El
oído, largamente adiestrado, distinguía cada una de sus infinitas combinaciones
como se distingue un la sostenido de un la natural, y el aviador ciego sabía instantáneamente
qué movimiento debía ejecutar con sus pies o sus manos para apuntar sus
velocísimas ametralladoras, que disparaban ondas de gran alcance y de tremenda
eficacia.
Mas
para tal oficio era necesario ser ciego de nacimiento o desde muy niño y poseer
un oído musical sumamente sensible.
A fin
de lograr lo primero, Naboth Dan mandó que de cada tres niños varones o mujeres
que nacían en Apadnia, a uno se le reventaran los ojos.
La
infeliz criatura empezaba desde su primera edad el terrible aprendizaje.
Sólo
que en muchos casos descubríase que aquel desventurado nunca distinguiría con
exactitud las complicadísimas notas, por faltarle el buen oído.
Entonces
se le sacrificaba por inútil, destinándolo a los laboratorios, donde los sabios
de Apadnia estudiaban sobre seres humanos problemas biológicos que en otras naciones
horrorizaría estudiar aun en animales.
Cuando
Naboth Dan murió, su terrible escuadra de aviadores ciegos contaba con algunos
centenares de soldados. Cinco años después, su nieto Ciro Dan había logrado reunir
diez mil, que se distinguían por su larga cabellera.
Apadnia,
con sus treinta mil kilómetros de superficie y su millón de habitantes, dueña
ahora de la Palestina, iba creciendo como el cuernito del profeta Daniel.
Los
jefes de las grandes potencias, desde Otón V, señor del Santo Imperio Romano
Germánico hasta Timur Khan II, emperador de Mongolia, sonrieron cuando el
minúsculo rey de Apadnia emprendió su campaña.
¿Qué
podían temer de aquellos diez mil aviadores ciegos, peinados como mujeres, ellos
que movilizaban veinte millones de soldados con un millón de ametralladoras? Anuncia
el Apocalipsis que cuando nos acerquemos al juicio final, una estrella caída de
los cielos —imagen de un apóstata— recibirá las llaves del abismo y lo abrirá y
saldrá de él un humo negro y una nube de langostas con cara de hombre, cabellos
de mujer y dientes de león, que harán con sus alas un estruendo parecido al de
muchos carros marchando al combate.
Así,
como una nube de langostas, los diez mil aviones de Ciro Dan cruzaron en un solo
vuelo el desierto de Siria, la fértil Mesopotamia, el norte de Persia y hasta
el mar Caspio, y fueron a posarse en las mesetas del Turquestán, casi en los
confines del Imperio Mongólico; reabasteciéndose allí se apoderaron de
Samarcanda, la antigua ciudad de Tamerlán.
Aquellas
poblaciones antiquísimas que habían formado parte de la Rusia del zar, y que
ahora ignoraban si pertenecían a Satania o a Siberia, si su señor era el
siniestro hijo de Yagoda o el tártaro Kriss, acogieron al joven y hermoso
guerrero como a un libertador.
Los
que tuvieron la dicha de verlo, enloquecidos y subyugados lo adoraron, y los caminos
se llenaron de mozos que ansiaban enrolarse en sus ejércitos.
En una
sola campaña Ciro Dan agrandó veinte veces sus dominios, y reunió quinientos
mil infantes en los alrededores de Samarcanda.
Desde
los tiempos de Tamerlán el mundo no había visto ejemplo de semejante fortuna
militar.
Los
soberanos que antes sonreían empezaron a inquietarse y fundaron sus esperanzas
en que el tártaro Kriss, khan de Siberia, o Timur, emperador de Mongolia que
desde Tokio dominaba la mitad del Asia, se le cruzarían en el camino y lo destruirían.
El
tártaro, con su capital en Tomsk, a dos mil kilómetros de Samarcanda —es decir,
a dos horas de vuelo de los aviadores de Ciro Dan— se adelantó al peligro y arrojó
sobre las estepas del Turquestán a dos millones de bárbaros que comían carne cruda
majada entre las caronas de sus caballos y avanzaban precedidos por cinco mil carros
blindados y cuarenta mil cañones de bala azul.
Ciro
Dan comprendió su inferioridad, no esperó a Kriss en Samarcanda y se alejó de
sus nuevos dominios, donde en una sola noche cincuenta millones de habitantes
se habían marcado en el brazo la cifra 666.
¿Los
abandonaba acaso a las depredaciones de los tártaros? ¡No! Todos recibieron
orden de seguirle con sus mujeres, sus hijos y sus rebaños.
Hacía
muchos siglos que el mundo no presenciaba la emigración de naciones en masa.
Las
gentes se asombraron del exaltado fanatismo que Ciro Dan infundía en todos los
que llevaban su marca. Ni uno solo se quejó de aquella orden; Kriss halló árido
y despoblado el inmenso territorio, y después de destruir a cañonazos las
desiertas ciudades, volvió —con sus carros inútiles y sus tropas fatigadas— a
concentrarse en las negras tierras siberianas, donde seguiría soñando con la
invasión a Europa.
