11.5 El concilio infiere la conclusión
lógica de la ilícita inclusión paritética de la Iglesia en las "comunidades religiosas", es decir, de
la equiparación del catolicismo con las "religiones" falsas: la libertad religiosa que compete a la Iglesia católica no es
más que una especie incluida en un género más amplio: la libertad religiosa que
ha de concederse a todas las "comunidades religiosas" sin distinción.
Eso se desprende de la frase siguiente: «Igualmente,
reivindica la Iglesia para sí la libertad, en cuanto es una sociedad de hombres
que tiene derecho a vivir en la sociedad civil según las normas de la fe
cristiana (Pío XI, carta Firmissimam constantiam, 28 de marzo del 1937: AAS 29
[1937] p. 196)>> (DH § 13).
La frase de Dignitatis Humance § 13
parece sacada de la carta de Pío XI citada, pero se trata de un burdo engaño: el Papa se limitó a exponer un argumento ad hominem contra
los Estados que le negaban a la Iglesia hasta el derecho corriente de la
existencia, que Pío XI, por el contrario, quería se le reconociera como era de
ley, igual que se le reconocía a cualquier otra asociación legítima. El
Vaticano II, en cambio, transforma esta demanda de una libertad mínima y preliminar
en un principio fundamental del derecho público de la Iglesia, , como si éste
propugnara para la Iglesia nada más que una libertad de derecho común, «igual
que si no fuese otra cosa que una asociación parangonable a otras existentes en
el Estado» (León XIII, Enc. Immortale Dei, 1/11/1885 1).
Al proceder así, el Vaticano II incurre en
un grave error doctrinal, condenado siempre por los Papas, puesto que niega la
naturaleza superior de la Iglesia, que es la de ser una societas perfecta, y su necesario primado sobre las demás
societates, ex sese imperfectae, que concurren de manera subordinada a
procurarle a la "comunidad política"
el bien común temporal. Dicha conducta constituye, además, un retroceso
increíble en el plano histórico: en pleno siglo XX, la jerarquía pide que la
religión católica, incluso en los países en que se la reconoce como religión
única del Estado, se reduzca a la mera condición de religio
licita, y que sea aceptada en calidad de tal: un culto permitido
junto a todos los demás, como en los tiempos del edicto de tolerancia de
Constantino, que puso fin a las persecuciones (313 d.C.).
11.6 La afirmación errónea según la cual "la libertad de la Iglesia", entendida
de la manera que se ha visto, «es un principio
fundamental en las relaciones entre la Iglesia y los poderes públicos y todo el
orden civil» (DH § 13). La afirmación en cuestión va errada, porque
el principio fundamental del derecho público de la Iglesia ha sido, desde siempre,
aquel según el cual al Estado le cumple el deber de reconocer la realeza social
de Cristo. Se trata del oportet illum regnare
(1 Cor 15, 25) tanto en punto a las relaciones entre el Estado y la Iglesia
cuanto en el ámbito de la sociedad misma: un principio que la jerarquía ha
dejado que cayera en el olvido a partir del Vaticano II, lo que entraña la
reducción ilegítima de la ayuda que el Estado debe prestar a la Iglesia al mero
reconocimiento de su libertad, de su independencia, esto es, a la obligación de
no estorbarla, mientras que, por el contrario, a la Iglesia le cabe el derecho
a gozar, por parte del Estado, de una asistencia positiva consistente en ser
favorecida de todas las maneras posibles.
12. Errores sobre la
interpretación
del significado del mundo contemporáneo
12.1 El concilio atribuye a la humanidad de su tiempo la formulación ansiosa de
preguntas sobre sí propia y sobre sus mayores problemas: «En nuestros días, el género humano, admirado de sus propios
descubrimientos y de su propio poder, se formula con frecuencia preguntas
angustiosas sobre la evolución presente del mundo, sobre el puesto y la misión
del hombre en el universo, sobre el sentido de sus esfuerzos individuales y colectivos,
sobre el destino último de las cosas y de la humanidad» (GS § 3).
Estos conceptos se repiten, por ejemplo, en Gaudium et Spes § 10: «[ ... ] Ante la actual evolución del mundo, son cada día más
numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las
cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor
del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten
todavía?, etc.».
En realidad, casi nadie se formulaba en
aquellos años preguntas de la hondura de "¿qué
es el hombre?", ni se planteaba problemas metafísicos tan
profundos. El comunismo y sus aliados de la izquierda (de todos los matices)
estaban desatando una ofensiva en todos los frentes por aquel entonces; la
Unión Soviética, la China de Mao y Cuba eran los modelos; el marxismo hacía
estragos en las universidades, en las escuelas, en toda la cultura, inoculando,
junto al hedonismo propugnado por la sociedad de consumo y las sub culturas emergentes
(por ejempl, la denominada "de la droga" y la "hippy"), el
espíritu revolucionario que dio vida en Europa y América, a ejemplo de los
guardias rojos chinos (1966), a los vastos movimientos estudiantiles del
1966-1968 y otros, menos de tres años después de la clausura del concilio. Se
consideraba resuelto el problema del hombre a la luz de la utopía
revolucionaria. El hombre debía considerarse el producto del ambiente, de la
historia: la inversión marxista de la praxis pondría las cosas en su sitio creando
un hombre nuevo, liberado de todos sus defectos, de todas las contradicciones.
También los que buscaban definir al hombre en su individualidad, recurriendo a las
frágiles y confusas categorías del existencialismo y del psicoanálisis, ternaban
siempre por hallar en el marxismo, y, por ende, en la revolución social, la
solución del problema del Hombre. Este era "el humanismo" entonces
dominante.
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