Rahab
recorrió la azotea buscando cómo descender hasta el atrio, y halló una escalera
de ladrillos que por una parte conducía al campanario y por la otra al coro y otras
dependencias del convento.
Un
cartelito prevenía en dos idiomas, latín y esperanto, que estaba prohibido
subir a la torre, y añadía: Respete la clausura del convento. Para bajar a la
calle siga la escalera.
La
muchacha miró el cartel e hizo un mohín.
—Me
parece que aquí nos indican el camino. ¿Alguno de ustedes sabe leer? Uno de
ellos, Níquel Krom, respondió riéndose:
— ¿Por
quién nos tomas? ¿Tenemos cara de sirvientes? Y el otro, Mercurio Lahres, dijo:
—Si
hubiera sabido que eso te iba a interesar me hubiese venido con Ángel Greco, el
único en mi casa que entiende jeroglíficos. Es secretario de mi madre y le
lleva muy bien las cuentas.
—Se lo
diré a la mía —replicó Rahab con sorna— para que lo haga ministro de Hacienda.
La
madre de Rahab, doña Hilda Silberman —viuda hacía muchos años del riquísimo
Matías Kohen, hijo de Mauricio Kohen y de la hermosa Marta Blumen, que conocimos
en 1934—( ) era jefa del Estado argentino, la segunda mujer que había llegado a
ser presidenta de la Nación.
Tampoco
la otra muchacha, Foto Fuma, sabía leer, y así los cuatro permanecieron indecisos
delante del cartel.
Nunca
hasta entonces habían notado que les hiciera falta el saber siquiera las primeras
letras.
Hacia
el año 2000 la gente distinguida lo pasaba muy bien sin tal conocimiento.
El
cinematógrafo hablado y los radioteléfonos de bolsillo habían reemplazado totalmente
los libros y hasta las revistas de crímenes y chistes, postrer refugio de la imprenta.
La
vida había perdido su hondura.
Se
vivía a lo largo de los días, a lo ancho de los placeres o de las pasiones;
pero nadie gustaba de quedarse a solas con su pensamiento, ni con su corazón,
ni menos con su conciencia.
La
primera víctima de aquella mutilación de la vida fue el arte. El arte sólo
puede arraigar en la concentración —que es la tercera dimensión de la vida—
para adentro de uno mismo.
La
técnica industrial progresaba ciertamente, porque la codicia de lucro estimulaba
el ingenio de los inventores.
Pero
como el arte o la ciencia pura no son fuentes de ganancia, se iban quedando sin
devotos.
Se
perdió totalmente el gusto por la investigación desinteresada. Había tantas enciclopedias
y cuadros sinópticos y diccionarios de fórmulas y recetas, que no valía
la
pena descubrirlas por cuenta propia.
El
desmesurado progreso de la pedagogía, que había hecho demasiado fácil el allegar
noticias —ya que no conocimientos— mató la vocación investigadora y acabó con
la ciencia y el arte, que imponen sacrificios.
Llegado
el caso de necesitar algo de eso, bastaba conectar una de las mil oficinas de
informaciones y pedírselo. Algunos pobres diablos, especie de tarados
maniáticos del estudio, todavía parecían capaces de hojear un libro, y ellos
eran los que se encargaban de evacuar las consultas, provocando no la
admiración de los que se beneficiaban con su ciencia o su trabajo, sino su
lástima. ¡Que hubiera gentes tan infelices que gastaran su vida hojeando
papelotes, cuando podían gastarla bailando, bebiendo y aburriéndose en los
cines y en las boites! Pero ya eran pocas, y pronto no habría nadie en el mundo
apto para leer un libro o tocar un piano o un violín, o manejar una pluma o un
pincel.
Ya ni
siquiera los figurines se imprimían. El suscriptor o el comprador recibía un rollito
de films, que proyectaba en pantallas portátiles con cualquier luz y miraba las
figuras ampliadas y escuchaba su explicación.
