El
culto de Satanás había tenido desde el siglo XIX apasionados adeptos, especialmente
entre los poetas y los filósofos, que por hacer más crudas sus blasfemias, las
erizaron de alabanzas diabólicas.
Pero
ni Proudhon, ni Carducci, ni madame Ackermann, ni Richepin, ni Leconte de Lisle,
hicieron de sus desesperados insultos a Dios una verdadera oración al diablo,
ni lograron imitadores de su triste locura.
Naboth
Dan, que sentía en las corrientes de su sangre la indeleble vocación sacerdotal,
se dejó de literatura y hábilmente deformó el corazón de los niños. Creó una
religión con oraciones, mandamientos y catecismo; y para hacerla más accesible y
grata a las imaginaciones infantiles, hizo de ella una contrafigura de la Ley
de Dios.
Contra
cada mandamiento que imponía un precepto de amor o una virtud, se pregonaba un
deleite o se daba un consejo de odio, camino infinitamente más fácil de seguir.
Del
lado de Dios estaba el sacrificio. Del lado del diablo el placer y toda la libertad
imaginable de los peores instintos.
El
nuevo emperador de Rusia, que no quiso llamarse sino “el hijo de Yagoda”, apoyó
los planes de Naboth Dan, le dejó formar los jenízaros del satanismo —adivinando
el gran papel que llegarían a desempeñar— e implantó la nueva religión en un
inmenso imperio al que denominó Satania.
Cuando
por milagro de la gracia alguno de aquellos niños resistía la infusión del espíritu
de Satanás, era crucificado.
Dios
sólo sabe los centenares de tiernos mártires cuyas cruces florecieron en las orillas
del Kuban.
Una
disciplina de terror fue el único vínculo de los satanistas entre sí. Se
aplicaba la tortura y la pena de muerte por la más mínima insubordinación y por
todo delito político, pero se dejaba el campo libre a las más depravadas
tendencias.
Y así
fueron creciendo los millares de niños españoles secuestrados en un rincón de
Rusia.
El
mundo llegó a saber algo de lo que ocurría. Juan III, rey de España, pensó que el
primer deber de la monarquía debía ser rescatar aquellos infelices expatriados cuyos
padres habían jurado vestir de eterno luto. Pero Rusia cerró sus fronteras y defendió
sus cautivos, y Europa no osó lanzarse a una cruzada que hubiera costado veinte
millones de muertos para rescatar treinta o cuarenta mil muchachos, que nadie sabía
dónde estaban ya.
A los
veinte años formaban una pequeña nación dentro de Satania. Aumentados por los
niños que robaban en la vasta Rusia, desde el Báltico hasta el Owhostsk, desde
el mar Blanco hasta el mar Negro, los jenízaros del satanismo llegaron a 100.000.
Naboth
Dan era viejo y sentía llegar su fin.
No
vería cumplido su plan: la destrucción de Cristo.
—Lo
verán mis hijos o mis nietos.
Para
apresurar su cumplimiento, hacia 1975 Naboth Dan abandonó a sus lugartenientes
en territorio del Cáucaso y se instaló secretamente en Roma con sus varias
mujeres y sus hijos.
Roma
era la ciudad mayor de la tierra; Babilonia de mármol y bronce, capital del más
civilizado pero a la vez más corrompido de los imperios.
Y
dentro de sus inaccesibles murallas defendidas por todas las invenciones, estaba
la torre de oro de la Ciudad Santa, la pequeñísima Roma Vaticana, que gobernaba
a seiscientos millones de almas por la exangüe mano del Pastor Angélico, electo
papa en 1939.
En los
innumerables círculos de la turbulenta Babilonia, Naboth Dan, bajo diversos
nombres, podía actuar e intrigar y ser agasajado sin ser reconocido.
En los
últimos días del mes de veadar de 1985, Naboth Dan, que se hallaba en cama,
llamó a su hijo primogénito, se despojó de su insignia de mando, el dragón rojo
de siete cabezas coronadas, y se lo entregó delante de sus mujeres y de sus
hijos.
—No lo
llevarás mucho tiempo —le dijo—. Cuando tu hijo mayor cumpla veinte años se lo
entregarás, y él realizará la obra que ni yo ni tú ni ningún otro hombre del mundo
podría realizar. Él restablecerá el trono de David; él reconstruirá el templo,
y en él se cumplirán las profecías de Israel.
