viernes, 4 de agosto de 2017

LA CIUDAD DE DIOS DE SAN AGUSTÍN



Capítulo VII. Que lo que hubo de rigor en la destrucción de Roma sucedió según el estilo de la guerra, y lo que de clemencia provino del poder del nombre de Cristo

Todo cuanto acaeció en este último saco de Roma: efusión de sangre, ruina de edificios, robos, incendios, lamentos y aflicción, procedía del estilo ordinario de la guerra; pero lo que se experimentó y debió tenerse por un caso extraordinario, fue que la crueldad bárbara del vencedor se mostrase tan mansa y benigna, que eligiese y señalase unas iglesias sumamente capaces para que se acogiese y salvase en ellas el pueblo, donde a nadie se quitase la vida ni fuese extraído; adonde los enemigos que fuesen piadosos pudiesen conducir a muchos para librarlos de la muerte, y de donde los que fuesen crueles no pudiesen sacar a ninguno para reducirle a esclavitud; éstos son, ciertamente, efectos de la misericordia divina. Pero si hay alguno tan procaz de no advertir que esta particular gracia debe atribuirse a nombre de Cristo y a los tiempos cristianos, sin duda está ciego; o no lo ve y no lo celebra es ingrato, y de que se opone a los que celebran con júbilo y gratitud este sin beneficio es un insensato. No permita Dios que ningún cuerdo quiera imputar esta maravilla a la fuerza de los bárbaros. El que puso terror en los ánimos fieros, el que los refrenó, el que milagrosamente los templó, fue Aquel mismo que mucho antes habla dicho por su Profeta: <Tomaré enmienda de ellos castigando sus culpas y pecados, enviándoles el azote de las guerras, hambre y peste; pero no despediré de ellos mi misericordia ni alzaré la mano del cumplimiento de la palabra que les tengo dada>.

Capítulo VIII. De los bienes y males, que por la mayor parte, son comunes a los buenos y malos

No obstante, dirá alguno: ¿por qué se comunica esta misericordia del Altísimo a los impíos e ingratos?, y respondemos, no por otro motivo, sino porque usa de ella con nosotros. ¿Y quién es tan benigno para con todos? <El mismo que hace que cada día salga el sol para los buenos y para los malos, y que llueva sobre los justos y los pecadores>. Porque aunque es cierto que algunos, meditando atentamente sobre este punto, se arrepentirán y enmendarán de su pecado, otros, como dice el Apóstol, <no haciendo caso del inmenso tesoro de la divina bondad y paciencia con que los espera, se acumulan, con la dureza y obstinación incorregible de su corazón, el tesoro de la divina ira, la cual se les manifestará en aquel tremendo día, cuando vendrá airado a juzgar el justo Juez, el cual compensará a cada uno, según las obras que hubiere hecho>. Con todo, hemos de entender que la paciencia de Dios respecto de los malos es para convidarlos a la penitencia, dándoles tiempo para su conversión; y el azote y penalidades con que aflige a los justos es para enseñarles a tener sufrimiento, y que su recompensa sea digna de mayor premio. Además de esto, la misericordia de Dios usa de benignidad con los buenos para regalarlos después y conducirlos a la posesión de los bienes celestiales; y su severidad y justicia usa de rigor con los malos para castigarlos como merecen, pues es innegable que el Omnipotente tiene aparejados en la otra vida a los justos unos bienes de los que no gozarán los pecadores, y a éstos unos tormentos tan crueles, con los que no serán molestados los buenos; pero al mismo tiempo quiso que estos bienes y males temporales de la vida mortal fuesen comunes a los unos y a los otros, para que ni apeteciésemos con demasiada codicia los bienes de que vemos gozan también los malos, ni huyésemos torpemente de los males e infortunios que observamos envía también Dios de ordinario a los buenos; aunque hay una diferencia notable en el modo con que usamos de estas cosas, así de las que llaman prósperas como de las que señalan como adversas; porque el bueno, ni se ensoberbece con los bienes temporales, ni con los males se quebranta; mas al pecador le envía Dios adversidades, ya que en el tiempo de la prosperidad se estraga con las pasiones, separándose de las verdaderas sendas de la virtud. Sin embargo, en muchas ocasiones muestra Dios también en la distribución de prosperidad y calamidades con más evidencia su alto poder; porque, si de presente castigase severamente todos los pecados, podría creerse que nada reservaba para el juicio final; y, por otra parte, si en la vida mortal no diese claramente algún castigo a la variedad de delitos, creerían los mortales que no había Providencia Divina. Del mismo modo debe entenderse en cuanto a las felicidades terrenas, las cuales, si el Omnipotente no las concediese con mano liberal a algunos que se las piden con humillación, diríamos que esta particular prerrogativa no pertenecía a la omnipotencia de un Dios tan grande, tan justo y compasivo, y, por consiguiente, si fuese tan franco que las concediese a cuantos las exigen de su bondad, entenderla nuestra fragilidad y limitado entendimiento que no debíamos servirle por otro motivo que por la esperanza de iguales premios, y semejantes gracias no nos harían piadosos y religiosos, sino codiciosos y avarientos. Siendo tan cierta esta doctrina, aunque los buenos y malos juntamente hayan sido afligidos con tribulaciones y. gravísimos males, no por eso dejan de distinguirse entre sí porque no sean distintos los males que unos y otros han padecido; pues se compadece muy bien la diferencia de los atribulados con la semejanza de las tribulaciones, y, a pesar de que sufran un mismo tormento, con todo, no es una misma cosa la virtud y el vicio; porque así como con un mismo fuego resplandece el oro, descubriendo sus quilates, y la paja humea, y con un mismo trillo se quebranta la arista, y el grano se limpia; y asimismo, aunque se expriman con un mismo peso y husillo el aceite y el alpechín, no por eso se confunden entre sí; así también una misma adversidad prueba, purifica y afina a los buenos, y a los malos los reprueba, destruye y aniquila; por consiguiente, en una misma calamidad, los pecadores
abominan y blasfeman de Dios, y los justos le glorifican y piden misericordia; consistiendo la diferencia de tan varios sentimientos, no en la calidad del mal que se padece, sino en la de las personas que lo sufren; porque, movidos de un mismo modo, exhala el cieno un hedor insufrible y el ungüento precioso una fragancia suavísima.


