LIBRO CUARTO
III,4.
Así, pues, no cesaba de consultar a aquellos impostores llamados astrólogos,
porque no usaban en sus adivinaciones casi ningún sacrificio ni dirigían
conjuro alguno a ningún espíritu, lo que también condena y rechaza, con razón,
la piedad cristiana y verdadera. Porque lo bueno es confesarte a ti, Señor, y
decirte: Ten misericordia de mí y sana mi alma, porque ha pecado contra ti, y
no abusar de tu indulgencia para pecar más libremente, sino tener presente la
sentencia del Señor: He aquí que has sido ya sanado; no vuelvas a pecar más, no
sea que te suceda algo peor.
Palabras
cuya eficacia pretenden destruir los astrólogos diciendo: «De los cielos viene
la necesidad de pecar», y «esto lo hizo Venus, Saturno o Marte», y todo para
que el hombre, que es carne y sangre y soberbia podredumbre, quede sin culpa y
sea atribuida al Creador y Ordenador del cielo y las estrellas. ¿Y quién es
éste, sino tú, Dios nuestro, suavidad y fuente de justicia, que das a cada uno
según sus obras y no desprecias al corazón contrito y humillado?
IV,7.
En aquellos años, en el tiempo en que por primera vez abrí cátedra en mi ciudad
natal, adquirí un amigo, a quien quise mucho por ser condiscípulo mío, de mi
misma edad y hallarnos ambos en la flor de la juventud. Juntos nos habíamos
criado de niños, juntos habíamos ido a la escuela y juntos habíamos jugado. Mas
entonces no era tan amigo como lo fue después, aunque tampoco después lo fue
tanto como exige la verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino
entre aquellos a quienes tú reúnes entre sí por medio de la caridad, derramada en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
Con
todo, era para mí aquella amistad –cocida con el calor de estudios semejantes–
muy dulce. Hasta había logrado apartarle de la verdadera fe, no muy bien
hermanada y arraigada todavía en su adolescencia, inclinándole hacia aquellas
fábulas supersticiosas y perjudiciales, por las que me lloraba mi madre.
Conmigo erraba ya aquel hombre en espíritu, sin que mi alma pudiera vivir sin
él.
Mas he
aquí que, estando tú muy cerca de la espalda de tus siervos fugitivos, ¡oh Dios
de las venganzas y, a la vez, fuente de las misericordias, que nos conviertes a
ti por modos sorprendentes!, he aquí que tú le arrebataste de esta vida cuando
apenas había gozado un año de su amistad, más dulce para mí que todas las
dulzuras de aquella mi vida.
8.
¿Quién hay que pueda contar tus alabanzas, aun reducido únicamente a lo que uno
ha experimentado en sí solo? ¿Qué hiciste entonces, Dios mío? ¡Oh, y cuán
impenetrable es el abismo de tus juicios! Porque como él fuese atacado por una
fiebre y quedara mucho tiempo sin sentido bañado en sudor de muerte, como se
desesperara de su vida, se le bautizó sin él saberlo, lo que no me importó, por
presumir que su alma conservaría más lo que había recibido de mí, que lo que
había recibido en el cuerpo, sin él saberlo. La realidad, sin embargo, fue muy
distinta.
Porque
habiendo mejorado y ya a salvo, tan pronto como le pude hablar y lo pude tan
pronto como lo pudo él, pues no me separaba un momento de su lado y mutuamente
estábamos pendientes el uno del otro–, intenté reírme del bautismo en su
presencia, creyendo que también él se reiría del bautismo que había recibido
sin conocimiento ni sentido, pero que, sin embargo, sabía que lo había
recibido. Pero él, mirándome con horror como a un enemigo, me amonestó con
admirable y repentina libertad, diciéndome que, si quería ser su amigo, cesase
de decir tales cosas. Yo, estupefacto y turbado, reprimí todos mis ímpetus para
que convaleciera primero y, recobradas las fuerzas de la salud, estuviese en
disposición de discutir conmigo en lo que fuera de mi gusto. Mas tú, Señor, le
libraste de mi locura, a fin de ser guardado en ti para mi consuelo, pues pocos
días después, estando yo ausente, le volvieron las fiebres y murió.
9.
¡Con qué dolor se entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La
patria me era un suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto
había compartido con él se me volvía sin él un suplicio cruelísimo. Mis ojos le
buscaban por todas partes y no aparecía. Y llegué a odiar todas las cosas,
porque no le tenían ni podían decirme ya como antes, cuando venía después de
una ausencia: «He aquí que ya viene». Yo me había vuelto para a mí mismo una
gran dificultado (factus eram ipse mihi magna quaestio) y preguntaba a mi alma
por qué estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme. Y si
yo le decía: «Espera en Dios», ella no me hacía caso, y con razón, porque más real
y mejor era aquel amigo queridísimo que yo había perdido que aquel fantasma en
el que se le ordenaba que esperase. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el
lugar de mi amigo en las delicias de mi corazón.
V,10.
