martes, 7 de noviembre de 2017

JUANA TABOR 666. HUGO WAST


Nuestra Señora de la Salette

“Los sacerdotes, ministros de mi Hijo, por su mala vida, su irreverencia e impiedad en la celebración de los santos misterios, por el amor al dinero, a las honras y a los placeres, se transformarán en cloacas de impureza. Sí, los sacerdotes atraen la venganza, y la venganza se cierne sobre sus cabezas. ¡Ay de los sacerdotes y de las personas consagradas a Dios que, por su infidelidad y mala vida crucifican de nuevo a mi Hijo! Los pecados de las personas consagradas a Dios claman al Cielo y claman por venganza, y he aquí que la venganza está a sus puertas, pues no se encuentra más una persona que implore misericordia y perdón para el pueblo, no hay más almas generosas, no hay nadie más digno de ofrecer la Víctima Inmaculada al Padre Eterno a favor del mundo.” (la Salette Frncia)


CAPÍTULO IX
Rebeldía y Erotismo

—¿A mí me busca V. R.? —preguntó fray Simón desabridamente al viejo, que entró con la cabeza gacha.
Erguido en medio de la celda, indignado de que alguien turbara su reposo, el superior parecía un juez y el otro dolorido por los zurriagazos que acababa de darse, el reo, con las manos en las mangas, encorvadito y humillado.
—Busco a V. R. como un hijo busca a su padre en momentos de extrema aflicción.
—Siéntese —indicó el superior mostrándole una silla, mientras él ocupaba su sillón frailuno delante de su radio.
—Ya V. R. estará enterado de lo que ocurre...
— ¿Que se han ido esos mozos? hace tres horas que lo sé —respondió con indiferencia fray Simón.
El viejo lo contempló sorprendido y suspiró:
—Dios envió pocos obreros a la viña, y he aquí que esos pocos la abandonan antes del mediodía. ¡Cúmplase su santa voluntad! El superior contestó con estas soberbias palabras, tomadas del profeta Isaías:
“Los ladrillos cayeron, edificaremos de cantería; cortaron las higueras silvestres, plantaremos cedros en su lugar.”
Fray Plácido sacudió apenado la cabeza.
—Discúlpeme V. R., no me gusta en sus labios esa expresión, porque es la respuesta de los habitantes de Samaria y de Efraím rebelados contra los castigos del Señor.
—¿Qué diría en cambio V. R.? —contestó el superior irónicamente, jugando con la lámina de baquelita que encerraba el mensaje de Juana Tabor—. ¿Qué debemos decir y hacer nosotros, viendo desmoronarse esta orden gregoriana a la que ya no le quedan sino tres pobres ladrillos, o sea tres viejos frailes?
—Los tres viejos frailes debemos bendecir al Señor, cuyos caminos son siempre inescrutables, y recordarle su misericordia con otras palabras que también están en Isaías: “No quebraré la caña cascada ni apagaré la mecha que aún humea” y conservaré la esperanza hasta que un día “las tierras sedientas sean fuentes de agua, y la soledad florezca como un lirio... ”
El superior se dignó sonreír, condescendiendo con aquella devoción por las Sagradas Escrituras de donde el viejo extraía todas sus ideas.
Fray Plácido continuó:
—Y entretanto suplicaremos al Señor que nos haga ver si esta agonía de nuestra orden es un castigo; por cuáles pecados —propios o ajenos— perece, para buscar el remedio en la penitencia.
El superior no dijo nada. El viejo se atrevió a interrogarle:
— ¿V. R. va a comunicar a Roma lo que ocurre?
—No he pensado en eso.
—Porque —prosiguió fray Plácido— dado que en la Argentina no existe un representante del papa, si V. R. no envía sus noticias a Roma allí no llegarán a saber...
—Prefiero que no sepan nada, y usted fray Plácido, absténgase de toda comunicación. Lo que ha de suceder, sucederá, lo sepan o lo ignoren allá. ¿Qué pueden hacer por nosotros ellos, que también sienten la muerte rondándoles? El viejo alzó bruscamente la cabeza
—¿Cómo dice V. R.? ¡La Iglesia de Cristo no puede morir...!
