viernes, 20 de octubre de 2017

DEL ORGANISMO ESPIRITUAL ARTÍCULO CUARTO LOS SIETE DONES DEL ESPÍRITU SANTO




LA TRADICIÓN
Más adelante, los Padres de la Iglesia comentaron con frecuencia estos textos de la Escritura, y, a partir del siglo III, la Tradición afirma explícitamente que los siete dones del Espíritu Santo residen en todos los justos (2).
El Papa San Dámaso, en 382, habla del Espíritu septiforme que reposa sobre el Mesías, y enumera los dones (3).
Pero es sobre todo San Agustín el que explica esta doctrina, al comentar el Sermón de la montaña (4). Hace resaltar la coincidencia de las Bienaventuranzas con los siete dones. El temor representa el primer grado de la vida espiritual; la sabiduría es su coronamiento. Entre los dos extremos, distingue San Agustín un doble período de purificación que dispone a la sabiduría: una preparación remota mediante la práctica activa de las virtudes morales, que corresponde a los dones de piedad, de fortaleza, de ciencia y de consejo; luego la preparación inmediata, en la que el alma es purificada gracias a una fe más esclarecida por el don de inteligencia, a una esperanza más esforzada, sostenida por el don de fortaleza, y a una caridad más encendida. La primera preparación es llamada vida activa, la segunda, vida contemplativa (1), porque la actividad moral está aquí subordinada a la fe iluminada por la contemplación, que se termina un día, en las almas pacíficas y dóciles, con la perfecta sabiduría (").
En cuanto a la enseñanza propiamente dicha de la Iglesia, recordemos que el Concilio de Trento, ses. VI, c. VII, dice: "La causa eficiente de nuestra justificación es Dios, que, en su misericordia, nos purifica y santifica (I Cor., v, 11) por la unción y el sello del Espíritu Santo, que nos ha sido prometido y es prenda de nuestra herencia (Efes., 1, 13)" (3).
El catecismo del Concilio de Trento (4) precisa este punto, enumerando los siete dones según el texto citado de Isaías, y añade: "Estos dones del Espíritu Santo son para nosotros como una fuente divina en la que bebemos el conocimiento vivo de los mandamientos de la vida cristiana, y por ellos podemos conocer si el Espíritu Santo habita en nosotros." San Pablo escribió, en efecto (Rom. vm, 1.6): "El mismo Espíritu Santo da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios." Nos da este testimonio por el amor filial que nos inspira y mediante el cual se hace sentir en cierto modo en nosotros (5).
Uno de los más hermosos testimonios de la Tradición acerca de los dones, nos lo da la liturgia de Pentecostés. En la misa de este día leemos la secuencia:
Veni, sancte Spiritus,
Et emitte coelitus
Lucis tue radium..
"Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo un rayo de tu luz. Ven, padre de los pobres, dador de toda gracia. Ven, luz del corazón. Consolador excelso, Huésped de nuestras almas, refrescante Dulzor. Reposo en la fatiga, Frescura en el calor.
De lágrimas y llanto, dulce Consolador."
O lux beatissima,
Reple cordis intima
Tuorum fidelium.
"Oh luz beatísima, inunda en claror de tus pobres hijos alma y corazón... A los que están fríos llena de fervor. Que vuelva al camino, quien de él se apartó..."
Da tuis fídelibus
In te confidentibus,
Sacrum septenarium.
