III,3.
Hable yo en presencia de mi Dios de aquel año veintinueve de mi edad. Ya había
llegado a Cartago uno de los obispos maniqueos, por nombre Fausto, gran lazo
del demonio, en el que caían muchos por el encanto seductor de su elocuencia,
la cual, aunque también yo ensalzaba, sabíala, sin embargo, distinguir de la
verdad de las cosas, que eran las que yo anhelaba saber. Ni me cuidaba tanto de
la calidad del plato del lenguaje cuanto de las viandas de ciencia que en él me
servía aquel tan renombrado Fausto.
Habíamelo
presentado la fama como un hombre doctísimo en toda clase de ciencias y
sumamente instruido en las artes liberales. Y como yo había leído muchas cosas
de los filósofos y las conservaba en la memoria, púseme a comparar algunas de
éstas con las largas fábulas del maniqueísmo, pareciéndome más probables las
dichas por aquéllos, que llegaron a conocer las cosas del mundo, aunque no
dieron con su Criador; porque tú eres grande, Señor, y miras las cosas
humildes, y conoces de lejos las elevadas, y no te acercas sino a los contritos
de corazón, ni serás hallado de los soberbios, aunque con curiosa pericia
cuenten las estrellas del cielo y arenas del mar y midan las regiones del cielo
e investiguen el curso de los astros.
V,8.
(...) Por donde él, descaminado en esto, habló mucho sobre estas cosas, para
que, convencido de ignorante por los que las conocen bien, se viera claramente
el crédito que merecía en las otras más obscuras. Porque no fue que él quiso
ser estimado en poco, antes tuvo empeño en persuadir a los demás de que tenía
en sí personalmente y en la plenitud de su autoridad al Espíritu Santo,
consolador y enriquecedor de tus fieles. Así que, sorprendido de error al
hablar del cielo y de las estrellas, y del curso del sol y de la luna, aunque
tales cosas no pertenezcan a la doctrina de la religión, claramente se descubre
ser sacrílego su atrevimiento al decir cosas no sólo ignoradas, sino también
falsas, y esto con tan vesana vanidad de soberbia que pretendiera se las
tomasen como salidas de boca de una persona divina.
9.
(...) En cuanto a aquél [Manés], que se atrevió a hacerse maestro, autor, guía
y cabeza de aquellos a quienes persuadía tales cosas, y en tal forma que los
que le siguiesen creyeran que seguían no a un hombre cualquiera, sino a tu
Espíritu Santo, ¿quién no juzgará que tan gran demencia, una vez demostrado ser
todo impostura, debe ser detestada y arrojada muy lejos?
VI,10.
En estos nueve años escasos en que les oí con ánimo vagabundo, esperé con muy
prolongado deseo la llegada de aquel anunciado Fausto. Porque los demás
maniqueos con quienes yo por casualidad topaba, no sabiendo responder a las
cuestiones que les proponía, me remitían a él, quien a su llegada y una
sencilla entrevista resolvería facilísimamente todas aquellas mis dificultades
y aun otras mayores que se me ocurrieran de modo clarísimo.
Tan
pronto como llegó pude experimentar que se trataba de un hombre simpático, de
grata conversación y que gorjeaba más dulcemente que los otros las mismas cosas
que éstos decían. Pero ¿qué prestaba a mi sed este elegantísimo servidor de
copas preciosas? Ya tenía yo los oídos hartos de tales cosas, y ni me parecían
mejores por estar mejor dichas, ni más verdaderas por estar mejor expuestas, ni
su alma más sabia por ser más agraciado su rostro y pulido su lenguaje. No
eran, no, buenos valuadores de las cosas quienes me recomendaban a Fausto como
a un hombre sabio y prudente porque les deleitaba con su facundia, al revés de otra
clase de hombres que más de una vez hube de experimentar, que tenían por
sospechosa la verdad y se negaban a reconocerla si les era presentada con
lenguaje acicalado y florido.