Para
facilitar sus conquistas, el rey de Israel se convirtió al islamismo. Ni los judíos
protestaron ni los rabinos del gran kahal le arrojaron la temible excomunión del
Herem. Todos adivinaron que eso no era una verdadera conversión, sino una estratagema.
A
fines del siglo XX el inmenso imperio musulmán, que se extendía desde el estrecho
de Gibraltar hasta el golfo de Bengala, estaba repartido en muchos estados cuyos
reyes, enemigos entre sí, hallábanse a. punto de guerrear para recoger la herencia
del sultán Mahoma V, que iba a morir.
Murió,
en efecto, cuando Ciro Dan acababa de conquistar la Persia, el Egipto y la Libia
y se aproximaba a Constantinopla. Para apoderarse de ella le bastó declarar su nueva
fe y enarbolar la bandera negra de Solimán el Magnífico, que tenía una media luna
con éste soberbio lema en latín: Donec impleatur (Hasta que se complete), y al ocupar
el trono de los sultanes cambió su nombre por el de Mahoma VI.
Europa
entonces comprendió que el minúsculo príncipe de Apadnia en cinco o seis años
se había transformado en el mayor de sus enemigos, y que si llegaba a aliarse
con el bárbaro Kriss podrían entre ambos aplastar el continente europeo como una
avellana bajo el taco de la bota de un mujik.
La
televisión y la radio habían difundido la imagen y los discursos del misterioso
conquistador, pero nadie conocía su verdadera historia.
Cuando
el Apocalipsis anuncia al Anticristo, da su nombre mediante un enigma que ha
torturado durante muchísimos siglos el ingenio de los intérpretes: “Quien tiene
inteligencia calcule el número de la Bestia; porque es número de hombre y el
número de ella es 666.”
En el
siglo VIII, cuando los musulmanes aterraban a Europa, se advirtió que las letras
del nombre de Mahoma en griego (idioma en que se escribió el Apocalipsis) arrojaban
el asombroso número, sumando los valores aritméticos de cada una de ellas.
Otros
intérpretes dijeron que significaba “El Rey de Israel” escrito en hebreo (HaMelek
Le Ish-Rael) con diez letras cuyos valores sumados dan la misteriosa cifra: 666.
De esa
manera Ciro Dan, Rey de Israel, una vez coronado sultán con el nombre de Mahoma
VI, reunió de extraño modo las dos impresionantes interpretaciones.
Cualquiera
de ellas arrojaba el fatídico número, y el mundo se estremeció de espanto.
¿Era
pues el Anticristo?
Una
mujer que lo había buscado en Samarcanda, en El Cairo y en Damasco, y que hacía
diez años volaba en una athanora de cristal acerado por todos los caminos de sus
conquistas, lo alcanzó en Estambul, en el palacio de los sultanes.
Era
Jezabel, la de los ojos verdes y oblicuos, hija de príncipes, nacida en una
aldea birmana, que lo adoró desde el primer instante al verlo pasar en un
camino de la meseta del Irán.
La
revolución comunista la había arrojado de su patria, y era en todos los países una
misteriosa vagabunda, cuya fortuna deslumbraba a las otras mujeres y cuya belleza
cautivaba a los hombres. Un día en América; dos días después en Europa; a la semana
siguiente en Asia o en África, como una golondrina, como una nube.
En
cada país tenía un palacio, un nombre distinto y una leyenda inventada por sus amigos
o sus enemigos. Y en todas partes buscaba el olvido y la paz para su corazón, envenenado
por el amor a aquel a quien nunca más pudo volver a ver.
De
tiempo en tiempo desaparecía de las ciudades donde vivía, y era que había emprendido
un nuevo viaje para encontrar al que amaba su alma, a quien sólo veía en efigie
por la televisión, y por quien habría desafiado al mismo Dios.
¡Dichosa
de ella, si algún otro amor curaba su llaga! Sabios de Damasco la iniciaron en
la Cábala, y merced a sus secretos infernales y al dinero que gastaba sin
medida, logró por fin dar con su verdadero rey.
Ya
hacía tiempo que Jezabel llevaba en la frente la señal de Ciro Dan, y constantemente
un pequeño instrumento de oro para marcar a los que por amor a ella consentían
en aparecer esclavos de él. De ese modo, en todas partes fue haciéndole adeptos.
Ella
fue la mujer vestida de blanco a quien los jenízaros el día de la coronación le
abrieron paso, creyendo que la marca que llevaba, caldeándose sobre los
carbones de su incensario, fuese instrumento del ceremonial. Así entró y vio
por segunda vez a aquel que la había hecho renegar de Dios.
A
pesar de su orgullo sin límites y de la conciencia de su misión sobrehumana, y aun
sabiendo que un día la humanidad entera se postraría delante de él, Ciro Dan
era hombre, y como dice el poeta, “nada humano le era extraño”.
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