La
muerte no les dio tiempo, mas fue la de ellos.
Ese
año, en 1993, murieron súbitamente ambos emperadores; el uno de viejo, el otro
en lo mejor de su edad a causa de un accidente de aviación.
El
nuevo emperador, Otón V, se condolió del infortunio de las tres princesas hijas
de Carlos Alberto; se fue a Roma, se instaló en el Quirinal, y dijo a Clotilde,
la mayor:
—Si
quieres ser mi mujer serás emperatriz del mayor imperio de todos los siglos.
—Tú
eres casado ya —le contestó Clotilde.
— ¡No
importa! El papa anulará mi matrimonio. Estoy harto de esa mula polaca que no
sabe tener hijos.
— ¿Y
si el papa no anulara tu matrimonio?
—Me
casaría lo mismo.
—Yo no
—respondió la princesa y le volvió la espalda.
Pero
Otón V, instalado en el Quirinal, aprisionó a la joven y llenó de tropas la península.
También a él le gustaba repetir la historia hecha por otros reyes y emperadores.
Y dijo
a Margarita, la segunda de las hijas de Carlos Alberto:
—Si
quieres ser mi mujer serás la más gloriosa emperatriz del mundo.
—No
quiero —respondió la princesa— tú eres casado.
Entonces
Otón V habló a la tercera de las princesas, Ágata, que no tenía más de quince
años y era ambiciosa y locuela:
—
¿Quieres ser la más poderosa emperatriz del mundo?
—Sí,
quiero —contestó la muchacha.
Y se
casaron en Roma con la bendición de un obispo luterano, porque el papa no consintió
en separar lo que Dios había unido.
Eso
ocurrió a fines del año, cuando según los sagrados y misteriosos libros de la Cábala
ya existía en alguna parte del mundo un joven que sería el Anticristo.
¿Dónde
vivía?
De
Otón V —dueño y señor del Santo Imperio Romano Germánico, que tenía dos capitales,
Berlín y Roma— dijeron algunos que debía de ser el Anticristo; y él mismo, por
su parte, sentía en sus venas furores satánicos.
Más
era feo e hirsuto como un lobo.
—No
puede ser el Anticristo —explicaban los exegetas— porque el mayor enemigo de
Cristo será el mancebo más hermoso que hayan visto las estrellas.
Apasionadas
discusiones se abrieron en todo el mundo acerca de la personalidad del
Anticristo y de la posibilidad de que aquellos años fueran los últimos de la humanidad.
Muchos
creían ya inminente el advenimiento de N. S. Jesucristo en gloria y majestad, y
como el labrador que espía los brotes de la higuera para saber si está próximo
el verano, ellos espiaban en la tierra, en el cielo y en las almas las señales que
el mismo Jesús dio de su segunda venida, a fin de que se encontraran
preparados.
La
restauración de Jerusalén sería una de esas señales, porque estaba escrito que su
destrucción duraría hasta que se cumpliese el tiempo de las naciones, es decir
que si alguna vez se restauraba el templo y el trono de David, sería cuando la
humanidad estuviese tocando los umbrales del Apocalipsis.
Un
astrónomo anunció, y no fue creído, que se produciría una extraña conjunción de
astros, tal como aquella que en los comienzos de nuestro planeta hizo variar en
23½ grados el eje de la tierra con relación a la eclíptica.
El
nuevo fenómeno ocurriría en el año 2000. La tierra recobraría su posición primitiva,
lo cual introduciría un trastorno apocalíptico en su estructura.
Aunque
la gente se mofó de eso como de un desvarío, muchos matemáticos se pusieron a
calcular de qué modo cambiaría la posición de las aguas, en la hipótesis de que
ocurriera semejante rectificación del eje de la tierra.
Y se
publicaron libros explicando cuáles naciones quedarían sumergidas y qué mares u
océanos se convertirían en tierras firmes; qué volcanes entrarían de nuevo en actividad,
y qué ríos se agotarían como menguados arroyos en tiempos de sequía.
De
donde nació la costumbre de preguntarse unos a otros en qué lugar del mundo instalarían
sus moradas.
Pero
había otras dos señales bien manifiestas en los libros santos que deberían cumplirse
antes del fin: primeramente, la reunión de todos los judíos en una sola patria;
después, su conversión en masa a la fe de Cristo.
Su
libro sagrado, el Talmud, afirma en tres pasajes que el mundo no durará más de seis
mil años, como representación de los seis días que Dios trabajó en hacerlo, ya que
mil años a sus ojos no son más que un día.
Aquí
discutían los intérpretes católicos si la conversión de los judíos se
realizaría antes o después del Anticristo.
Cierta
opinión, apartándose de antiguas interpretaciones, afirma que tal conversión sólo
tendrá lugar después del Anticristo, puesto que primeramente los judíos lo recibirán
como al Mesías prestándole adoración.
Su
desengaño y su conversión en masa —según estos intérpretes— sólo ocurrirá cuando
el “hombre de pecado” sea vencido y aniquilado por Cristo.
Pero
estaba escrito que la Iglesia Católica, que ha salido victoriosa de tantos cismas,
aún tendría que sufrir la “abominación de la desolación”, o sea una apostasía casi
general y la adoración del Anticristo en el templo mismo de Dios.
Postrera
y segura señal de los últimos tiempos.
Entonces
los hombres, despavoridos, verán encenderse en el cielo la Cruz del Señor, y al
Hijo del Hombre llegar sobre las nubes con gran poder y majestad a juzgar a los
vivos y a los muertos.
CAPÍTULO XI
La
Muerte del Papa
Una
tarde, en la segunda semana del cálido mes de veadar, el decimotercero del año
correspondiente al febrero antiguo, en esa hora triste en que las iglesias se
llenan de sombras, fray Plácido ascendió una gastada escalera de ladrillos
buscando a fray Simón, que se encerraba en el coro para tocar el órgano.
