jueves, 16 de agosto de 2018

DIOS NOS AMA. Dom Godofredo Belorgey




Deus Caritas est, «Dios es amor». ¿Quién no se ha conmovido al escuchar o leer estas palabras con las cuales S. Juan nos sumerge en pleno misterio de Dios? Con la misma fuerza con que las hayamos comprendido, responderemos con un grito de reconocimiento salido del fondo de nuestro corazón, diciendo con el Salmista: «Diligam te, Domine», ¡Te amaré, Señor! ¡Señor, haced que os ame! ¿Acaso no es el Amor el mandamiento que Vos habéis dirigido a los hombres de todos los tiempos? «Escucha, Israel: Yahveh es nuestro Dios. Yahveh es uno, Amarás a Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» dijisteis. Vos a vuestro pueblo, por boca de Moisés y Jesús ha confirmado en el Evangelio que éste es el primero entre todos los mandamientos, el mismo que N. P. S. Benito nos presenta también el primero, entre los setenta y dos «instrumentos de las buenas obras»: «In primis! Dominum Deum dilígere ex toto corde, tota anima, tota virtute» “En primer lugar amaras al Señor tu Dios con todo tu corazón. Con toda tu alma”. Todos los santos, siguiendo a San Pablo, nos repiten lo mismo, es decir, que el deber esencial, del hombre consiste en amar a Dios: «Sin amor vengo a ser como un metal que suena o campana que retiñe sin amor no soy nada”.
El amor de Dios es la esencia de toda santidad”. En la serie de conferencias que han aprendido, comenzamos por presentar el ideal de la vida cristiana muy sencilla, a pesar  de lo cual resulta atrayente: ¿qué cosa más llena de vida que la mirada, suele decirse? Todo cristiano, y especialmente todo monje contemplativo, deben, reproducir, en cierta medida, la vida de la Stma. Trinidad, viviendo desde aquí abajo, en presencia de Dios, con Él, bajo su mirada. Pero esto que parece tan sencillo, no es siempre tan fácil llevarlo a la práctica. Por eso hemos insistido luego en los dos grandes medios que deben sostener nuestros esfuerzos, que son los mismos que nuestras Constituciones nos proponen para tender a la perfección: la contemplación y la penitencia; presentando primero, el que en sí mismo ofrece más atractivos: por la práctica de la oración el alma se eleva a Dios para solazarse íntimamente con Él.
Mas no podrá unirse a Él de una manera habitual, en la perfección de la caridad, mientras no sea purificada, después de haber subido todos los grados de «la escala de la humildad».
En el momento en que lleguemos a estas alturas, podremos prometernos, conforme a la Regla de nuestro bienaventurado Padre, que el Espíritu Santo nos infundirá de repente la caridad. Pero, como ya Hemos tenido ocasión de advertirlo, esto no es más que una imagen con la que San Benito quiere llamarnos la atención poniendo más de relieve el trabajo de Dios y el del hombre. Bien persuadidos estamos de que los progresos en la caridad y en la humildad van a la par, y, prácticamente, no se nos da la primera sino a medida que subamos los grados de la escala de la humildad.
Si el amor divino se difunde de esta manera en nuestros corazones, ¿no será para que vivamos de él? Desde los primeros pasos que damos en busca de Dios, se nos convida a hacer actos de caridad interiores y exteriores. Esto es lo que hacemos con la recepción de los Sacramentos y con la oración, uno de los mejores medios que tenemos para conseguir el aumento de esta virtud. Amando se aprende a amar, dice San Agustín.
Tal es el fundamento lógico de la tradición de nuestros primeros Padres cistercienses; los cuales, siguiendo a San Bernardo, unen a un tratado sobre la humildad otro sobre la oración o la contemplación; al comentario sobre el Cantar de los Cantares, un tratado sobre el amor de Dios, de diligendo Deo; Parece, pues, normal que nos inspiremos en su ejemplo, orientando en estas páginas el misterio de la vida cristiana bajo un aspecto que aquí no hacemos más que señalar: el del amor.