Entonces,
como el rey Achab, Naboth Dan volvió la cara hacia la pared. Así estuvo tres
días sin pronunciar una sola palabra, repasando en su memoria los sucesos de su
larga existencia.
Al
cabo de esos tres días, aquel apóstata, renegado de Cristo, celebró lo que es
la última misa del sacerdote, su propia muerte. ¡Pero en qué estado se hundió
su mísera alma en la eternidad!
Su familia
siguió viviendo en Roma.
Tres
años después, Ciro Dan, el nieto aludido en la última conversación de Naboth,
alcanzó la edad fijada.
Era el
primer día del mes de nisan; por consiguiente el primero del año, y ya la primavera
esplendía sobre los campos y las ciudades del Imperio.
Pero
no había en los jardines, ni en los huertos, ni en las campiñas, una flor más hermosa
que aquel joven de veinte años, como si la humanidad no hubiese vivido 6.000
años sino para crear ese tipo.
Antes
que él todas las otras criaturas humanas, aun las que pasaron a la historia como
tipos inmortales de belleza, no fueron sino esbozos de la radiante hermosura de
aquel mancebo.
Su
abuelo habíalo ocultado como el tesoro de un rey, y solamente lo vieron sus parientes
más próximos y sus maestros.
Sabios
orientales talmudistas y faquires lo versaron en la sabiduría antigua, y físicos,
biólogos, químicos, astrónomos y matemáticos, le enseñaron cuanto sabe la ciencia
actual; poetas y humanistas lo hicieron diestro en artes.
Su
inteligencia era sobrehumana. Es sabido que Pascal a los trece años, con la primera
lección de geometría, descubrió por sí solo los teoremas de Euclides. Ciro Dan
procedía así: enseñábanle un principio y ya sin necesidad de maestro deducía todas
sus consecuencias.
Mostró
una facilidad portentosa para los idiomas; tenía tan tenaz memoria que no olvidaba
nunca ni una palabra ni una inflexión, y las lenguas penetraban en su cerebro
como los rayos del sol en el agua transparente de un lago.
Cuando
cumplió veinte años, sus maestros, aun los talmudistas, buzos envejecidos en
los arcanos de aquel mar sin fondo ni orillas del Talmud, declararon que no
había un repliegue de la Michna ni de la Ghemara que él no conociera y no
explicara con mayor profundidad que Maimónides, el águila de la Sinagoga. Y
renunciaron a seguirle enseñando, porque ahora les tocaba a ellos aprender y
obedecerle como a un rey.
CAPÍTULO IV
La
Coronación de Ciro Dan
La
sala del trono hallábase en el piso 144 del Banco Internacional de Compensaciones,
el más alto edificio de Roma y el banco mayor del mundo, clearing de todas las
monedas y regulador del tráfico internacional.
El no
iniciado en los símbolos de la Cábala y del Talmud desconcertábase ante los extraños
dibujos de sus muros de plata, de su techo de bronce, de su pavimento de lapislázuli.
Era
una sala de forma hexagonal que tenía pintada en el suelo una gran estrella de seis
picos, formada por el entrecuzarse de dos triángulos equiláteros, uno blanco y otro
negro, con una de las seis letras del nombre divino de Adonai en cada uno de
sus picos y el número siete en el centro.
El
techo mostraba en primer término un enorme círculo plateado que se movía lentamente.
Cuando los ojos se acostumbraban a su movimiento descubrían la figura de una
serpiente que se mordía la cola, símbolo de la fuerza universal según la Alta Magia.
Dentro
de ese círculo había una estrella inmóvil de ónix verde, no de seis puntas como
la del suelo, sino de cinco —la estrella gnóstica o pentagramática— en cada uno
de cuyos picos se leía una de las cinco sílabas del muy ilustre y muy eminente nombre
divino Tetragrammaton.
Según
Paracelso, en su discurso de la oculta filosofía, los nigromantes judíos y los doctores
de la Cábala han realizado milagros con estos dos emblemas o pantaclos, cuyo
sentido no explican sino a los más fieles iniciados de la Alta Magia.
La
estrella de cinco puntas, llamada estrella flamígera del microcosmos, es una oración
divina o es una blasfemia satánica, según la posición que se le dé.
