miércoles, 2 de agosto de 2017

JUANA TABOR 666. HUGO WAS


El año se iniciaba con el primer día de la primera semana del mes de nisan, y para comenzar los cómputos de la nueva época, se eligió el 29 de marzo de 1955, dos semanas antes de la Pascua.
Desde ese día empezaron a contarse los años por el nuevo sistema, y terminaban el sábado de la cuarta semana del mes de veadar, o sea el día 364 del año. El 365 era un día blanco, que no pertenecía a ninguna semana ni mes, y fue fiesta universal como la antigua Navidad del Señor.
Diez años después, en 1965, una revolución sindiosista estallo en Rusia, que había vuelto al régimen capitalista, y barrió las naciones como una tromba de fuego.
Aniquiló toda idea de justicia, de bondad y de belleza; pulverizó las más preciosas joyas del arte de los siglos, y en cinco años que duró amontonó cien millones de cadáveres, haciendo pensar a los creyentes que era el comienzo de los dolores, initium dolorum, palabras con que Jesús llama a las primeras señales del fin del mundo.
Poco a poco la humanidad fue saliendo de aquel lagar apocalíptico, donde los caballos se hundieron en sangre hasta las bridas; la Providencia suscitó para cada nación un jefe, casi siempre un soldado joven —los viejos, decían, sólo pueden ser médicos o sacerdotes—, y ese hombre restauró las jerarquías, abolió las libertades de lujo, a fin de que los hombres pudiesen gozar de los derechos esenciales: derecho de no ser asesinado, derecho de trabajar sin ser esclavo de los sindicatos, derecho de ser padre de sus hijos, derecho de ser hijo de Dios. El mapa del mundo cambió otra vez de colores; las pequeñas naciones se convirtieron en provincias de los grandes imperios.
Pero toda revolución deja en las costumbres alguna invención, a la manera de esas granadas que no estallaron y que los ladrones recogen en los sembrados y olvidan al lado del camino, hasta que un día un niño jugando las hace reventar. Aquella revolución, a pesar de que fuera vencida por la reacción de unos pocos dictadores, afianzó y legó a los nuevos imperios el esperanto, el año de trece meses y la moneda universal de papel.
La Iglesia Católica, que había resistido a las innovaciones, sólo aceptó la moneda universal de papel (el marx), que destruyó la estúpida idolatría del oro; pero siguió rigiéndose por el calendario gregoriano y hablando su hermoso latín.
Finalizaba, pues, el mes de mayo de 1988, y era la noche del primer día de la tercera semana del mes de sivan cuando resonó la viejísima campana del convento llamando a los frailes para las oraciones del alba, que ahora se decían a la medianoche.
El gobierno argentino, de estirpe sindiosista, toleraba la religión católica, a fin de demostrar que se respetaba la libertad de conciencia; pero sólo permitía la existencia de una orden religiosa, la de los gregorianos, especulando con su próxima extinción, y mandaba que los oficios religiosos se celebrasen entre las 12 de la noche y las 3 de la mañana, para hacer más difícil el asistir a ellos.
Al oír la campana fray Plácido se incorporó en la tarima, se santiguó, y se echó al suelo.
Una fría y espléndida luna hacía resplandecer los cachos de vidrios incrustados en el filo de las tapias antiquísimas que circundaban al convento.
El fraile abrió su postigo y vio cosas espeluznantes en aquel camposanto donde sus antiguos hermanos de religión dormían bajo la tierra, aguardando la trompeta del ángel que los llamaría a juicio.
Era el camposanto una sombría huerta, abandonada a las hierbas silvestres desde siglos atrás por falta de hortelanos.
Y entre aquellos matorrales, viniendo del fondo, apareció una bestia rarísima.
Fray Plácido se ajustó los espejuelos, temiendo que sus ojos lo traicionaran.
— ¡Señor, Dios de los ejércitos! ¿Qué animal apocalíptico es éste? Al mismo tiempo un torbellino como de cuatro vientos encontrados zamarreaba con furia la arboleda, sin que ni una brizna llegara hasta él.
— ¿Estoy soñando, por ventura? —se dijo, y repitió un versículo del profeta Joel leído en la misa de uno de esos días: Senes vestri somnia somniabunt (“Vuestros ancianos tendrán sueños”) lo cual sería signo de los últimos tiempos.
Aquella bestia era evidentemente un león, pero tenía alas de águila. De pronto perdió las alas, se irguió y semejóse a un hombre.