11.
(...) Sin embargo, me molestaba que en las reuniones de los oyentes no se me
permitiera presentarle mis dudas y departir con él el cuidado de las cuestiones
que me preocupaban, confiriendo con él mis dificultades en forma de preguntas y
respuestas. Cuando al fin lo pude, acompañado de mis amigos, comencé a hablarle
en la ocasión y lugar más oportunos para tales discusiones, presentándole
algunas objeciones de las que me hacían más fuerza; mas conocí al punto que era
un hombre totalmente ayuno de las artes liberales, a excepción de la gramática,
que conocía de un modo vulgar.
VII,12.
Así que cuando comprendí claramente que era un ignorante en aquellas artes en
las que yo le creía muy aventajado, comencé a desesperar de que me pudiese
aclarar y resolver las dificultades que me tenían preocupado. Cierto que podía
ignorar tales cosas y poseer la verdad de la religión; pero esto a condición de
no ser maniqueo, porque sus libros están llenos de larguísimas fábulas acerca
del cielo y de las estrellas, del sol y de la luna, las cuales no juzgaba yo ya
que me las pudiera explicar sutilmente como lo deseaba, cotejándolas con los
cálculos de los números que había leído en otras partes, para ver si era como
se contenía en los libros de Manés y si daban buena razón de las cosas o al
menos era igual que la de aquéllos.
Mas
él, cuando presenté a su consideración y discusión dichas cuestiones, no se
atrevió, con gran modestia, a tomar sobre sí semejante carga, pues conocía
ciertamente que ignoraba tales cosas y no se avergonzaba de confesar. No era él
del número de aquella caterva de charlatanes que había tenido yo que sufrir,
empeñados en enseñarme tales cosas, para luego no decirme nada. Este, en
cambio, tenía un corazón, si no dirigido a ti, al menos no demasiado incauto en
orden a sí. No era tan ignorante que ignorase su ignorancia, por lo que no
quiso meterse disputando en un callejón de donde no pudiese salir o le fuese
muy difícil la retirada. Aun por esto me agradó mucho más por ser la modestia
de un alma que se conoce más hermosa que las mismas cosas que deseba conocer. Y
en todas las cuestiones dificultosas y sutiles le hallé siempre igual.
13.
Quebrantado, pues, el entusiasmo que había puesto en los libros de Manés y
desconfiando mucho más de los otros doctores maniqueos, cuando éste tan
renombrado se me había mostrado ignorante en muchas de las cuestiones que me
inquietaban, comencé a tratar con él, para su instrucción, de las letras o
artes que yo enseñaba a los jóvenes de Cartago, y en cuyo amor ardía é mismo,
leyéndole, ya lo que él deseaba, ya lo que a mí me parecía más conforme con su
ingenio.
Por lo
demás, todo aquel empeño mío que había puesto en progresar en la secta se me
acabó totalmente apenas conocí a aquel hombre, mas no hasta el punto de
separarme definitivamente de ella, pues no hallando de momento cosa mejor
determiné permanecer provisionalmente en ella, en la que al fin había venido a
dar, hasta tanto que apareciera por fortuna algo mejor, preferible. De este
modo, aquel Fausto, que había sido para muchos lazo de muerte, fue, sin saberlo
ni quererlo, quien comenzó a aflojar el que a mí me tenía preso. Y es que tus
manos, Dios mío, no abandonaban mi alma en el secreto de tu providencia, y que
mi madre no cesaba día y noche de ofrecerte en sacrificio por mí la sangre de
su corazón que corría por sus lágrimas.
Y tú,
Señor, obraste conmigo por modos admirables, pues obra tuya fue aquélla, Dios
mío. Porque el Señor es quien dirige los pasos del hombre y quien escoge sus
caminos. Y ¿quién podrá procurarnos la salud, sino tu mano, que rehace lo que
ha hecho?
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