—Padre
—dijo Roberto, con tono serio y grave—, siento haber llegado hasta la
irreverencia. Pero, señor —y el mismo tono de implacable determinación volvió a
resonar en la voz del muchacho—, deseo que recuerdes que soy tres años mayor
que Theophylactus, quien según dijo tío León, será coronado Papa.
Roberto
no pudo haber elegido peor argumento. Si hubiera desenvainado la espada y
atacado directamente a su padre, no lo hubiera herido tan profundamente como
con esa alusión al Papado. Teodorico poseía un alma ardientemente católica.
Nada le preocupaba tanto como las condiciones de la Iglesia. Cuando la Casa de
Tusculum dominó el Trono Papal, empezó a sentirse intranquilo. Cuando Benedicto
VIII murió en 1024 y su hermano Romanus, a pesar de ser todavía seglar, fué
elegido para sucederle, Teodorico se enfureció. Pero Romanus, como Juan XIX,
aun no siendo un santo pontífice, era de limpia moral. Había muerto esa semana.
Y cuando la noticia de que Theophylactus, su sobrino de doce años de edad,
ocuparía su puesto, llegó a Teodorico, su indignación llegó al máximo. Que su
propio hijo trajera a colación, como argumento, a ese niño totalmente inmoral,
hizo que la sangre se le helara en las venas. Sus negros ojos se achicaron
hasta convertirse en dos pequeñísimos puntos de fuego. Señaló la puerta y
pronunció una sola palabra: — ¡Vete!
Roberto
había observado con asombro esa transformación. Era lo bastante perspicaz como
para comprender que esa fría severidad era más peligrosa que un estallido de
furor. Lleno de estupor, se dirigió a su habitación. Ignoraba qué era lo que
había herido a su padre, mas no deseaba volver a ver esos dos puntos de fuego
que eran sus ojos.
Cuando
Roberto salió, Ermengarda cruzó rápidamente el salón y, tomando el brazo de su
marido, le dijo: —Siéntate, mi señor, tenemos mucho que hablar—. El permaneció
inmóvil, preso de la fría furia que lo invadiera al oír nombrar a
Theophylactus. —Teodorico —dijo ella suavemente—: ésta ha sido una alusión muy
poco oportuna. Roberto te quiere, señor. Simplemente, te adora y no te mortificaría
por nada del, mundo. Por eso no quería hablar antes de este asunto. Conoce las
esperanzas que habías forjado sobre él y temía defraudarte.
Teodorico
se sentó, apoyó los codos sobre sus rodillas y miró, sin ver, las llamas
doradas y azules que saltaban en la chimenea. Parecía no haber oído a su mujer.
Ermengarda esperó una reacción.
Al
ver que era inútil, decidió utilizar una vieja estratagema. Con un ardid,
lograría entrar en discusión. —Pero —continuó—, si me preguntaras, diría que el
muchacho ha llevado la mejor parte en el debate de esta noche.
Teodorico
se echó hacia atrás: —Sí, la mejor —prosiguió—. El tiene argumentos sólidos y,
tú, solamente palabras.
—
¿Qué quieres decir? —Estalló Teodorico—, ¿quieres decirme que he estado
equivocado al manifestar que es sólo un muchacho?
—No
tenía aspecto de muchacho cuando se quedó mirándote, hace un momento
—Ermengarda se sonrió al recordar la escena—. ¡Más bien parecía un guerrero y
su actitud era la de un conquistador!
—
¡Oh! Físicamente, es grande para su edad —admitió Teodorico con un rezongo—,
pero no olvidemos que sólo tiene quince años. Eso es todo.
—Eso
es sólo uno de tus errores, mi noble señor. Roberto no tiene simplemente quince
años.
—Estamos
en 1033 —dijo Teodorico, que se había calmado hasta el punto de ser irónico—.
Nació en 1018. De acuerdo con mis pobres conocimientos, hace justamente quince
años. Y eso es todo.
Ermengarda
acercó su silla a la de su señor. —Matemáticamente, estás en lo cierto. Más hay
otros modos de calcular los años. ¿Qué edad tiene el alma de Roberto?
—La
misma de su cuerpo: quince años, y eso es todo.
—Te
equivocas aún, Teodorico. —Luego, con un repentino cambio en su voz y en su
rostro, continuó—: Te olvidas de la lluvia, mi señor. El sol madura los frutos.
La lluvia maduró a los hombres. Tres años sin sol, de lluvias ininterrumpidas,
trajeron el hambre; el hambre trajo la muerte y, la muerte, abre los ojos de
los hombres a la vida. Los hombres han madurado más rápidamente estos tres
años, Teodorico, que lo que maduran generalmente en treinta. Han aprendido para
qué es la vida. ¡Se han orientado hacia Dios!