Tras ella surgió otra, como un oso flaco y hambriento que había encontrado una horrible pitanza entre las tumbas, pues venía devorando tres costillas.
Ambas fieras se pusieron a la par, aliándose, y dieron la cara hacia el camino, por donde apareció una tercera, manchada, como un leopardo fortísimo con cuatro cabezas.
Y casi pegada a ella una cuarta bestia no semejante a ninguna en la tierra, que tenía dientes de acero que relumbraban como sables bajo la luna, y pies tan poderosos que pulverizaban los cascotes y pedruscos del suelo.
Y este cuarto animal ostentaba diez cuernos, entre los que brotó un cuernito, que creció y se transformó, y tuvo ojos de hombre y boca soberbia y desdeñosa.
Fray Plácido cerró los ojos y se apartó de la ventana; comprendió que se repetía ante sus ojos la visión que Daniel vio el primer año de Baltasar, rey de Babilonia, y que las cuatro bestias prefiguraban los cuatro imperios que existirían en los últimos tiempos; y destruidos ellos, vendría Cristo sobre las nubes a juzgar a los vivos y a los muertos.
Volvió a mirar y pensó que la primera bestia figuraba a la masonería, sembrada en el seno de muchas naciones y aliado secreto del oso de Satania, que devoraba tres costillas; éstas eran Escandinavia, Turquía y la India. El poderoso leopardo no podía ser sino Inglaterra, y sus cuatro alas y cuatro cabezas, el símbolo de sus aliados y dominios.
En cuanto a la bestia sin parecido con ninguna y armada de diez cuernos, discurrió que fuese el judaísmo, que es como un Estado dentro del organismo de muchas naciones, a todas las cuales rige y domina secretamente.
¿Y aquel cuernito que nacía entre los otros diez y se criaba con ojos de hombre y boca altanera, que luchaba y vencía a los diez...? ¿Un nuevo imperio? ¿Acaso el Anticristo? En ese instante oyó la horripilante voz de Voltaire, que diez años atrás se le presentara en noche parecida.
—Te prometí volver —le dijo— y aquí estoy.
—Ninguna de las cosas que me anunciaste se ha cumplido —le contestó el fraile con displicencia, mas sin echarle agua bendita, porque quería arrancarle sus secretos. _No o ha llegado el tiempo todavía..., faltan diez años..., doce años... No más de quince años...
— ¿Faltan para qué?
—A su tiempo lo verás.
—Me anunciaste que ya había nacido el Anticristo...
—Y no mentí. Hoy es un mozo de veinte años, que se prepara en el estudio de las ciencias y de las artes para el más tremendo destino que pueda tener un mortal.
— ¿Dónde vive?
—No puedo revelártelo.
— ¿Quiénes son sus maestros?
—El diablo, por medio de talmudistas y faquires.
—Algunos teólogos sostienen que estará poseído de Satanás y que no será moralmente libre, sino determinado fatalmente al mal. ¿Es verdad eso?
—No es verdad. El Anticristo es moralmente libre; podría hacer el bien si quisiera, pero su orgullo es infinitamente mayor que el de cualquier otro hombre. Yo mismo, en su comparación, fui un pobre de espíritu...
— ¿Tiene ángel de la guarda?
—Sí, como todos los hombres. Y también, como todos los hombres, tiene un demonio tentador especial, que es el más alto en la jerarquía infernal; como no lo ha tenido nadie, ni Nerón, ni Lutero, ni yo; es el propio Lucifer.
— ¡Desventurado mozo! —exclamó el fraile—. ¿Por ventura podría salvarse?
—Sí. La sangre del Infame lo ha redimido también a él. Pero su obstinación es tan grande que, aun reconociendo que el Mesías es Hijo de Dios, si lo encontrara, con sus mismas manos lo clavaría de nuevo en la cruz.
— ¿Y tiene conciencia de su destino?
— ¡No! Ni Satanás, antes de su caída, tuvo conocimiento de su futura condenación.
—San Pablo dice del Anticristo que poseerá todas las seducciones de la iniquidad... ¿Realmente es tan hermoso?
—El más hermoso de los descendientes de Adán. Nadie puede compararse con él.
Hombres y mujeres enloquecerán cuando lo vean. Aunque es joven, tiene ya todos los vicios imaginables; la ambición, la crueldad, la impudicia; y sin embargo, quienes lo tratan lo creen dotado de las mayores virtudes, tan hábil es en la simulación.
— ¿Cuándo comenzará su reinado universal?
—Cuando florezca el árbol seco.
—Voltaire... ¿sufres?
—Hace diez años te dejé una señal. ¿Acaso creyó nadie en ella?
—No; los que vieron fundido mi candelero de bronce lo atribuyeron a un rayo o a un experimento a distancia. 


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