Mas ahora, Señor, que ya pasaron aquellas cosas y con el tiempo se ha suavizado
mi herida, ¿puedo oír de ti, que eres la misma verdad, y aplicar el oído de mi
corazón a tu boca para que me digas por qué el llanto es dulce a los
miserables? ¿Acaso tú, aunque presente en todas partes, has arrojado lejos de
ti nuestra miseria y permaneces inmutable en ti, en tanto que nos dejas a
nosotros ser zarandeados por nuestras pruebas? Y, sin embargo, es cierto que,
si nuestros suspiros no llegasen a tus oídos, ninguna esperanza quedaría para
nosotros.
Pero
¿de dónde viene que de lo amargo de la vida se coseche el dulce fruto del
gemir, llorar, suspirar y quejarse? ¿Acaso esto es dulce en sí porque esperamos
ser escuchados de ti? Así es cuando se trata de las súplicas, las cuales llevan
en sí siempre el deseo de llegar a ti; pero ¿podía decirse lo mismo del dolor
de lo perdido o del llanto en que estaba yo entonces inundado? Porque yo no
esperaba que él resucitara, ni pedía esto con mis lágrimas, sino que me
contentaba con dolerme y llorar, porque era miserable y había perdido mi gozo.
¿Acaso también el llanto, cosa amarga de suyo, nos es deleitoso cuando por el
hastío aborrecemos aquellas cosas que antes nos eran gratas?
VI,11.
Pero ¿por qué hablo de estas cosas? Porque no es éste tiempo de investigar,
sino de confesarte a ti. Era yo miserable, como lo es toda alma prisionera del
amor de las cosas temporales, que se siente despedazar cuando las pierde,
sintiendo entonces su miseria, por la que es miserable aun antes de que las
pierda. Así era yo en aquel tiempo, y lloraba amarguísimamente y descansaba en
la amargura. Y tan miserable era que aún más que a aquel amigo queridísimo, yo
amaba la misma vida miserable. Porque aunque quisiera cambiarla, sin embargo,
no quería perderla más que al amigo, y aun no sé si quisiera perderla por él,
como se dice de Orestes y Pílades –si no es cosa inventada–, que querían morir
el uno por el otro o ambos al mismo tiempo, por serles más duro que la muerte,
el no poder vivir juntos. Mas no sé qué afecto había nacido en mí, muy
contrario a éste, porque sentía un grandísimo tedio de vivir y al mismo tiempo
tenía miedo de morir. Creo que cuanto más amaba yo al amigo, tanto más odiaba y
temía a la muerte, como a un cruelísimo enemigo que me lo había arrebatado, y
pensaba que ella acabaría de repente con todos los hombres, pues había podido
acabar con él. Tal era yo entonces, según recuerdo.
He
aquí mi corazón, Dios mío; helo aquí por dentro. Observa, porque tengo
presente, esperanza mía, que tú eres quien me limpia de la inmundicia de tales
afectos, atrayendo hacia ti mis ojos y librando mis pies de los lazos que me
aprisionaban. Me sorprendía que viviesen los demás mortales por haber muerto
aquel a quien yo había amado, como si nunca hubiera de morir; y más me
sorprendía aún de que, habiendo muerto él, viviera yo, que era otro él. Bien
dijo uno de su amigo que «era la mitad de su alma». Porque yo sentí que «mi
alma y la suya no eran más que una en dos cuerpos», y por eso me causaba horror
la vida, porque no quería vivir a medias, y al mismo tiempo temía mucho morir, porque
no muriese del todo aquel a quien había amado tanto.
VII,12.
¡Oh locura, que no sabe amar humanamente a los hombres! ¡Oh necio del hombre
que sufre inmoderadamente por las cosas humanas! Todo esto era yo entonces, y
así me abrasaba, suspiraba, lloraba, me turbaba y no hallaba descanso ni
consejo. Llevaba mi alma rota, ensangrentada, y que no soportaba ser llevada
por mí, pero no hallaba dónde ponerla. Ni descansaba en los bosques amenos, ni
en los juegos y cantos, ni en los lugares perfumados, ni en los banquetes
espléndidos, ni en los deleites de la alcoba y de la cama, ni, finalmente, en
los libros ni en los versos. Todo me causaba horror, hasta la misma luz; y
cuanto no era lo que era él, me resultaba insoportable y odioso, fuera de gemir
y llorar, pues sólo en esto hallaba algún descanso. Y si apartaba de esto a mi
alma,
luego
me abrumaba la pesada carga de mi miseria.
A ti,
Señor, debía ser elevada para ser curada. Lo sabía, pero ni quería ni podía
(sciebam, sed nec volebam nec velebam). Tanto más cuanto que lo que pensaba
acerca de ti no era algo sólido y firme. No eras tú, sino un fantasma vano, y
mi error era mi Dios (error meus erat Deus meus). Y si me esforzaba por apoyar
sobre él mi alma para que descansara, luego resbalaba como quien pisa en falso
y caía de nuevo sobre mí, siendo yo para mí mismo una morada infeliz, en donde
ni podía estar ni me era posible salir. ¿Y adónde podía huir mi corazón de mi
corazón? ¿Adónde huir de mí mismo? ¿Adónde no me seguiría yo a mí mismo? Con
todo, huí de mi patria, porque mis ojos le habían de buscar menos donde no
solían verle [al amigo]. Y así que me fui de Tagaste a Cartago.
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