Este punto de vista se revela prácticamente a muchos cristianos cuando han alcanzado ya cierto grado de purificación y de unión con Dios, o bien en el momento en que se deciden a entregarse a El sin reserva, Pero también puede seducir igualmente a ciertos corazones sencillos que han permanecido siempre puros, desde que dan sus primeros pasos hacia la perfección. Tanto los unos como los otros quieren amar al Señor; y arrastrados por su amor, desean ejercitarse en la mortificación para despegarse más de las criaturas —en cuanto éstas les apartan de Dios— y de esta manera contemplar cada vez más habitualmente a aquel que las cautiva. Con toda verdad pueden decir: «Amor meus, pondus meum»-: «Mi amor es mi peso», mi amor es una fuerza que, a medida que crece, me arrastra más poderosamente, haciéndome practicar con espontaneidad lo que con antelación me impone como un deber. De esta manera, la oración y la ascesis, que antes eran medios para amar a Dios, se convierten ahora en una consecuencia natural de mi amor.
Debería sernos fácil amar a Dios-, ¡el amor es una aspiración grabada con tanta fuerza en lo más íntimo de nuestra naturaleza! Y sin embargo, si nos examinamos a nosotros mismos, prescindiendo de los que nos rodean, ¿qué podemos decir? ¿Por qué no amamos a Dios..., o le amamos tan poco? Afirmémoslo con sinceridad: es porque no creemos con suficiente eficacia en Su amor para con nosotros. No nos podemos aplicar con toda verdad estas palabras de San Juan: «Et nos cognovimus et credidimus caritati quam Deus habet in nobis», «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en este amor».
Los santos han creído en este amor, y he aquí por qué han correspondido a él con todas sus fuerzas. Pero ¿de qué naturaleza era el conocimiento que tenían del amor divino? ¿Era únicamente especulativo? De ninguna manera; habían experimentado, y, por consiguiente, comprendían que Dios los amaba con un amor particular, personal, que está sobre todo lo que se puede decir y pensar. Por eso estaban completamente conquistados por él, haciendo realidad estas palabras, tan emocionantes, de la liturgia de Navidad: «Sic nos amantem, quis non redamaret», «¿quién no volverá amor por amor, al que tanto nos ha amado?».
Tengamos en cuenta que no se trata aquí de exponer, ideas nuevas. Conocemos todas las enseñanzas dogmáticas; que nos saldrán al paso en el decurso de este trabajo; pero —confesémoslo con sinceridad-- no las vivimos. Para ayudarnos a vivirlas es más importante el amor que la ciencia... ” ¿Quién será el que comprenda estas palabras que citamos al comenzar nuestro trabajo: «Deus caritas est», «Dios es amor»? Parece que estamos escuchando la voz de nuestro Señor dirigiéndose a su Padre: «Confiteor tibí Pater... quia abscondisti haec a sapientibus et prudentibus, et revelasti ea parvulis», «Yo te alabo, Padre mío, Señor del cielo y de la tierra, porque has encubierto estas cosas grandes a los sabios y prudentes del siglo, y las has revelado a los humildes y pequeñuelos. Así es ¡oh Padre! porque así fue tu soberano beneplácito». Quisiéramos, pues, dirigirnos a las almas sencillas, que tienen hambre y sed de Dios, para ayudarlas a encontrarle. Porque no pueden quedar satisfechas mientras El no sea para ellas más que un ser lejano, al cual conceden Un poco de lugar, en la jomada diaria, para servirle, pero con un servicio que es simplemente «una de tantas cosas» en medio de otras múltiples ocupaciones. Presienten que Dios debe ser todo para ellas, que Él debe llegar a ser alguien que cuenta en su vida y con el cual tienen.
Trátase aquí de una exploración, de hacer una verdadera experiencia.
Ciertamente que no se puede dar la receta de esto en un libro, porque no es cuestión de teoría, sino más bien de práctica; pero puédese por lo menos tratar de despertar en las almas el deseo de esta perla escondida, cuya existencia ni siquiera sospechan, y en seguida mostrarlas el camino por el cual se puedan orientar para poder descubrirlo ellas mismas, de una forma personal, en la hora que a Dios le plazca.