—No, no puede morir —se apresuró a explicar el superior—. Tampoco puede extinguirse nuestra orden, y yo creo que pueden recobrar tanto ella como la Iglesia Romana su influencia sobre el pueblo, a condición de que se reforme.
— ¿Reformar la Iglesia? ¿Reformar la orden? —interrumpió ansiosamente fray Plácido.
El superior no paró mientes en la pregunta y prosiguió:
Juan Pablo II en una reunión de Asís
—Pero ni la orden ni la Iglesia pueden reformarse por algunos movimientos superficiales. Es necesario que sean removidas y turbadas hasta lo profundo. Yo siento que tengo una misión que llenar.
—Dentro de la orden, ciertamente V. R. tiene una misión; pero dentro de la Iglesia, en el sentido de una reforma, no —replicó enérgicamente el viejo fraile—porque sólo el papa es el llamado a ello.
El superior palideció ligeramente y permaneció callado durante algunos segundos; al cabo dijo:
—Este papa morirá pronto. El que vendrá después, ¿tendrá su mismo espíritu intransigente y hostil al espíritu del siglo nuevo? Yo soy sacerdote católico y cualquier cosa que suceda no la olvidaré nunca. Pero los católicos del siglo XXX pedirán cuentas a los del siglo XX de no haber sabido comprender las necesidades de la sociedad de este tiempo.
— ¿Está seguro V. R. de que habrá un siglo XXX? —preguntó fray Plácido, a lo que el otro no respondió. El viejo continuó—. No es la Iglesia la que tiene que reformarse si quiere vivir; es la sociedad del siglo XX que se muere de un mal que los sabios llaman lucha de clases y que los teólogos llaman envidia: propter invidiam diaboli... Los primeros siglos del cristianismo fueron piadosos, pero tuvieron la enfermedad de la Herejía. La Edad Media fue valiente y tuvo la de la Ambición. La Edad Moderna fue egoísta y se enfermó de Envidia. Nuestra sociedad es hija de mala madre: la Revolución Francesa, que pretendió enseñar al mundo los derechos del hombre y no se acordó de enseñarle antes sus deberes.
Fray Simón de Samaria miraba la hoja de baquelita, pensando: “Si la introdujera en la radio, ¿adivinaría él, por la voz de ella, que aún no está bautizada? Ella me dice que yo soy la puerta de la Iglesia. ¿Es lícito que yo piense de ella que es la puerta del Cielo, por la promesa del apóstol Santiago: ‘Quien convierte a un extraviado asegura su propia salud’?”
El viejo fraile, que no veía transparentarse sobre la frente del superior sus recónditos pensamientos, siguió con inusitado brío:
—Los sacerdotes no podemos ser perros mudos incapaces de ladrar, Canes muti, non valentes latrare. Tenemos que gritar a los hombres que nuestra raza va a morir por la espada de otros pueblos que no conocen derechos sino deberes. Yo estoy cerca ya de la muerte y no veré eso, pero V. R. sí lo verá y debe anunciarlo en alta voz para que el Señor no le impute el silencio, conforme a las palabras de Ezequiel: “Si el centinela ve venir la espada y no suena la trompeta, yo pediré cuentas de la sangre del pueblo del centinela.”
—Supongo —dijo con suave ironía el superior— que a mí, que desde hace veinte años hablo al pueblo, a veces como un profeta, a veces como un mártir, no me pedirán cuentas por haber callado, sino tal vez por hablar de más.
El viejo lo miró de hito en hito.
—Yo que no comprendo el esperanto, no puedo elogiar la predicación de V. R. sino por los resultados de ella, especialmente las conversiones que realiza.
El superior se estremeció, mas advirtiendo que aquello había sido dicho sin intención particular, guardó silencio.
—Su predicación no puede ser la de aquellos profetas de que habla Isaías, a quienes el pueblo les gritaba: “Predicad cosas que nos gusten; profetizad mentiras.”