Bastó
una generación de asombrosa técnica para acabar con diarios, libros, bibliotecas
e imprentas.
Si
alguien quería enterarse de las cosas del mundo —todavía se hallaban gentes extravagantes
y curiosas— compraba en uno de esos kioscos que venden pastillas de menta y
goma de mascar el último film noticioso, lo enchufaba en su aparato y lo oía en
la misma forma que a un compañero, sin interrumpir las otras diversiones.
Ni los
sordos necesitaban leer. Los fonógrafos no se comunicaban con el tímpano sino
con el cerebro, como se escucha el tictac del reloj sin intervención del oído,
con sólo aplicarlo al hueso temporal.
Más
poco a poco encontraron demasiado tonto eso de andar averiguando lo que ocurría
en otras partes del planeta. ¿Para qué? Cada cual debía vivir su vida, no la de
los otros.
Si
recibían una carta manuscrita o a máquina y tenían curiosidad de enterarse de ella,
se la hacían leer por un criado. En casos de apuro, cuando no tenían el criado cerca,
pedían por teléfono el auxilio de un lector a una compañía, como se pide un mecánico
o una ayuda al Automóvil Club si se pincha una goma.
Los
criados, personajes imprescindibles, eran los descendientes de las familias consulares
de 1940, que, entre morirse de hambre o vivir bajo las mesas de los nuevos
Epulones, optaron por servirlos, con tan buen humor que el ser criado fue un sello
de distinción, y muchos nuevos ricos y nuevos nobles que no se avergonzaban en
presencia de sus iguales, apenas se atrevían a menearse delante de aquellos sirvientes
sabios a quienes el Gobierno les cambió el apellido, por no verse obligado a
modificar la historia argentina.
En
efecto, no parecía discreto que misia Hilda, la presidenta, se hiciera pintar
las uñas por un tal Manuel Belgrano, y que al ministro Chupínez le bruñera las
sandalias un tal Bartolomé Mitre.
Ante
la imposibilidad de enterarse de lo que decía el cartelito Rahab se impacientó,
empujó la puerta y se metió de rondón en la lóbrega caja de una escalera de
gastados ladrillos, por la que los cuatro descendieron hasta el pretil de la
iglesia.
Trescientos
años atrás allí se enterraban los muertos ilustres. Todavía podían deletrearse
en el suelo algunos nombres.
Las
puertas de hierro de la iglesia estaban abiertas, pero las cancelas de
batientes impedían ver lo que ocurría adentro.
Dos
caballeros templarios, con sus mantos blancos recogidos en pliegues marciales y
elegantísimos que descubrían a la derecha la gran cruz de lana roja cosida a la
holgada blusa, y a la izquierda la fuerte y rica espada medieval, montaban la guardia.
Aquí
parece oportuno referir cómo se había restaurado la antiquísima orden religiosa
y militar de los templarios.
Fundada
en tiempo de las Cruzadas por Godofredo de Bouillon para combatir contra los
mahometanos, se compuso de monjes guerreros ligados por votos perpetuos de
castidad y obediencia.
En
poco tiempo allegaron tanto poder y riqueza que suscitaron celos de los reyes y
se hicieron blanco de odios y acusaciones terribles contra su moral y su
doctrina.
Nunca
la historia aclarará el extraño proceso de los Caballeros del Temple, porque la
orden sacaba mucha de su fuerza del misterio en que se desenvolvía; los grandes
actores de aquella tragedia nunca divulga-ron sus conclusiones, y los
documentos fueron destruidos por el tiempo o la mano de los hombres.
Pero,
fuera justa o injusta la sentencia del rey de Francia Felipe el Hermoso, que mandó
quemar vivo a Santiago de Molay, gran maestre de la orden, en una isleta del Sena
llamada la “Isla de los Judíos”, fuesen criminales o mártires todos los que con
él sufrieron el mismo suplicio, el nombre de los templarios resuena a través de
los siglos como esas catedrales que, aun profanadas y semidestruidas, responden
con ecos sagrados a la voz del caminante que turba su silencio.