Las
movedizas llamas de la chimenea reflejaban sombras en las vigas ennegrecidas
del techo, que parecían subir y bajar con una extraña y fantástica vida.
Teodorico levantó la cabeza y las contempló un momento. Luego murmuró—: ¡Se han
orientado hacia Dios! ¡Qué frase! Y, sin embargo, ¡qué perfectamente expresiva!
Y, en verdad, la lluvia dirigió los hombres hacia Dios. Pero —añadió
pausadamente—, Roberto no es un hombre. Es demasiado joven para que este
terrible azote, del que Dios acaba de librarnos, lo haya afectado. La juventud
toma la desgracia en la misma forma que el placer, como una cosa pasajera.
—No
conoces a tu hijo, Teodorico —exclamó Ermengarda con convicción—. Roberto no
tiene nada de superficial. Su alma es profunda y, su mente, madura. Después del
debate de esta noche, no debieras ponerlo en duda. Por lo menos dos veces, te
dejó sin contestación.
Teodorico
asintió. —Sí —dijo lentamente—, me dejó sin contestación por lo menos dos
veces. Me asustó. Cuando, me dijo que Dios le había puesto la idea en la
cabeza, me quedé desorientado. Pensé que, tal vez, se tratara de una revelación
íntima…
—
¡Oh! calla —interrumpió, impaciente, Ermengarda—. ¿Qué esperabas?, ¿qué fuera
arrojado de su caballo como San Pablo? Mira Teodorico, el muchacho es,
físicamente, un gigante, ¿no es así?
—Sí,
es grande para sus años. Promete convertirse en un hombre fornido.
—Muy
bien. Entonces tiene las cualidades físicas que se requieren para el claustro;
tiene salud. Sus cualidades morales no se ponen en duda. El muchacho es oro
puro. ¿Has notado algún rastro de vicio en él?
—Es
terco y se está poniendo vehemente. Pues el modo con que pronunció algunas de
sus frases, esta noche, me dejó sin aliento. Sin embargo, lo realmente grave es
su terquedad.
—¡Terco!
—Dijo Ermengarda—. ¿Sería hijo de su padre si no fuera terco? Pero eso es una
bendición, mi señor. Ningún hombre vale mucho si carece de obstinación. Mas le
has dado un nombre poco acertado: no es un vicio, es una virtud. Su verdadero
nombre es: fuerza de carácter, tenacidad. Y permíteme decirte que Roberto posee
eso. Vamos, admite que el muchacho tiene buenas cualidades.
Los
dientes de Teodorico brillaron con una sonrisa.
—En
obsequio a la discusión, lo admito.
Ermengarda
se alegró de esa sonrisa. Insistió:
—En
cuanto a su capacidad mental, has tenido una prueba esta noche. Sus
clasificaciones en la escuela son altas. No es un genio, pero sobresale un poco
de la generalidad. De manera, señor, que Dios, dándole todas las cualidades
morales, intelectuales y físicas, además del ardiente deseo de consagrarse al
claustro, ha puesto en evidencia sus planes en forma casi tan definida, ya que
no categórica, como si lo hubiese volteado del caballo y hablado desde el
Cielo. Cualquier sacerdote te confirmará que ésos son indicios de una genuina
vocación.
—Es
demasiado joven —bramó Teodorico con impaciencia—. ¿Qué sabe de la vida? ¿Qué
sabe del claustro? ¿Qué sabe de sí mismo? Quince años no es edad para desechar
la vida. ¡Cuando ni siquiera la ha probado!
—
¡Qué vergüenza! —Exclamó Ermengarda—. ¡Qué vergüenza para Teodorico! ¡Qué
vergüenza para el noble gigante de Champagne! En primer lugar, mentalmente,
Roberto tiene más de quince años. Luego, quien se dedica al claustro, no desecha la vida. Y, finalmente, lo que
la mayor parte de ustedes, los hombres, quiere significar con eso de probar la vida, es agotarla hasta las
heces. Oh, me tienes harta. Un muchacho nunca es demasiado joven para aprender
el arte de la guerra. Tampoco es nunca demasiado joven para que le enseñen a
montar, a luchar en torneos, a matar. No. Pero hay una profesión para la que
puede ser demasiado joven. Sí. Una solamente: jamás demasiado joven para entrar
al servicio de su soberano en la tierra, más para consagrarse a su Rey Eterno…
—
¡Para entrar al servicio de su Rey Eterno debe ser un hombre! —interrumpió
Teodorico.