—Yo he predicado la palabra de Dios conforme al espíritu de la Iglesia.
—Estoy seguro y por eso no he creído que fueran ciertas expresiones que se le prestan.
— ¿Se acuerda V. R. de algunas? —preguntó con curiosidad el superior.
—Con el máximo respeto voy a decirle lo que me han dicho, y que atribuyo a una mala interpretación.
—Diga, fray Plácido.
—Nuestro país, según todos sabemos, está inundado de musulmanes y de judíos.
Éstos han venido buscando un refugio contra las persecuciones; aquéllos, obedeciendo al plan de mahometización del mundo que se ha trazado el imperio árabe de El Cairo.
—Efectivamente.

—Pues bien, V. R. sacerdote católico, dirigiéndose a los musulmanes, en vez de llamarlos a convertirse les habría dicho: “¡Oh, musulmanes! conservad vuestra fe en el Dios único que vuestra abuela Agar invocaba en el desierto de Sehur (Beer-Seba) y seréis salvos, porque ella recibió la bendición de esta magnífica promesa:
‘Multiplicaré tu posteridad tanto que no podrá contarse. ”
—No lo han engañado; eso he dicho. Estamos viendo el cumplimiento de la promesa, señal de la bendición de Dios sobre ese pueblo; mientras la población de Europa y América disminuye, la de Asia y África se multiplica. La raza de Jafet ca mina hacia su extinción, mientras que la de Cam ya no puede contarse. El día que todos los pueblos musulmanes formen una sola nación, su rey podrá poner en pie de guerra en sus campamentos del Éufrates tantos jinetes como toda Europa junta.
—Eso está previsto en el Apocalipsis —observó fray Plácido—. “Desató a los cuatro ángeles del abismo atados en el gran río Éufrates. Los cuales estaban prontos para la hora y el día y el mes y el año en que debían matar la tercera parte de los hombres. Y el número de las tropas a caballo era de doscientos millones.”
—Bueno, pues Dios anunció a Agar, la madre de Ismael, la grandeza que concedería a sus descendientes por virtud de aquella oración que está en el Génesis.
En estos tiempos del sindiosismo ya es mucho que 700 millones de hombres adoren al Dios de Ismael.
—También está en el Génesis —observó fray Plácido— lo que sería ese Ismael, padre de los musulmanes, —Ya lo recuerdo: “Será un asno salvaje; su mano estará contra todos y todos contra él.” En otro tiempo se creyó que el Anticristo sería un sectario de Mahoma. Ahora no pensamos en eso.
El viejo meneó la cabeza.
—Los sermones de V. R., según me dicen, también son del gusto de los judíos, a quienes tampoco incita a convertirse y, al contrario, confirma en sus errores.
— ¿De qué modo podría confirmarlos en el error?
—Era a propósito de un comentario suyo a la epístola de San Pablo a los romanos.
¡Ah, ya recuerdo! Aquel sermón que causó escándalo entre muchos amigos nuestros. Y sin embargo, yo me limité a decir que así como Dios, a causa de la incredulidad de los judíos llamó a los gentiles para que ocupasen el lugar de ellos, ahora por causa de la incredulidad de los gentiles —que hoy somos los cristianos—Dios llamará a los judíos para que ocupen nuestro lugar. ¿Es eso lo que le dijeron a V. R.?
—Eso fue —respondió fray Plácido.
—Pues no hice más que ajustarme a un texto de San Pablo, que afirma: “No hay distinción entre judíos y griegos, porque el Señor es el mismo para todo el que lo invoca. Cualquiera que invoca el nombre del Señor será salvado...”