"Da a tus fieles, que en ti han confiado, los siete dones sagrados. Dales el mérito de la virtud. Dales fin dichoso. Dales el gozo eterno."
En el Veni Creator se canta asimismo:
Tu septiformis munere...
Accende lumen sensibus
Infunde amorem cordibus...
"Tú eres el Espíritu de los siete dones... Alumbra nuestro espíritu con tu luz, y llena nuestros corazones de tu amor".
En fin, el testimonio de la Tradición está admirablemente expresado en la Encíclica de León XIII sobre el Espíritu Santo (2), donde se dice que nosotros tenemos necesidad, para completar nuestra vida sobrenatural, de los siete dones del Espíritu Santo: "El justo que vive de la vida de la gracia y que opera mediante las virtudes, como con otras tantas facultades, tiene absoluta necesidad de los siete dones que más comúnmente son llamados dones del Espíritu Santo. Mediante estos dones, el espíritu del hombre queda elevado y apto para obedecer con más facilidad y presteza a las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo. Igualmente estos dones son de tal eficacia, que conducen al hombre al más alto grado de santidad; son tan excelentes, que permanecerán íntegramente en el cielo, aunque en grado más perfecto. Gracias a ellos es movida el alma, y conducida a la consecución de las bienaventuranzas evangélicas, esas flores que ve abrirse la primavera, como señales precursoras de la eterna beatitud… "Puesto que los dones son tan excelsos continúa León XIII, "y manifiestan tan claramente la inmensa bondad del Espíritu Santo hacia nuestras almas, ellos nos obligan a testimoniarle el más grande esfuerzo de piedad y sumisión. Esto lo conseguiremos fácilmente, esforzándonos cada vez más por conocerlo, amarlo e invocarlo... Importa recordar claramente los beneficios sin cuento que continuamente manan en aefficacitatis ut eum ad fastigium sanctimoniae adducant, tantaeque excellentiae ut in caelesti regno eadem, quanquam perfectius, perseverent.
Ipsorumque ope charismatum provocatur animus et effertur ad appetendas adipiscendasque beatitudines evangélicas, quae, perinde ac flores verno tempore erumpentes, Índices ac nuntiae sunt beatitatis perpetuo mansurae.
Este texto demuestra: 1°, la necesidad de los dones: "opus plañe est"; 2°, su naturaleza: nos hacen dóciles al Espíritu Santo; 3°, sus efectos: pueden conducirnos a la cumbre de la santidad.
Debemos amar al Espíritu Santo porque es Dios... y también por ser el Amor primero, sustancial y eterno; y nada es más amable que el amor... Él nos regalará con la abundancia de sus dones celestiales, y tanto más cuanto que, si la ingratitud cierra la mano del bienhechor, por el contrario, el agradecimiento se la hace abrir... Hemos de pedirle asiduamente y con gran confianza que nos ilumine más y más y nos inflame en el
fuego de su amor, a fin de qué, apoyados en la fe y la caridad, emprendamos con ardor nuestra marcha hacia la eterna recompensa, ya que él es la prenda de nuestra herencia."
Tales son los principales testimonios de la Tradición, sobre los siete dones del Espíritu Santo. Recordemos brevemente las aclaraciones que sobre este asunto nos da la teología, y sobre todo la doctrina de Santo Tomás, que en sustancia ha sido aprobada por León XIII en la Encíclica cuyos principales pasajes acabamos de transcribir y donde con frecuencia se cita al Doctor angélico.


LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO SEGUN SANTO TOMÁS.

El santo Doctor nos enseña sobre todo tres cosas: 1°, que los dones son disposiciones habituales permanentes (habitus), específicamente distintas de las virtudes; 2°, que son necesarios para la salvación; 3° que están conexos con la caridad y que aumentan con ella.
"Para distinguir los dones, de las virtudes", dice el santo, "preciso es seguir la manera de hablar de la Escritura, que los   llama no precisamente dones, sino espíritus. Así se dice en Isaías (XI, 2): «Reposará sobre él el espíritu de sabiduría y de inteligencia... etc.» Estas palabras dan a entender claramente que los siete espíritus allí enumerados, están en nosotros por una inspiración divina o una moción exterior (o superior) del Espíritu Santo. Hay que tener en cuenta, en efecto, que el hombre es actuado por un doble principio motor: el uno es interior, y es la razón; el otro, exterior, y es Dios, como se ha dicho más arriba (I, II, q. 9, a. 4 y 6), y como lo dijo el mismo Aristóteles en la Moral a Eudemo (i. VII, c. XIV, de la buena fortuna).
"Es manifiesto, por lo demás, que todo lo que es movido debe ser proporcionado a su motor; y la perfección del móvil, como tal, es la disposición que le permite precisamente ser bien movido por su motor. Asimismo, cuanto el motor es más perfecto, más perfectas han de ser las disposiciones que dispongan al móvil a recibir su influjo. Para recibir la elevada doctrina, de un gran maestro, preciso es poseer una preparación especial, una disposición proporcionada.
"Es evidente, en fin, que las virtudes humanas perfeccionan al hombre en tanto se dirige por la razón, en su vida exterior e interior. Preciso es, pues, que posea perfecciones superiores que lo dispongan a ser movido divinamente, y estas perfecciones son llamadas dones; no solamente porque son infundidas por Dios, sino porque, mediante ellas, queda el hombre convertido en sujeto capaz de recibir fácilmente la inspiración divina (1), según las palabras de Isaías (1, 5): «El Señor me ha abierto los oídos para hacerme oír su voz; cualquier cosa que me diga, ya no le hago resistencia, ni me vuelvo atrás.» Y el mismo Aristóteles enseña, en el lugar citado, que los que son movidos por un instinto divino no necesitan ya deliberar, como lo hace la humana razón, sino que se ven forzados a seguir la interior inspiración, que es un principio superior. Por esta razón, dicen algunos, que los dones perfeccionan al hombre disponiéndolo a actos superiores a los de las virtudes."
Se ve por estas palabras que los dones del Espíritu Santo no son actos, ni mociones actuales o auxilios pasajeros de la gracia, sino, más bien, cualidades o disposiciones infusas permanentes (habitus), que hacen al hombre dócil sin resistencia a las divinas inspiraciones. Y León XIII, en la Encíclica Divinum illud munus, que extensamente hemos citado, ha aprobado esta manera de entender los dones. Disponen pues al hombre ad prompte obediendum Spiritui Sancto, a obedecer con presteza al Espíritu Santo, como las velas disponen al navío a seguir el impulso de los vientos favorables; y por esta docilidad pasiva, nos ayudan a producir obras excelentes conocidas con el nombre de bienaventuranzas. Los santos son, en este sentido, como grandes veleros, cuyas velas desplegadas reciben dócilmente el impulso de los vientos. El arte de la navegación enseña a desplegar las velas en el momento oportuno, y a extenderlas del modo más conveniente para recibir el impulso del viento favorable.
Esta imagen nos fue proporcionada por el Señor mismo, cuando dijo (Juan, m, 8): "El viento sopla cuando se le antoja; tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va; así acontece a quien ha nacido del Espíritu y es dócil a su inspiración. Nosotros no conocemos claramente, dice Santo Tomás, dónde se formó el viento que sopla, ni hasta dónde se dejará sentir; de igual manera ignoramos dónde comienza exactamente una inspiración divina, ni hasta qué grado de perfección nos conduciría si fuésemos completamente dóciles a ella. No seamos como esos veleros que, por no cuidarse de observar el viento favorable, guardan recogidas sus velas, cuando deberían tenerlas desplegadas.
Siguiendo estos principios, la gran mayoría de los teólogos enseñan, con Santo Tomás, que los dones son real y específicamente distintos de las virtudes infusas, como son distintos los principios que las dirigen: el Espíritu Santo y la razón esclarecida por la fe. Son esas dos direcciones reguladoras, dos reglas diferentes que constituyen dos motivos formales distintos. Ahora bien, es principio fundamental, que los hábitos son especificados por su objeto y su motivo formal, como la vista por el color y la luz, y el oído por el sonido.
El modo humano de obrar nace de la regla humana; el modo sobrehumano, de la regla sobrehumana o divina, de la inspiración del Espíritu Santo; "modus a mensura causatur".
Así es como la misma prudencia infusa procede por deliberación discursiva, en lo cual difiere del don de consejo, que nos dispone a recibir una inspiración especial de naturaleza supradiscursiva. Ante una pregunta-indiscreta, p. ej., la misma prudencia infusa permanece en suspenso, no sabiendo muy bien cómo evitar la mentira y guardar el secreto, mientras que una inspiración especial del Espíritu Santo nos saca del aprieto, como lo anunció Jesús a sus discípulos (Mat., x, 19).
De la misma manera, mientras que la fe se adhiere sencillamente a las verdades reveladas, el don de inteligencia nos permite escudriñar su profundidad, y el de sabiduría nos las hace saborear. Los dones son pues específicamente distintos de las virtudes.