Cuando
tiene una sola punta hacia arriba significa el pentagrama luminoso: voluntad,
inteligencia, amor, fuerza y belleza.
Mas
cuando tiene dos es un jeroglífico infernal, pues esas dos puntas en alto significan
los dos cuernos de un chivo, imagen de Satanás; las otras dos, las orejas gachas;
la última, la extremidad de su hocico prolongado por la barba.
En un
lado del hexágono, arriba de un estrado de dos escalones y bajo un baldaquín de
seda roja, veíanse dos tronos, y detrás de ellos, sobre la amarilla cortina del
fondo, la imagen de Satanás bordada en negro, conforme al ritual de la Cábala.
Sentado,
con las piernas cruzadas encima del mundo, representábasele bajo la forma de un
barbudo chivo de grandes cuernos, con una estrella gnóstica en la frente, alas
negras de arcángel, pecho de mujer, patas caprinas y dos serpientes
entrelazadas formando un caduceo sobre el velludo vientre.
Una
pálida media luna en creciente arriba a la derecha, y otra sombría en menguante,
abajo a la izquierda y a sus pies, en letras hebraicas, griegas y latinas una triple
leyenda extraída del Tarot: Por ser el único Señor, es el único digno de adoración.
A
manera de antítesis, al frente del estrado había una gran cruz de madera
oscura, sostenida en la pared por sólidos ganchos que permitían quitarla y
volverla a suspender.
Ninguna
imagen clavada en ella, pero en el lugar del INRI, un letrero con la blasfemia
de los crucificadores de Cristo: “Sí es verdad que eres el Hijo de Dios, bájate
de la cruz.”
A su
pie, en un trípode de hierro, un pesado martillo y algunos gruesos clavos, dispuestos
para algún sacrílego simulacro de crucifixión.
Próxima
al estrado abríase una puerta custodiada por soldados; y a uno y a otro lado de
la cruz, anchos ventanales de vidrios multicolores, a través de los cuales divisábase
el prodigio de las diez mil torres y los cien mil jardines suspendidos y palacios
de aquella Babilonia que fue la Roma de los últimos emperadores.
La
estupenda cosmópolis era todavía la capital religiosa del mundo. El papa tenía allí
su sede. Mas ya merecía por su hermosura y su corrupción el nombre de Babilonia.
Aquellos
tronos que estaban debajo de un baldaquín rojo eran de rebuscada suntuosidad,
construidos en oro y marfil y tapizados de damasco negro, y tenían dibujos
distintos.
El de
la izquierda mostraba en la tapicería del respaldo las Tablas de la Ley sostenidas
por dos leones.
El de
la derecha, un dragón rojo de siete cabezas con diadema.
Las
patas de ambos terminaban en soberbios zafiros tallados como pies de cabra.
Custodiaban
la puerta cuatro jenízaros del Kuban con túnicas cortas sin mangas, lo que
permitía ver el número 666 marcado a fuego en sus nervudos brazos.
Ese
número era el símbolo del Anticristo, que una moda —estúpida, al parecer, y en
el fondo diabólica— había difundido entre las gentes snobs.
Por
respeto al lugar escondían sus armas, pilas secas que mataban a distancia arrojando
un invisible rayo de luz violeta, que coagulaba la sangre o la disgregaba instantáneamente.
Con un
ritual semirreligioso empezaron a llegar los que habían de asistir a la ceremonia.
Primero
los seis hermanos de Ciro Dan seguidos por cuatro mujeres de su servidumbre, y
tras ellos el padre y la madre. El ropaje de todos era amarillo, y en sus brazos
advertíase la anticristiana marca.
Solamente
los cinco barbudos personajes que entraron luego venían de otro modo.
Pocos
en la ciudad conocían a los cinco misteriosos rabinos que habían educado a Ciro
Dan. Llevaban sobre sus negras túnicas de mangas flotantes estolas blancas de lino,
y mantenían cubierta la cabeza con sombreros de castor.
Sus
barbas venerables jamás profanadas por las tijeras, les caían sobre el pecho.
Dos
criados trajeron una mesa enmantelada, alrededor de la cual, sin dar la espalda
al trono, sentáronse aquellos sutilísimos intérpretes de todas las ciencias y
de los secretos de la Cábala, del Zohar y del Talmud.
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