—Le pido mil veces perdón —respondió fray Plácido, sacudiendo enérgicamente la amarilla cabeza—. El Apóstol se refiere a los judíos y a los griegos, una vez convertidos a Jesucristo, y no a los que obstinados en su judaísmo o su idolatría se contentan con exclamar: “¡Señor, Señor!” Jesús mismo les previene en un pasaje del Evangelio: “No todo el que me dice Señor entrará en el reino de los cielos.” Porque si el santo nombre se limita a ser un talismán y no una conducta (legem vitæ et disciplinæ), de poco les aprovechará, según lo enseña el Apóstol: “La fe sin las obras es muerta.” Y no se puede creer en el Maestro si no se le sigue; y no se le puede invocar si no se cree en él, como lo dice el mismo San Pablo en la misma epístola que V. R. comentaba: “¿Cómo se puede invocar a Aquel en quien no se cree?” ¿Y cómo creerán en Jesucristo si sus sacerdotes no predican a Jesucristo, sino al dios de los agarenos y de los judíos? Son palabras del propio Maestro que quien aborrece al Hijo aborrece al Padre; y quien no cree en el Hijo no tiene al Padre, porque no se llega a Dios sino por el Camino de Jesús...
Más que impaciencia aquella discusión causaba hastío al superior, ávido de quedarse solo para escuchar de nuevo la ardiente voz que removía sus entrañas.
No quería suscitar sospechas acerca de su ortodoxia o de su conducta, y nada contestó a aquel que por primera vez se atrevía a hacerle frente.
Tomó el viejo por aceptación aquella calma, y temiendo abusar de su victoria cambió de tema.
—Y ahora déjeme V. R. felicitarlo...
— ¿Por qué? —interrogó vivamente el superior, presintiendo que iba a hablarle de ella.
Porque hoy he visto que V. R. ha obtenido la conversión de esa dama de la vincha roja.
— ¿Supone que se haya convertido porque la vio en mi confesionario?
— ¡Naturalmente! El confesionario es la eterna trinchera del diablo. Cuando una persona acepta esa humillación, la gracia ha vencido.
— ¡No! Ella no se ha convertido aún. Necesitaba exponerme otras dudas, y como no le importa que piensen que ya es católica, fue al confesionario.
— ¡Ah! —exclamó el viejo con sorpresa—. Comprendo que la conversión de un protestante sea más difícil que la de un pagano, pues por rebeldía ellos han cegado dos fuentes copiosas de agua al renegar de nuestras principales devociones: la de la Santísima Virgen y la del papa.
El superior, que veía menguar en sí mismo esas dos devociones, estuvo a punto de replicar, mas temió descubrirse y solamente afirmó:
—Tardará mucho o poco, pero ella, mi hija espiritual, se convertirá y morirá católica.
La vehemencia de estas palabras sorprendió al viejo. En sus noventa años nunca había dicho una cosa tan grave como la que dijo entonces con voz ronca. Pero cada cosa tiene su tiempo y él sentía que no era tiempo de callar.
—Hace poco leía un triste libro que, a pesar de ser el diario de un apóstata recogido y publicado por otro apóstata, contiene grandes enseñanzas para los sacerdotes que quieran comprenderlo.
El superior se irguió sin despegar los labios. El otro prosiguió:
— ¡Cosa extraña! V. R. ha empleado exactamente las mismas palabras que emplea el autor de ese diario refiriéndose a una dama protestante en cuya conversión estaba empeñado. El sábado santo del año 1888, hallándose en Roma, concluye una página de su diario con esta imprudente afirmación: “Mi querida señora Merriman, mi hija hereje, se convertirá y morirá católica.”
— ¿Acaso se equivocó? —preguntó el superior, acerbamente.
—Sí, reverendo padre. Ella pareció convertirse, fue bautizada por él, se confesó con él, comulgó de manos de él; pero influyó tanto sobre él, lo inflamó de tal orgullo, que lo hizo rebelarse contra el papa y lo arrastró fuera del convento. Ella murió protestante y él murió renegando de la Iglesia Romana, de la que fue sacerdote y a la que pretendió gobernar y reformar.
Como el viejo al hablar miraba las baldosas del suelo, no advirtió la lúgubre palidez del superior, cuyos labios blancos formularon trabajosamente esta pregunta:
— ¿Alude V. R. al diario del ex carmelita descalzo, el célebre Jacinto Loyson?
—Sí, padre superior...
—No lo he leído. Sólo recuerdo haberlo visto en sus manos. ¿Está en nuestra biblioteca?