Capítulo IX. De las causas por qué castiga Dios juntamente a los buenos y a los malos

¿Qué han padecido los cristianos en aquella común calamidad, que, considerado con imparcialidad, no les haya valido para mayor aprovechamiento suyo? Lo primero, porque reflexionando con humildad los pecados por los cuales indignado Dios ha enviado al mundo tantas calamidades, aunque ellos estén distantes de ser pecaminosos, viciosos e impíos, con todo, no se tienen por tan exentos de toda culpa que puedan persuadirse no merecen la pena de las calamidades temporales. Además de esto, cada uno, por más ajustado que viva, a veces se deja arrastrar de la carnal concupiscencia, y aunque no se dilate hasta llegar a lo sumo del pecado, al golfo de los vicios y a la impiedad más abominable, sin embargo, degeneran en pecados, o raros, o tanto más ordinarios cuanto son más ligeros. Exceptuados éstos, ¿dónde hallaremos fácilmente quien a estos mismos (por cuya horrenda soberbia, lujuria y avaricia, y por cuyos abominables pecados e impiedades, Dios, según que nos lo tiene amenazado repetidas veces por los Profetas, envía tribulaciones a la tierra) les trate del modo que merecen y viva con ellos de la manera que con semejantes debe vivirse? Pues de ordinario se les disimula, sin enseñarlos ni advertirlos de su fatal estado, y a veces ni se les increpa ni corrige, ya sea porque nos molesta esa fatiga tan interesante al bien de las almas, ya porque nos causa pudor ofenderles, cara a cara, reprendiéndoles sus demasías, ya porque deseamos excusar enemistades que acaso nos impidan y perjudiquen en nuestros intereses temporales o en, los que pretende nuestra ambición o en, los que teme perder nuestra flaqueza; de modo que, aunque a los justos ofenda y desagrade la vida de los pecadores, y por este motivo no incurran al fin en el terrible anatema que a los malos les está prevenido en el estado futuro, con todo, porque perdonan y no reprenden los pecados graves de los impíos, temerosos de los suyos, aunque ligeros y veniales, con justa razón les alcanza juntamente con ellos el azote temporal de las desdichas, aunque no el castigo eterno y las horribles penas del infierno. Así pues, con justa causa gustan de las amarguras de esta vida, cuando Dios los aflige juntamente con los malos, porque, deleitándose en las dulzuras del estado presente, no quisieron mostrarles la errada senda que seguían cuando pecaban, y siempre que cualquiera deja de reprender y corregir a los que obran mal, porque espera ocasión más' oportuna, o porque recela que los pecadores pueden empeorarse con el rigor de sus correcciones, o porque no impidan a los débiles, necesitados de una doctrina sana, que vivan ajustadamente, o los persigan y separen de la verdadera creencia, no parece que es ocasión de codicia, sino consejo de caridad. La culpa está en que los que viven bien y aborrecen los vicios de los malos, disimulan los pecados de aquellos a quienes debieran reprender, procurando no ofenderlos porque no les acusen de las acciones que, los inocentes usan lícitamente; aunque este saludable ejercicio deberían practicarlo con aquel anhelo y santo celo del que deben estar internamente inspirados los que se contemplan como peregrinos en este mundo y únicamente aspiran a obtener la dicha de gozar la celestial patria. En esta suposición, no sólo los flacos, los que viven en el estado conyugal y tienen sucesión o procuran tenerla y poseen casa y familias (con quienes habla el Apóstol, enseñándoles y amonestándolos cómo deben vivir las mujeres con sus maridos y éstos con aquéllas, los hijos con sus padres y los padres con sus hijos, los criados con sus señores y los señores con sus criados) procuran adquirir las cosas temporales y terrenas, perdiendo su dominio contra su voluntad, por cuyo respeto no