—San
Benito aceptó niños pequeños —le hizo notar su esposa.
—
¡Oh! ¡San Benito ha muerto hace mucho tiempo! —gruñó el señor del dominio que
estaba ahora completamente excitado—. Y el mundo ha cambiado mucho desde
entonces. Pues, cuando Benito era niño el mundo estaba sumido en la barbarie.
El imperio Romano se había derrumbado. Carcomido por la corrupción interna,
invadido por tribus salvajes desde el exterior, la ruina era inevitable. Y la
Iglesia se encontraba en las mismas condiciones que el Imperio. Agrietada por
el cisma, acosada por la herejía, también ella parecía estar al borde de la
ruina. ¡No es de extrañarse que Benito huyera a Subiaco! ¡No es de asombrar que
permitiera a los nobles ofrecer sus hijos recién nacidos al Señor! Porque se
creía que el claustro era el único lugar donde el hombre podía salvar su alma.
Sin embargo, eso sucedió hace cinco siglos largos. -—Teodorico se movió en su
silla antes de añadir—: Hoy es diferente. Fíjate en nuestra Tregua de Dios.
Piensa en nuestra caballería. ¡Piensa en lo que tú misma has llamado orientación hacia Dios!
Ermengarda
se inclinó hacia atrás, ladeó ligeramente la cabeza y, arrugando, apenas, la
frente, dijo: —Me desorientas, Teodorico. No creo que haya en esta corte un
noble tan consagrado a la Iglesia como tú y, sin embargo, pones inconvenientes
a que tu hijo entre en religión.
Teodorico
se dirigió a la chimenea y colocó otro pesado leño sobre las ardientes brasas.
Por un instante, permaneció absorto, contemplando las voraces lenguas doradas
que lo lamían. Luego, se volvió hacia su esposa: —Ermengarda, querida mía, es
precisamente porque me consagro tanto a mi iglesia y a mi hijo, que me opongo.
No quiero que Roberto cometa una equivocación.
—
¡Hum! Si no se equivoca, nunca hará nada. Es humano. No es un crimen cometer
errores. Lo trágico es no tratar de repararlos.
—Eso
es exactamente lo que quiero decir —interrumpió Teodorico con voz cortante—. No
temo que Roberto se engañe. Pero tengo un terror mortal de que él mismo sea un engaño. Tú conoces algo del
mundo, mi querida. Sabes que, entre los que militan en el sacerdocio, hay
algunos que nunca debieron ver el claustro. Ya, ya —continuó rápidamente, al
ver que su mujer se disponía a protestar—. Sé lo que vas a decir. Es absoluta y
vergonzosamente cierto que, muchos de ellos, han llegado a ser obispos y
clérigos, más por la voluntad de nobles ambiciosos que por la voluntad de Dios.
La investidura laica es una maldición. Muchos, si no todos, de los escándalos
de la Iglesia tienen su origen en los reyes, condes, emperadores y duques, que
consideran al báculo y al anillo más como un medio para obtener el poder que
como emblemas de autoridad eclesiástica. No quieren en esos cargos pastores de
almas, sino ladrones que llenen sus insaciables arcas. No niego nada de eso. A
pesar de lo que he dicho respecto al mejoramiento, la Iglesia no está tan
blanca como los lirios. Pero lo que
quiero recalcar es que no hay un espectáculo más deprimente en nuestra tierra
que un engaño con disfraz de fraile.
—Pero
Roberto no…
—
¡Oh!, ya sé que Roberto nunca será un engaño. No obstante, y francamente, me
asusta su corta edad. No quiero que el muchacho se equivoque. No quiero que
marche por la vida con la cicatriz de un tremendo fracaso en su alma, que le
recuerde siempre la locura de su juventud.
—No
fracasará.
—
¿Qué es lo que te hace tan positiva, querida? —Preguntó Teodorico con un
notable tono de incredulidad—. ¿Te das cuenta de todo lo que el claustro exige?
—Hizo una pausa antes de agregar—: Llama a los más nobles de entre los hombres
y apela a lo más noble del hombre. Demanda la más grande resistencia física y
una aterradora firmeza de propósito. Sólo puede obtener allí éxito aquel que
posea la visión inflexible de una invencible fe. Uno debe mantener la mirada
fija continuamente en Dios, mi querida. Sí, ininterrumpidamente en Dios. Y temo
que muchos hombres tengan ojos de murciélago para ese sol resplandeciente. Ojos
de águila necesitan aquellos que desean consagrarse al claustro.
—
¿Y crees que nuestro hijo es ciego?