—No, padre superior. Me lo prestó mi viejo amigo el doctor Ernesto Padilla. Se lo devolví no hace mucho. Si V. R. quiere leerlo...
—Ahora no; más adelante. Pero en fin de cuentas, ese hombre arrojó los hábitos para casarse con una mujer que se le acercó pretextando el deseo de convertirse. Se trata de una aventura vulgar, que no puede tener grandes enseñanzas para nadie.
—Casi todas las apostasías —repuso fray Plácido— son aventuras vulgares, pero todos los apóstatas creen que su caso es de enorme trascendencia para la Iglesia.
Todas las apostasías comienzan pretendiendo algún bien espiritual que se quiere imponer contra las reglas divinas. Al principio el orgullo se oculta de mil modos, y sólo aparece cuando se tropieza con la voluntad del superior. Se produce entonces la obstinación en el propio juicio, y como consecuencia la rebeldía contra la suprema autoridad. Y no bien se consuma la ruptura definitiva, que suele ser resonante y aplaudida por el mundo, vemos que Dios castiga al apóstata permitiéndole caer en esa aventura vulgar para que se vean los pies de barro de aquella estatua de oro.
Largo silencio de ambos frailes.
Martin Lutero y Juan Pablo II
—Recuerdo haber leído en un tratado de teología —dijo por fin el viejo— ser estas bochornosas caídas un remedio heroico que el Señor permite a los que se complacen en su propia virtud. Hasta San Pablo, que ha visto las maravillas del tercer cielo, siente el aguijón de la carne mediante el cual el Señor quiere preservarle del orgullo.
—Si fuera como dice V. R. —contestó sarcásticamente el superior— deberíamos confesar que el tal remedio heroico no es muy eficaz. Al pobre Loyson no lo salvó de morir ateo.
—A él no, seguramente —repuso Fray Plácido— pero ¡cuántos otros habrán escarmentado ante su terrible ejemplo! Por eso he dicho que este diario, escrito por un apóstata en su propia defensa, contiene grandes enseñanzas, pues muestra a los sacerdotes cómo avanza poco a poco la tentación y cómo el apóstata en cierne trata de excusar con razonamientos sus primeras caídas. En el día del juicio sabremos cuántos que tenían las manos consagradas, llegaron hasta el borde del abismo y se echaron atrás.
—Tal vez se echaron atrás —observó el superior— no por virtud sino por pusilanimidad, por no atreverse a sacar las últimas consecuencias de sus primeros actos.
—Aunque así fuera —replicó el viejo fraile— en el día del juicio bendecirán su pusilanimidad. Los caminos de la apostasía no son muchos: el orgullo, la carne, rara vez la codicia. Ese libro de Loyson es un documento muy poco frecuente, porque es un diario principiado antes de la apostasía sin propósito de publicación, continuado después. Y allí se ve la diabólica filiación de las tentaciones. Unas engendran a las otras. ¿Cuál fue la primera? ¿La del orgullo o la de la carne? Yo creo que en Loyson fue la del orgullo: lo marearon sus triunfos de orador, la popularidad inmensa de sus sermones en Notre Dame de París. Se creyó un apóstol y pretendió dirigir la Iglesia y reformarla.
Fray Plácido tomó aliento y prosiguió así:
—Esa fama le conquistó la admiración de una dama protestante y se empeñó en convertirla. Leyendo ese diario se ve cómo corren su famosa carrera estos dos caballos: la rebeldía contra Roma, que es el orgullo, y la tentación carnal, que es su castigo.
— ¿Ese libro está todavía en su poder? —preguntó maquinalmente el superior, sintiendo como una brasa la mirada del viejo.
—Ya lo devolví, pero si V. R. lo desea...
—Es verdad, ya me lo dijo... Después se lo pediré... Ahora no tengo tiempo.
El viejo prosiguió explicando el contenido del diario de Loyson.