Muchas
veces se ha intentado restaurar la orden, y no pocas instituciones —entre ellas
la masonería y los Caballeros de Cristo— han pretendido ser sus continuadores,
y a
fin de dar más viso a su pretensión, datan las listas de sus grandes maestres
desde Godofredo de Bouillon.
¡Falsedad
y delirio de grandeza! La sola y verdadera restauración de aquella orden llevóse
a cabo en el Brasil, el 18 de marzo de 1964; o sea 650 años, día por día, después
del suplicio del gran maestre Santiago de Molay.
Los
nuevos templarios se difundieron con sospechosa rapidez. Los mismos gobiernos
que habían perseguido a los demás religiosos; jesuitas, benedictinos, salesianos
y expulsándolos como pestíferos de la mayoría de las naciones, fomentaron a los
templarios.
Aún
entre los católicos fue el suceso motivo de controversias. Unos, viendo que las
vocaciones por los templarios se encendían como un reguero de pólvora, creyeron
que fuese la congregación conveniente para los nuevos tiempos, y miles de
súplicas se elevaron al papa a fin de que la aprobase y le devolviera sus
antiguos privilegios.
Otros,
sorprendidos de un éxito tan repentino y grande, y alarmados por los aplausos
que los enemigos de las demás órdenes religiosas prodigaban a los templarios,
empezaron a desconfiar de ellos y dieron la voz de alerta, temiendo se tratase
de un nuevo disfraz de la masonería.
La
orden hacía gala de su fe en Dios, pero su culto adoptaba formas impersonales, demasiado
holgadas y prácticas, con lo cual satisfacía dos tendencias contradictorias de
este pobre corazón: la urgencia de creer en algo sobrenatural y el instinto de rebeldía
contra toda autoridad. Una de las primeras diligencias del gran maestre de la orden
restaurada, don Pedro de Alcántara y Pernambuco, fue someter humildemente al
papa sus proyectos y pedir la aprobación de sus estatutos.
—No se
los aprobarán —decían unos—. El Vaticano tiene el olfato fino.
—Sí,
se los aprobarán —replicaban otros—. Sería insensato que el papa rechazara tan
valiosos aliados en estos tiempos de tanta indigencia religiosa.
Los
templarios entre tanto se diseminaban por el mundo. Hasta en los pueblos más pequeños,
dondequiera que hubiese media docena de hombres de ciertas calidades, constituían
una célula a la manera de un club y trabajaban según la fórmula que habían adoptado:
“Por la humanidad, como Jesús, y contra toda violencia.”
Casi
al mismo tiempo, con parecidos métodos se restauraba en Etiopía otra viejísima
orden religiosa, la de los etíopes, en cuyos conventos sólo se celebraba una misa
diariamente a las doce de la noche, hora en que Cristo realizó la última cena.
Éstos
no pidieron la aprobación del papa sino del patriarca de Constantinopla —pues
eran católicos ortodoxos— y pronto la obtuvieron, lo cual no despertó celos de los
templarios. ¡Bienvenidos todos los obreros que quisieran trabajar la viña del Señor!
En la
Argentina, donde no existía públicamente más congregación religiosa que la gregoriana,
los Caballeros del Temple le formaron guardia de honor y declararon que fray
Simón de Samaria era el máximo orador de todos los siglos y el que mejor interpretaba
el espíritu del Evangelio.
El
fraile sentíase ufano de tamaño homenaje, y hubiera preferido incurrir en alguna
herejía antes que escandalizar a tan generosos aliados.
El
templario que aquella noche vio bajar por la escalera de la torre a los cuatro jóvenes
comprendió que no eran de los acostumbrados fieles.