se atreven a corregir a aquellos cuya vida escandalosa y abominable les da en rostro, sino también los que están ya en estado de mayor perfección, libres del vinculo y obligaciones del matrimonio, pasando su vida con una humilde mesa y traje; éstos, digo, por la mayor parte, consultando a su fama y bienestar, y temiendo las asechanzas y violencias de los impíos, dejan de reprenderlos; y aunque no los teman en tanto grado que para hacer lo mismo que ellos se rindan a sus amenazas y maldades, con todo, aquellos pecados en que no tienen comunicación unos con otros, por lo común no los quieren reprender, pudiendo, quizá, con su corrección lograr la
enmienda de algunos, y, cuando ésta les parece imposible, recelan que por esta acción, llena de caridad, corra peligro su crédito y Vida; no porque consideren que su fama y vida es necesaria para la utilidad y enseñanza del prójimo, sino porque se apodera de su corazón flaco la falsa idea de que son dignas, de aprecio las lisonjeras razones con que los tratan los pecadores, y que, por otra parte, apetecen vivir en concordia entre los hombres durante la breve época de su existencia; y, si alguna vez temen la crítica del vulgo y el tormento de la carne o de la muerte, esto es por algunos efectos que produce la codicia en los corazones, y no por lo que se debe a la caridad. Esta, en mi sentir, es una grave causa, porque juntamente con los malos atribula Dios a los buenos cuando quiere castigar las corrompidas costumbres con la aflicción de las penas temporales. A un mismo tiempo derrama sobre unos y otros las calamidades y los infortunios, no porque juntamente viven mal, sino porque aman la vida temporal como ellos, y estas molestias que sufren son comunes a los justos y a los pecadores, aunque no las padecen de un mismo modo; por esta causa los buenos deben despreciar esta vida caduca y de tan corta duración, para que los pecadores, reprendidos con sus saludables consejos, consigan la eterna y siempre feliz; y cuando no quieren asentir a tan santas máximas ni asociarse con los buenos para obtener el último galardón, los 'debemos sufrir y amar de corazón, porque mientras existen en esta vida mortal, es siempre problemático y dudoso si mudarán la voluntad volviéndose a su Dios y Criador. En lo cual no sólo son muy desiguales, sino que están más expuestos a su condenación aquellos de quienes dice Dios por su Profeta: <El otro morirá, sin duda, justamente por su pecado, pero a los centinelas yo los castigaré como a sus homicidas>, porque para este fin están puestas las atalayas o centinelas, esto es, los Propósitos y Prelados eclesiásticos, para que no dejen de reprender los pecados y procurar la salvación de las almas; mas no por eso estará totalmente exento de esta culpa aquel que, aunque no sea Prelado, con todo, en las personas con quienes vive y conversa ve muchas acciones que reprender, y no lo hace por no chocar con sus índoles y genios fuertes, o por respeto a los bienes que posee lícitamente, en cuya posesión se deleita más de lo que exige la razón. En cuanto a lo segundo, los buenos tienen que examinar otra causa, y es el por qué Dios los aflige con calamidades temporales, como lo hizo Job, y, considerada atentamente, conocerá que el Altísimo opera con admirable, probidad y por un medio tan esencial a nuestra salud, para que de este modo se conozca el hombre a sí mismo y aprenda a amar a Dios con virtud y sin interés. Examinadas atentamente estas razones, veamos si acaso ha sucedido algún trabajo a los fieles y temerosos de Dios que no se les haya convertido en bien, a no ser que pretendamos decir es vana aquella sentencia del apóstol, donde dice. <Que es infalible que a los que aman a Dios, todas las cosas, así prósperas como adversas, les son ayudas de costa para su mayor bien.>