(1) Se les encuentra citados en S. Tomás, al tratar de cada uno de los siete dones.
( 2 ) Cf. A. .1. GARDEIL, O.P., Dictionnaire de Théologie catholique, art. Dons du Saint-Esprit, t. iv, col. 1728-1781.
(3) DENZINGER, Enchiridion, n9 83.
(4) De sermone Domini, 1. I, c. 1-4. — De doctrina christiana, 1. II,
c. l.—Sermo 347.
(O Cf. De Trinitate, 1. XI1-XIV.
( 2 ) Cf. FULBERT CAYRÉ, A . A . La Contemplation augustininne, c.
1 y n2, en donde se prueba que la contemplación, según S. Agustín, es una sobrenatural Sabiduría. Su principio, al igual que la fe, es una acción sobrenatural del Espíritu Santo, que da, en cierto modo, palpar y gustar a Dios.
( 3 ) Ibid., n" 799.
(4) Catecismo del Concilio de Trento, I parte, c. ix, § 3: "Creo en
el Espíritu Santo."
( 5> Cf. SANI 'o TOMÁS, ÍTI Epist. ad Rowia7iosy VIII, 16,
(1) Gran contemplativo debió de ser el compositor de tan bella oración. Importa poco saber su nombre; fué una voz de Dios, como el desconocido que compuso el Amén de Dresde, que se encuentra en una partitura de Wagner y en una obra de Mendelssohn.
(2) Encíclica Divinum illud munus, 9 de mayo de 1897, circa finem: "Hoc amplius, homini justo, vitam scilicet viventi divinate gratíae et per congruas virtutes tanquam facultates agenti, opus plani est septems
illis quae proprie dìcuntur Spiritus Sancti donis. Horum enim beneficio instruitur animus et munitur ut ejus vocibus atque impulsioni facilius promptiusque obsequatur; haec propterea dona tantae sunt.
( 1 ) Cf. SANTO TOMÁS, in III Sentent., dist. 34-35; I, II, q. 68; II,
II, qq. 8, 9, 19, 45, 52, 121, 139; véase a sus comentaristas, sobre todo a CAYETANO y a JUAN DE SANTO TOMÁS, in I, II, q. 68.
También será de gran utilidad consultar a SAN BUENAVENTURA, cuya doctrina difiere en ciertos puntos secundarios de la de Santo Tomás; cf. Breviloquium, parte V y VI, y a J. FR. BONNEFOY: Le Saint-Esprit
et les dons selon saint Bonaventure. Paris, Vrin, 1929, y Dict. De Spiritualité, art. Buenaventura.
Véase igualmente a DIONISIO EL CARTUJANO, De donis Spiritus Sancti (excelente tratado); J. B. DE SAINT-JURE, S. J., L'homme spirituel, I partie, c. iv Des sept dons; LALLEMANT, S. J., La doctrine spirituelle,
IV principe, La docilité à la conduite du Saint-Esprit. — FHOGET, O. P., De l'habitation du Saint-Esprit, Paris, 1900, pp. 378-424. — GARDEIL, O. P., Dons du Saint-Esprit (Dict.. de Théol. Cath., t. iv, col. 1728-1781);

La structure de l'âme et l'expérience mystique, Paris, 1927, t. n, pp. 192-281. Del mismo autor: Les dons du Saint-Esprit dans les samts dominicains (véase sobre todo la introducción), 1923, y otros mucho.

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