—A una explosión de ternura hacia aquella mujer sucede siempre un rapto de devoción. Quiere hacer cómplice a Dios y especula con el poder de seducción que tiene la virtud. Cierto día escribe: “Os amo, mi bien amada, mi bien amada en Jesucristo...” En otro pasaje el pobre iluso nos ofrece una repugnante mezcolanza de erotismo y de teología: “Jesucristo nos ha merecido sobre la cruz al amarnos —ella y yo— con esta ternura y esta pureza.”
— ¿Había dejado de celebrar su misa? —preguntó el superior.
—No, padre. Continúa celebrándola, aunque no diariamente. A medida que avanza en concesiones a la pasión crecen sus dudas sobre algunos dogmas o sus arrebatos contra la Iglesia, especialmente contra el papa. Me han quedado en la memoria algunos párrafos por la impresión que me han producido. Dice así: “Siento sobre mis labios vuestros besos, tan tiernos y tan puros...” Y casi a renglón seguido el tiro contra Roma: “Yo me veo más cristiano y más católico que nunca, pero no admito el principio de autoridad como lo entiende la Jerarquía romana en la definición de la fe...” Sus misas son ya sacrílegas y sus sacrilegios no son secretos, pues se los comunica a ella. Un día ella, que es norteamericana, le regala un algodón que fue moja do en la sangre de Abraham Lincoln, asesinado; y él, celebrando misa al día siguiente, en el augusto momento de la consagración —da horror y náuseas contarlo— empapa ese algodón en la preciosísima Sangre de Cristo, “para unir”, dice textualmente, “la sangre del Hijo de Dios con la sangre de ese otro mártir doblemente excomulgado, por protestante y por masón”. A todo esto va creciendo la obsesión de todos los que caminan hacia la apostasía: la pretensión de reformar la Iglesia.
—Grandes santos tuvieron en los siglos corrompidos esa pretensión, que yo más bien llamarla misión divina —observó suavemente el superior.
Fray Plácido se encogió imperceptiblemente de hombros y prosiguió sus citas:
—He aquí una blasfemia envuelta en torpe misticismo: “He celebrado misa a las ocho. Ella ha comulgado... Verdadero amor de los ángeles y substancialmente todo un culto que bastaría para regenerar el mundo, como ha regenerado mi vida.”
El superior se puso de pie. Era trágica su palidez y la blancura de sus labios,
—¿Se siente mal V. R.?
—Sí, bastante; déjeme solo. Voy a descansar un momento. No he dormido y no puedo más... Después hablaremos.
Fray Plácido, sin replicar, se marchó.
La puerta de la celda se cerró, y el superior fue a arrodillarse junto a su duro lecho; apoyó la frente sobre el madero y sollozó largamente, como si un ángel acabara de mostrarle su espantoso destino.
Después de una hora se aquietó su corazón y llegó hasta a sonreír de la ingenuidad y falta de mundo del viejo fraile; se puso a hojear su diario y halló en él un texto del profeta Daniel que lo tranquilizó: “Los que hayan conducido a muchos a la justicia, serán como las estrellas eternamente”, con este comentario que él había puesto: “Es una obra inmensa convertir a los herejes, pero también es obra grata a Dios acercar en caridad a paganos y católicos, aun sin convertirlos.”
Recogió la hoja de baquelita, la volvió a introducir en la radio y escuchó de nuevo el dulcísimo mensaje de Juana Tabor, y entonces dictó al aparato la respuesta, que ella tal vez estaría aguardando:
Hela aquí: “Usted me ha sido enviada milagrosamente, para que yo la conduzca a la verdad a través del Evangelio y usted me conduzca al cielo a través del amor.”
Luego para sí, en su diario, bajo la fecha de ese día, escribió: “Amor extraño, celeste y virginal, que no tiene semejante en la historia. Fundamento de la Iglesia del Porvenir. Preparación del Santuario. Cumplimiento de las sagradas historias del Cantar de los cantares. Nuestro amor es la cosa más pura y trascendental que existe ahora en la Iglesia.”
Y no advirtió al escribir todo esto que, como lo había dicho fray Plácido, cada explosión de erotismo iba seguida de una manifestación de disidencia o de rebelión contra la Iglesia Romana.





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