El
superior de los gregorianos era un excelente músico; mas ponía en sus ejecuciones
tal diabólica vehemencia que daba escalofríos, por lo cual irritábale que lo
escuchasen y lo había prohibido, pero esa vez fray Plácido creyóse autorizado a
violar el mandato.
Mientras
se aproximaba oía aquellos compases de la marcha fúnebre de Beethoven, que
hacen pensar en el ruido de las rótulas que golpearán la tapa de los féretros
el día de la resurrección.
No se
amedrentó y empujó la puerta con osadía. La radio Vaticana acababa de propalar
una grave novedad: el papa Pío XII, el Pastor Angelicus anunciado por San Malaquías,
había muerto a los 116 años.
Según
esta profecía, que unos miran como inspirada y otros como apócrifa, después del
Pastor Angelicus no habrá más que seis papas; luego la humanidad entrará en su
grandioso final con la Parusía, esto es, la segunda venida de Cristo al mundo.
Ahora
se reuniría el cónclave para elegir el sucesor, a quien le correspondía el lema
de Pastor et Nauta. (Pastor y navegante).
Puesto
que no quedaban muchos años hasta el 2000, en que algunos piensan reinará el
Anticristo, era de imaginar que los seis papas últimos desaparecerían poco después
de consagrados.
En la
historia eclesiástica hay ejemplos de pontífices de brevísimo pontificado.
Sin
contar algunos de ellos (Esteban II, siglo VIII; Juan XV, siglo X; Celestino
IV, siglo XIII; y Urbano VII, siglo XVI) que murieron a los pocos días de ser
electos sin llegar a consagrarse; once no alcanzaron a reinar un mes y son
cuarenta y cuatro los que no cumplieron el año.
Podría
pues ocurrir que en el breve lapso que faltaba se sucedieran cinco o seis papas
Después
de Pastor et Nauta vendría Flor Florum (Flor de las flores).
Según
los intérpretes de la profecía el reinado de ambos sería un corto tiempo de penitencia,
para que los católicos se preparasen a las últimas persecuciones y a la victoria
definitiva.
Durante
ese tiempo el catolicismo penetraría en las más hostiles y cerradas regiones de
la tierra y de las almas, y empezaría la conversión del pueblo judío anunciada
por San Pablo con palabras que encierran una promesa magnífica.
A Flor
Florum le sucedería el anunciado así: De Medietate Lunæ (De la media luna), en
cuya época se alzaría un antipapa, origen del gran cisma pronóstico seguro del
fin del mundo. Tal vez el lema significaría el apogeo del nuevo imperio de la Media
Luna. Sí se piensa que esta profecía data del siglo XII y que hasta ahora parece
haberse realizado puntualmente, el anuncio de un resurgimiento de Mahoma, enemigo
de Cristo, ha de inquietar a las almas porque vaticina un período de espantosas
persecuciones. Los últimos tres papas desaparecerían vertiginosamente.
Uno de
ellos, De Labore Solis (Del trabajo del sol), sería asesinado por orden o por mano
del Anticristo, y durante tres años y medio la Iglesia perseguida se refugiaría
en los desiertos.
Los
cardenales lograrían reunirse en Jerusalén, y tras laboriosísimo cónclave, elegirían
al penúltimo de los papas, probablemente un judío convertido cuyo lema en la
profecía es De Gloria Olivæ (Del esplendor del olivo), en cuyo tiempo se consumaría
la conversión de Israel. La alusión al olivo, símbolo bíblico del pueblo hebreo,
robustece la idea de que este papa será de estirpe judía.
Estarán
ya sonando las campanas del año 2000.
El
Anticristo, señor del mundo entero, verá de pronto una colosal rebelión de naciones
en los tiempos del último papa, llamado por San Malaquías Petrus Romanus, o sea
Pedro II.
Éste
presenciará la aparición de la cruz luminosa sobre el campo de Armagedón y la
derrota del Anticristo, a quien el Señor aniquilará sin golpe de arma y
solamente con el soplo de su divina boca...
Todas
estas visiones presentáronse de golpe ante la imaginación de fray Plácido.
La
radio vaticana había trasmitido un detalle de especial interés: el papa había muerto
con la pluma en la mano, acabando de firmar dos decretos.
Por
uno de ellos rechazaba la constitución de los caballeros templarios. Por el
otro aprobaba una nueva orden religiosa, la de los ensacados limosneros, cuyas
acciones son todas una oración impetrando el segundo advenimiento de Cristo, a
fin de merecer la corona que el apóstol anuncia estar reservada para todos los que
ansíen su venida.
Tan
absorto se hallaba en su música el superior, que no sintió llegar a fray
Plácido.
Éste
no le habló de pronto, pues advirtió que la iglesia no estaba totalmente
desierta.
Un
fantasma evocado por aquella música infernal se movía cerca del presbiterio.
Ya en
otra ocasión, mientras fray Simón tocaba el órgano, vio esa misma sórdida figura
que desapareció al extinguirse las notas.
Aquella
primera vez el superior le había preguntado con alarma:
— ¿Ha
visto V. R. algo?
—Sí,
padre; he visto un viejo de barbas amarillas.
El
superior hizo una mueca de fastidio y murmuró entre dientes:
—Siempre
esta música de Beethoven me evoca a Sameri.
— ¿Quién
es Sameri?
El
superior no contestó.
Fray
Plácido, picado en su curiosidad, se encerró en la biblioteca y leyó viejísimos
libros en latín hasta que dio con una explicación, que podía ser una historia o
una leyenda.
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