Rahab
y Foto admiraban el atuendo y la apostura del caballero.
—
¡Lástima de muchacho! —dijo Foto—. Parece que hacen no sé qué juramento o votos
para pertenecer a esa orden. Creo que no pueden casarse.
—
¡Peor para ellos! —respondió Rahab.
El
templario se les acercó.
—Ustedes
seguramente vienen a escuchar el sermón de fray Simón de Samaria.
—Así
es. ¿Podemos asistir nosotras?
El
templario echó una mirada a la simbólica marca que advertía en el desnudo brazo
de las dos jóvenes, y pensó que no debían ser bautizadas, pero respondió:
—En la
iglesia de fray Simón de Samaria caben todos los corazones. Sólo se necesita
sentir sed del Altísimo.
— ¿Y
de qué habla fray Simón? —preguntó Rahab.
—De
cualquier cosa que hable, siempre el oyente sale con la conciencia pacificada.
¿Hay milagro mayor que el pacificar una conciencia?
—Pero
en suma —dijo frívolamente Foto— ¿es divertido lo que dice?
—Si
hoy lo escuchan recibirán la mayor impresión de su vida.
—¿Sobre
qué va a hablar? —preguntó uno de los mozos.
—Va a
comentar un texto de San Pablo.
—¿Quién
es San Pablo? —preguntó Níquel.
—¿Cuál
es el texto? —interrogó Mercurio, simulando saber más que su compañero.
—Aquel
que dice, hablando de los judíos: “Su culpa ha sido la riqueza del mundo.”
—¿Y
qué consecuencia saca de ese texto?
—No
puedo creer —respondió el templario— que saque otra conclusión que el proscribir
toda lucha de raza, porque todos los hombres somos hermanos en Cristo, aun los
enemigos de Cristo.
Rahab
quedó pensativa; luego consultó su reloj pulsera, pequeñísimo aparato de radio
que mediante un resorte pronunciaba la hora. La pulsera cantó en voz baja: “las
cuatro” (poco menos de la una de antes).
—¿A
qué hora predica fray Simón?
—A las
ocho (las dos menos cinco de antes).
—Entonces
tenemos tiempo de dar un paseo —dijo Foto.
—Vamos
a bailar al Congo —propuso uno de los jóvenes.
—¡Buena
idea —respondió el otro—. A la vuelta todavía estará hablando. Y si no es hoy,
lo oiremos mañana. Yo no soy muy aficionado a sermones.
Rahab,
la dueña de la avioneta, ofreció el volante a Níquel, apuesto mozo con quien
parecía entendida Foto.
—Yo
iré a tu lado, Níquel —dijo ésta—. Dame un cigarrillo por la compañía.
—No hay
fuerza para volar —respondió Níquel mostrando en cero la aguja indicadora de la
provisión de energía—. No tengo cigarrillos; yo no fumo.
—Entonces
tú, Lahres.
—Yo
tampoco fumo. Me da náuseas. Solamente las mujeres son capaces de resistir ese
vicio —respondió humildemente el interpelado— si quieres una pastilla
de
menta...
Rahab
se encogió de hombros con desprecio y abrió la cigarrera que le tendió la otra
muchacha, de cristal azul flexible como el cuero, y extrajo un rollito de papel
que contenía opio y arsénico, amén de otras mercaderías sabiamente dosificadas,
que excitaban y no enervaban.
En esa
época la nafta, el petróleo, el carbón, la leña, eran combustibles miserables, usados
solamente por los pobres. Y el tabaco negro o rubio cosa anticuada y pestífera,
bueno sólo para los obreros de la más baja categoría.
Las
máquinas finas se impulsaban de otro modo, y la gente educada se dopaba con alcaloides
más interesantes que la vulgar nicotina.
Los
alquimistas del siglo XX habían inventado un procedimiento para desintegrar la
materia, primera etapa de la transmutación de los elementos.
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