XVI. De los filósofos que opinan que la separación del alma y del cuerpo no es por pena o castigo del pecado de desobediencia

Pero los filósofos, de cuyas calumnias procuramos defender la Ciudad de Dios, esto es, su Iglesia, se ríen y mofan de lo que decimos, que la división y separación que hace el alma del cuerpo se debe enumerar entre sus penas; porque, efectivamente, ellos sostienen que viene a ser perfectamente bienaventurada, quedando despojada íntegramente de todo lo que es cuerpo, simple sola, y en cierto modo desnuda vuelve a Dios. En lo cual, si no hallara en la doctrina de los mismos filósofos fundamentos con que refutar esta opinión, más prolijidad hubiera de costarme el demostrarles que el cuerpo no es trabajoso y pesado al alma, sino solamente el cuerpo corruptible. Esto mismo quiso decir el sabio (cuyo testimonio citamos en el libro precedente) cuando dijo <que el cuerpo corruptible es el que agrava al alma>; pues añadiendo esta voz, corruptible, dice que agrava al alma, no cualquier cuerpo, sino el que hizo el pecado, con las cualidades que le siguieron con el castigo; y aun cuando esto no lo añadiera, no deberíamos entender otra cosa.
Pero confesando con toda claridad Platón que los dioses hechos y formados por mano del sumo Dios tienen cuerpos inmortales, y añadiendo que el mismo Dios que los crió les prometió por singular beneficio el que hará que vivan eternamente con sus cuer pos, y que con ninguna especie de muerte se separen de ellos, ¿por qué nuestros adversarios, por sólo el hecho de perseguir la fe cristiana, fingen ignorar lo que saben, contradiciéndose a sí mismos, por no dejar de contradecirnos? Estas son las palabras de Platón, como las refiere Cicerón en latín; introduciendo al sumo Dios, hablando y diciendo a los dioses que crió: <Vosotros, que nacisteis por generación de los dioses, atended que las obras que yo he hecho son indisolubles a mi albedrío, aunque todo lo que está ligado se puede disolver; pero no es bueno disolver lo que está atado con discreción. Porque habéis nacido, no podéis ser inmortales e indisolubles; no obstante, jamás os disolveréis, ni hado alguno de muerte os quitará la vida, ni será más poderoso que mi idea y voluntad, que es vínculo mayor y más fuerte para vuestra perpetuidad, que el hado a que quedasteis obligados cuando principió vuestra generación.> Y ved aquí cómo Platón dice que los dioses, por la mezcla del cuerpo y del alma, son mortales, y que, sin embargo, son inmortales por la voluntad del Dios que los hizo. Luego, si es pena del alma el residir en cualquier cuerpo, ¿por qué hablándoles Dios como temerosos de que se les entrase casualmente la muerte por sus puertas, esto es, de que se separasen del cuerpo, les asegura de su inmortalidad, no por su naturaleza, que es compuesta, y no simple, sino por su invicta voluntad, con que puede hacer que ni lo engendrado se corrompa ni lo compuesto se resuelva, sino que perseveren incorruptibles? Y si es verdad o no lo que en este particular dice Platón de las estrellas, es otra cuestión; porque no hemos de concederle incontinente que estos globos resplandecientes o estas estrellas que con su luz corpórea alum bran o de día o de noche la tierra, viven con sus almas propias, y éstas intelectuales y bienaventuradas; lo cual asimismo constantemente afirma del mismo mundo, como de un animal donde se contienen todos los demás animales. Pero ésta (como llevo insinuado) es otra cuestión, la cual no tratamos por ahora de averiguar; sólo quise insinuarla para refutar a los que se glorían de ser llamados platónicos, o quieren seguir su doctrina, y por la vanidad y soberbia de este nombre se ruborizan de ser cristianos, porque tomando el apellido común como el vulgo, no se les disminuya y apoque el de los del palio filosófico, que viene a ser tanto más vano cuanto es menor el número que se halla de ellos; y buscando qué tachar y reprender en la cristiana doctrina, dan contra la eternidad de los cuerpos, como si fuera entre sí contradictorio el que indaguemos la bienaventuranza del alma y queramos que ésta esté siempre en el cuerpo, como encerrada en una molesta y miserable prisión; confesando su jefe y maestro Platón que es merced y beneficio que el sumo Dios hizo a los dioses formados de su mano que nunca mueren, esto es, que nunca se separen y dividan de los cuerpos con que una vez los juntó.


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