—Nada
de eso. Sólo tengo la duda de que sus ojos se hayan abierto por completo a los
quince años.
—Creo
que es la quinta vez que te refieres a Roberto como a un niño de quince años.
Por última vez te repito que excede esa edad. No son años lo que se requiere
para el claustro: es madurez. Y Roberto es maduro. El hombre es realmente
maduro —añadió Ermengarda—, cuando comprende que pertenece a Dios. Y esa
lección la enseñó, a la fuerza, la lluvia. Francia se ha orientado hacia Dios, Teodorico; la falta de sol hizo que
nuestros ojos se abrieran a la Luz del Mundo. Vamos, reconoce los hechos.
Con
estas palabras, Ermengarda abandonó su asiento y, aproximándose a su marido, se
alzó hacia él con ojos suplicantes y dijo: —Mi señor, cree en mi palabra.
Nuestro hijo nació para el claustro.
No cometerá una equivocación. No será un fracaso. Dios nos lo dio. Devolvámoslo
a Dios. —Como Teodorico no respondiera, ella añadió—: La caballería está
creciendo en el mundo. Dejemos a nuestro hijo que la lleve hasta el claustro.
Permitámosle ser caballero de Dios.
Teodorico
se asombró de su empeño. Silenciosamente la oprimió contra su pecho. Inclinando
la cabeza hasta su oído, murmuró: —Amor mío, nunca me has dicho si hay algo de
verdad en la leyenda que tantas veces cuentan, con misterio, nuestros siervos.
Dicen que dos meses antes del nacimiento de nuestro hijo, la Santa Virgen llegó
hasta ti y te anunció que desposaría la criatura que llevabas en tu seno.
—Ermengarda se abrazó más a él—La contrahecha mujer de Ulrico, el más anciano
de nuestros vasallos, cuenta que la Virgen colocó un anillo en tu dedo, en
señal de esos sagrados desposorios. ¿Por eso dices que Roberto ha nacido para
el claustro?… ¿Es por eso?.. . ¿O esa piadosa leyenda se debe a la ingenuidad
de nuestros siervos?
El
fuego había ido muriendo hasta convertirse en ardientes rescoldos. Las llamas
ya no iluminaban el hogar, ni lanzaban sombras sobre los muros. Pareció que
transcurría largo tiempo hasta que Ermengarda contestó:
—
¿Cuándo un sueño no es un sueño, amor mío?
Teodorico
se apartó para contemplarla: — ¡Dímelo! —le imploró—. Cuando es una visión
—respondió Ermengarda—. Los ojos de Teodorico tenían una dulzura que su hijo
nunca había visto en ellos. No pudo hablar, pero se arrodilló y besó las manos
de su esposa. Ermengarda se inclinó hacia él con una sonrisa—. Pero, en
realidad, no he contestado a tu pregunta. Tal vez, fue solamente un sueño, mas de ser así, ¿no fue, acaso, hermoso?
¿Puedes imaginar algo más divino para una mujer que va a ser madre? Y si fue
algo más que un sueño, ¿no estaría obligada a guardar el secreto de la Reina?
Vamos, señor, retirémonos. Nuestro hijo irá a Saint Pierre. Será un caballero
de Dios.
Y
condujo a su marido fuera del salón donde moría el fuego y donde la luna de
noviembre lanzaba pálidos reflejos sobre el piso.
Cuando
pasaron por el dormitorio de Roberto, no imaginaron que el muchacho estaba
todavía despierto, mirando por la ventana. Al principio quiso únicamente sentir
el aire fresco de la noche; pero pronto el retintín de las bridas y el resonar
de los cascos de un caballo lo hicieron pensar en su primo Jacques y en su
flamante caballería. Dirigió luego su mirada hacia el norte como si pudiera ver
las agujas de Saint Pierre. Una caballería de más alta alcurnia le esperaba
allí, pensó. Tenía que convencer a su padre de que debía entrar ese mismo año. ¡Debía hacerlo! Poco a poco, el hechizo
de la noche le infundió paz. En el momento en que sus padres pasaron delante de
su puerta, él se asombraba de la multitud de estrellas que habían seguido la
estela del lucero de la tarde. El sonido de sus pasos lo arrancó del esplendor
de los cielos. Al sacarse la ropa, se preguntó cuál podría haber sido la
conversación entre sus padres. Tirando su túnica sobre la silla, murmuró con
firmeza: —Bien. No seré armado
caballero, y lo admita mi padre o no, hay
una más alta hidalguía. Después se sacó las botas y, dando la espalda a las
estrellas, se arrodilló junto a la cama.
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