Capítulo X. Que los Santos no pierden nada con la pérdida de las cosas temporales

Si dicen que perdieron cuanto poseían, pregunto: ¿Perdieron la fe? ¿Perdieron la religión? ¿Perdieron los bienes del hombre interior, que es el rico en los ojos de Dios? Estas son las riquezas y el caudal de los cristianos, a quienes el esclarecido Apóstol de las gentes decía: <Grande riqueza es vivir en el servicio de Dios, y contentarse con lo suficiente y necesario, porque así como al nacer no metimos con nosotros cosa alguna en este mundo, así tampoco, al morir, la podremos llevar. Teniendo, pues, que comer y vestir, contentémonos con eso; porque los que procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones y lazos, en muchos deseos, no sólo necios, sino perniciosos, que anegan a los hombres en la muerte y condenación eterna; porque la avaricia es la raíz de todos los males, y cebados en ella algunos, y siguiéndola perdieron la fe y se enredaron en muchos do lores. Aquellos que en el saqueo de Roma perdieron los bienes de la tierra, si los poseían del modo que lo habían oído a este pobre en lo exterior, y rico en lo interior, esto es, si usaban del mundo como si no usaran de él, pudieron decir lo que Job, gravemente tentado y nunca vencido: <Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a la tierra. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; como al Señor le agradó, así se ha hecho; sea el nombre del Señor bendito>, para que, en efecto, como buen siervo estimase por rica y crecida hacienda la voluntad y gracia de su Señor; enriqueciese, sirviéndole con el espíritu, y no se entristeciese ni le causase pena el dejar en vida lo que había de dejar bien presto muriendo. Pero los más débiles y flacos, que estaban adheridos con todo su corazón a estos bienes temporales, aunque no lo antepusiesen al amor de Jesucristo, vieron con dolor, perdiéndolos, cuánto pecaron estimándolos con demasiado afecto; pues tan grande fue su sentimiento en este infortunio como los dolores que padecieron, según afirma el Apóstol, y dejo referido, y así convenía que se les enseñase también con la doctrina la experiencia a los que por tanto tiempo no hicieron caso de la disciplina de la palabra, pues cuando dijo el Apóstol Pablo <que los que procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones>, sin duda que en las riquezas no reprende la hacienda, sino la codicia. El mismo Santo Apóstol ordena en otro lugar a su discípulo Timoteo el siguiente reglamento para que anuncie entre las gentes, y le dice: <Que mande a los que son ricos en este mundo que no se ensoberbezcan ni confíen y pongan su esperanza en la inestabilidad e incertidumbre de sus riquezas, sino en Dios vivo, que es el que nos ha dado todo lo necesario para nuestro sustento y consuelo con grande abundancia; que hagan bien, y sean ricos de buenas obras y fáciles en repartir con los necesitados, y humanos en el comunicarse, atesorando para lo sucesivo un fundamento sólido para alcanzar la vida eterna. Los que así dispusieron de sus haberes recibieron un extraordinario consuelo, reparando sus pequeñas quiebras con un excesivo interés y ganancia, pues dando con espontánea voluntad lo pusieron en mejor cobro, formándose un tesoro inagotable en el cielo, sin entristecerse por la privación de la posesión de unos bienes que, retenidos, más fácilmente se hubieran menoscabado y consumido. Estos bienes pudieron muy bien haber perecido en esta vida mortal por los fatales accidentes que ordinariamente acaecen, los cuales, en vida, pudieron poner en las manos del Señor. Los que no se separaron de los divinos consejos de Jesucristo, que por boca de San Mateo nos dice: <No queráis congregar tesoros en la tierra, adonde la polilla y el moho los corrompen, y adonde los ladrones los desentierran y hurtan, sino atesoraos los tesoros en el cielo, adonde no llega el ladrón ni la polilla lo corrompe, porque adonde estuviere vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.