Que tampoco se imaginen, por otra parte, que Dios va a querer que vivan todos los experimentos que vamos a describir en estas páginas. Cada alma tiene su camino propio que el Dios de amor ha trazado para ella. Importa reconocer esto con sencillez y mantenerse en ello con confianza, persuadida de que para ella no hay cosa mejor, aunque haya otros al parecer más atrayentes.
Para ayudar a todos y a cada uno a orientarse, procuraremos recordar alguno de los experimentos más característicos, cuyo testimonio poseemos y que ponen mejor de relieve los elementos esenciales de la acción de Dios en los corazones, y la correspondencia que Él espera de ellos. Pero que nadie se descorazone pareciéndole que la mayor parte de estos favores divinos no son para él. El que busca con generosidad, seguro puede estar de que hallará; pero con frecuencia de una manera muy diferente de la que él pensaba de antemano. La experiencia del lugar que Dios debe ocupar en nuestra vida es siempre posible, aún en un estado casi continuo de impotencia, de sequedad y de aridez.
A propósito de la acción del Espíritu Santo, precisaremos cuáles son las principales maneras de «gustar» la voluntad divina; y luego que la hayamos gustado, veremos cuán bueno es el Señor. «Gustate et videte quoniam suavis est Dominus» Tal es el método que emplearemos, siguiendo toda la tradición cisterciense desde los siglos doce y trece. Escuchemos a Sto. Tomás que nos confirma esto mismo: «En las cosas corporales, dice él, primero se ve y luego se gusta; mas en las cosas espirituales es necesario gustar antes de ver. Nadie conoce si antes no gusta. Esta es la razón por qué se dice primeramente gustad y después ved.”
«Cosa extraña, dice el P. Faber; es muy difícil persuadir a otro cualquiera o convencerse a sí mismo de que Dios nos ama. Es una fecha inolvidable y un día digno de memoria aquel en que el conocimiento del amor que Dios la profesa, pasa al estado de convicción sensible; porque el día en que esta convicción se enseñoree de su espíritu, se obrará en su alma una verdadera revolución; será un hombre nuevo: es una especie de conversión»
Solo el amor puede obrar esta conversión, y él tiene fuerza suficiente para hacerlo.
Es claro que, aun en el orden puramente humano, el amor transforma el conocimiento. Él hace que el alma esté ávida de la verdad, él la dispone a recibirla y hace que penetre hasta en las más íntimas profundidades. Esto es mucho más verdadero en el orden sobrenatural. Como las realidades espirituales escapan a nuestros sentidos, corren el riesgo de dejarnos indiferentes, y no las comprenderemos perfectamente hasta el día en que nuestra voluntad, abrasada por la caridad, sobrepase la verdad que la inteligencia la presenta para adherirse al misterio de la vida divina, y nos permita descubrir en ella, de una forma personal, riquezas hasta entonces insospechadas.
Precisaremos que el amor de que hablamos en estas páginas es esencialmente sobrenatural.
En teología, las mismas palabras: amor, amor de caridad o simplemente caridad, designan, ya el amor de Dios, ya el amor del hombre. No podemos soñar con definir la caridad divina, porque jamás comprenderemos a Dios; pero, por lo menos, tendremos ocasión, en el curso de este estudio, de examinar sus principales manifestaciones.
Por lo que se refiere a nuestra propia caridad, el catecismo —la teología dé los niños—, nos dice que «es una virtud sobrenatural con la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos, por amor de Dios». Y si recurrimos a Sto. Tomás para determinar la naturaleza de este amor: «Es claro —afirma, como corolario de un razonamiento riguroso—, que la caridad consiste en cierta amistad del hombre con Dios»; «Manifestum est quod caritas amicitia quaedam est hominis ad Deum».
Esta definición reúne, en efecto, los diferentes elementos de la amistad: amor de benevolencia fundamentado sobre cierta comunidad de bienes.