> En el tiempo de la tribulación y de las calamidades experimentaron con cuánta discreción obraron en no haber desechado el consejo del Divino Maestro, fidelísimo y segurísimo custodio. Pero si algunos se lisonjearon de haber tenido guardadas sus riquezas adonde por acaso sucedió que no llegase el enemigo, ¿con cuánta más certidumbre y seguridad pudieron alegrarse los que, por consejo de su Dios, transfirieron sus haberes al lugar donde de ningún modo podía penetrar todo el poder del vencedor? Y así nuestro Paulino, Obispo de Nola, que, de hombre poderoso se hizo voluntariamente pobre cuando los godos destruyeron la ciudad de Nola, una vez ya en su poder (según que luego lo supimos por él mismo) hacía oración a Dios con el mayor fervor, implorando su piedad por estas enérgicas expresiones: <Señor, no padezca yo vejaciones por el oro ni por la plata, porque Vos sabéis dónde está toda mi hacienda.> Y estas palabras manifestaban evidentemente que todos sus haberes los había depositado en donde le había aconsejado aquel gran Dios; el cual había dicho, previendo los males futuro:, que estas calamidades habían de venir al mundo, y por eso los que obedecieron a las persuasiones del Redentor, formando su tesoro principal donde y como debían, cuando los bárbaros saquearon las casas y talaron los campos no per dieron ni aun las mismas riquezas terrenas; mas aquellos a quienes pesó por no haber asentido al consejo divino dudoso del fin que tendrían sus haberes, echaron de ver ciertamente, si no ya con la ciencia del vaticinio, a lo menos con la experiencia, lo que debían haber dispuesto para asegurar perpetuamente sus bienes. Dirán que hubo también algunos cristianos buenos que fueron atormentados por los godos sólo porque les pusiesen de manifiesto sus riquezas; con todo, éstos no pudieron entregar ni perder aquel mismo bien con que ellos eran buenos, y si tuvieron por más útil padecer ultrajes y tormentos que manifestar y dar sus fortunas; haberes, seguramente, que no eran buenos; pero a éstos, que tanta pena sufrían por la pérdida del oro; era necesario advertirles cuánto se debía tolerar por Cristo para que aprendiesen a amar, especialmente al que se enriquece y padece por Dios, esperando la bienaventuranza, y no a la plata ni al oro, pues en apesadumbrarse por la pérdida de estos metales fuera una acción pecaminosa, ya los ocultasen mintiendo, ya los manifestasen y entregasen diciendo la verdad; porque en la fuerza de los mayores tormentos nadie perdió a Cristo ni su protección, confesando, y ninguno conservó el oro sino negando, y por eso las mismas afrentas que les daban instrucciones seguras para creer debían amar el bien incorruptible y eterno eran, quizá, de más provecho que los bienes por cuya adhesión y sin ningún fruto eran atormentados sus dueños; y si hubo algunos que, aunque nada tenían que poseer patente, cómo no los daban crédito, los molestaron con injurias y malos tratamientos, también éstos, acaso, desearían gozar grandes haberes, por cuyo afecto no eran pobres con una voluntad santa y sincera, y éste es el motivo porque era necesario persuadirles que no era la hacienda, sino la codicia de ella la que merecía semejantes aflicciones; pero si por profesar una vida perfecta e intachable no tenían atesorado oro ni plata, no sé ciertamente si aconteció acaso a alguno de éstos que le atormentasen creyendo que tenía bienes; y, dado el caso de que así sucediese, sin duda, el que en los tormentos confesaba su pobreza, a Cristo confesaba; pero aun cuando no mereciese ser creído de los enemigos, con todo, el confesor de tan loable pobreza no pudo ser afligido sin la esperanza del premio y remuneración que le estaba preparada en el Cielo.


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