Pero esta amistad del todo espiritual no está a nuestro alcance, y no podemos, por consiguiente, comprobar su existencia, sino por medio de los actos que la ponen de manifiesto. Estos deben ser de dos clases: interiores los unos, de orden afectivo y los otros exteriores, de orden efectivo, los cuales, por otra parte, se atraen mutuamente. San Francisco de Sales trata esto con admirable precisión.
«Dos ejercicios principales son los del amor de Dios: uno afectivo y otro efectivo, o como le llama San Bernardo, activo: por el primero, amamos a Dios y a todo lo que El ama; por el segundo; le servimos y hacemos lo que nos manda: aquél nos junta a la bondad de Dios, éste nos hace ejecutar su voluntad; el uno nos llena de complacencia, de benevolencia, de impulsos, de deseos y suspiros, de ardores espirituales, y nos mueve a poner en práctica las sagradas infusiones y mezclas de nuestro espíritu con el de Dios; el otro imbuye en nosotros la firme resolución, la constancia de ánimo y la inviolable obediencia, necesaria al cumplimiento de la divina voluntad; y para sufrir, ratificar, aprobar y abrazar todo lo que de ella nos viniere, el primero nos hace complacemos en Dios; el segundo, gratos a Dios; por el uno, concebimos; por el otro, producimos; por el uno, metemos a Dios dentro de nuestro corazón y le enarbolamos en él como estandarte de amor a cuya vista se ordenan todos nuestros afectos; por el otro, le ponemos a nuestro lado como espada de dilección, por la cual ejercitamos todas las obras de las virtudes”.
La palabra «afección» en francés es equívoca, por lo que hay tendencia a desconfiar de ella a priori en materia de espiritualidad. No se trata aquí, ni mucho menos, de una emoción afectiva, sino de movimientos semejantes a los que acabamos de citar, que nacen en la voluntad como consecuencia de las operaciones de la inteligencia.
Para Sto. Tomás «el acto principal» de la virtud de la caridad es la dilección «que trae consigo cierta unión afectiva entre el que ama y aquel a quien ama, al cual unirá, de alguna manera, como otro yo, como una parte de sí mismo, y por esto se une a él». De modo que la caridad se ha podido definir: «el movimiento afectivo fundamental por el cual el alma sobrenaturalizada se une a Dios y tiende a su último fin».
Así pues, el acto de caridad no solo consiste primordialmente en un movimiento afectivo de la voluntad hacia Dios, sino que, sin este amor de todo nuestro ser, la caridad quedaría arruinada, porque ¿podrá obrar por amor el que no tiene en su corazón el amor de Aquel por quien pretende consumirse? Mi amor debe probarse con obras. «No todos aquellos que me dicen-. "Señor, Señor", entrarán en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos». Pongamos un ejemplo: «Un hombre tenía dos hijos, y llamando al primero, le dijo: "Hijo, vete hoy a trabajar a mi viña". Y él respondió; "No quiero". Pero después, arrepentido, fue. Llamando al segundo, le dijo lo mismo, y aunque él respondió: "Ya voy, Señor”, mas no fué».
Esta corta parábola, contada por nuestro Señor, podrá hacemos juzgar, examinándola superficialmente, de la siguiente manera: El primer hijo tenía una caridad efectiva, no afectiva; y el segundo hijo tenía una caridad afectiva, no efectiva.
En efecto, el primer hijo rehúsa al principio hacer la voluntad de su padre, probando con esto que no le ama del todo. Pero, bien pronto, tocado por el arrepentimiento (amor afectivo), va a la viña (amor efectivo). El, según los hijo habla de su obediencia, pero no hace la voluntad de su amo: Este no tiene ningún amor a su padre. Su protesta no es más que una corteza que no encubre nada. No tiene amor, ni afectivo ni efectivo.
Saquemos de todo esto la convicción de que nuestra caridad será verdadera en la medida en que sea a la vez afectiva y efectiva.
Ciertos estamos de que Jesús nos ha dicho: «Si me amáis, guardad mis mandamientos... Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor». Pero falsearía el pensamiento del Maestro el que le dijese: «Con tal que yo cumpla la voluntad de Dios, ya está bien; el Señor no espera más de mí».


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