LA ORACIÓN EN EL HUERTO
Por
otra parte, El quiere sacar bien del mal, y para ello hace que nuestras faltas y las del prójimo sirvan a la
santificación de las almas por la penitencia, la paciencia, la humildad, la mutua
tolerancia, etc. Quiere también que, aun cumpliendo el deber de la corrección
fraterna, soportemos al
prójimo, que le obedezcamos
conforme a nuestras Reglas, viendo hasta en
sus exigencias y en sus sinrazones los instrumentos de que Dios se sirve para
ejercitamos en la virtud. Por esta razón, no temía decir San Francisco
de Sales que por medio de nuestro prójimo es como especialmente Dios nos
manifiesta lo que desea de nosotros.
Existen
profundas diferencias entre la voluntad de Dios significada y la de
beneplácito.
1º La
voluntad significada nos es conocida de antemano, y por lo general, de manera
clarísima mediante los signos del pensamiento, a saber: la palabra y la escritura. De esta manera
conocemos el Evangelio, las leyes de la Iglesia, nuestras santas Reglas; donde
sin esfuerzo y a nuestro gusto podemos leer la voluntad de Dios, confiaría a
nuestra memoria
y
meditarla. Las inspiraciones divinas y las órdenes de nuestros Superiores sólo
en apariencia son excepciones, pues ellas tienen por objeto la ley escrita,
cristiana o monástica. Al contrario, «casi no se conoce el beneplácito divino más que por los
acontecimientos.» Decimos casi, porque hay excepciones; lo que Dios hará
más tarde, podemos conocerlo de antemano, si a Él le place decirlo; también se
puede presentir, conjeturar, adivinar, ya por el rumbo actual de los hechos, ya
por las sabias disposiciones tomadas y las imprudencias cometidas. Mas, en
general, el beneplácito divino se descubre a medida que los acontecimientos se
van desarrollando, los cuales están ordinariamente por encima de nuestra
previsión. Aun en el propio momento en que se verifican, la voluntad de Dios
permanece muy oscura: nos envía, por ejemplo, la enfermedad, las sequedades
interiores u otras pruebas; en verdad que éste es actualmente su beneplácito, más
¿será durable? ¿Cuál será su desenlace? Lo ignoramos.
2º De nosotros depende siempre o el
conformarnos por la obediencia a la voluntad de Dios significada o el
sustraernos a ella por la desobediencia. Y es que Dios, queriendo poner
en nuestras manos la vida o la muerte, nos deja la elección de obedecer a su
ley o de quebrantarla hasta el día de su justicia.
Por su
voluntad de beneplácito, al contrario, dispone de nosotros como Soberano; sin
consultarnos, y a las veces aun contra nuestros deseos, nos coloca en la
situación que nos ha preparado, y nos propone en ella el cumplimiento de los deberes.
Queda en nuestro poder cumplir o no estos deberes, someternos al beneplácito o
portarnos como rebeldes; mas
es preciso aguantar los acontecimientos, queramos o no, no habiendo poder en el
mundo que pueda detener su curso. Por ese camino, como gobernador y juez
supremo, Dios restablece el orden y castiga el pecado; como Padre y Salvador,
nos recuerda nuestra dependencia y trata de hacernos entrar en los senderos del
deber, cuando nos hemos emancipado y extraviado.
3º Esto supuesto, Dios nos pide la
obediencia a su voluntad significada como un efecto de nuestra elección y de nuestra
propia determinación. Para seguir un precepto o un punto de regla, para
producir los actos de las virtudes teologales o morales, nos es precisa sin
duda una gracia secreta que nos previene y nos ayuda, gracia que nosotros podemos
alcanzar siempre por medio de la oración y de la fidelidad. Pero aun cuando la
voluntad de Dios nos sea claramente significada, puestos en trance de
cumplirla, lo hacemos por nuestra propia determinación; no necesitamos esperar
un movimiento sensible de la gracia, una moción especial del Espíritu Santo,
digan lo que quieran los semiquietistas antiguos y modernos. Por el contrario,
si se trata de la voluntad del beneplácito divino, es necesario esperar a que
Dios la declare mediante los acontecimientos: sin esa declaración no sabemos lo
que Él espera de nosotros; con ella, conocemos lo que desea de nosotros,
primero, la sumisión a su
voluntad, después, el cumplimiento de los deberes peculiares a tal o
cual situación que Él nos ha deparado.
San
Francisco de Sales hace, a este propósito, una observación muy atinada: «Hay
cosas en que es preciso juntar la voluntad de Dios significada a la de
beneplácito». Y cita como ejemplo el caso de enfermedad. Además de la sumisión a
la Providencia divina será preciso llenar los deberes de un buen enfermo, como
la paciencia y abnegación, y permanecer manteniéndose fiel a todas las
prescripciones de la voluntad significada, salvo las excepciones y dispensas
que puede legitimar la enfermedad. Insiste mucho el santo Doctor sobre que en
esta concurrencia de voluntades «mientras el beneplácito divino nos sea
desconocido, es necesario adherirnos lo más fuertemente posible a la voluntad
de Dios que nos es significada, cumpliendo cuidadosamente cuando a ella se
refiere; mas tan pronto como el beneplácito de su divina Majestad se
manifieste, es preciso rendirse amorosamente a su obediencia, dispuestos
siempre a someternos así en las cosas desagradables como agradables, en la
muerte como en la vida, en fin, en todo cuanto no sea manifiestamente contra la
voluntad de Dios significada, pues ésta es ante todo». Estas nociones son algo
áridas, pero importa entenderlas bien y no olvidarlas, por la mucha luz que
derraman
sobre las cuestiones siguientes.
3. OBEDIENCIA A LA VOLUNTAD DE DIOS SIGNIFICADA
Dejamos
ya establecido que la voluntad de Dios, tomada en general, es la sola regla
suprema, y que se avanzará en perfección a medida que el alma se conforme con
ella. Bajo cualquier forma
en que llegue hasta nosotros, sea como voluntad significada o de beneplácito,
es siempre la voluntad de Dios, igualmente santa y adorable. La obra, pues, de nuestra
santificación implica la fidelidad a una y a otra. Sin embargo, dejando
por el momento a un lado el beneplácito divino, querríamos hacer resaltar la
importancia y necesidad de adherirnos de todo corazón y durante toda nuestra existencia
a la voluntad significada, haciendo de ella el fondo mismo de nuestro trabajo.
Al fin de este capítulo daremos la razón de nuestra insistencia sobre una
verdad que parece evidente.
La
voluntad de Dios significada entraña, en primer lugar, los mandamientos de Dios y de la Iglesia, y
nuestros deberes de estado. Estos deben ser, ante todo, el objeto de
nuestra continua y vigilante fidelidad, pues son la base de la vida espiritual;
quitadla y veréis desplomarse todo el edificio.
«Teme a Dios -dice el Sabio-, y guarda
sus mandamientos, porque esto es el todo del hombre».
Podrá
alguien figurarse que las obras que sobrepasan el deber santifican más que la
de obligación, pero nada más falso. Santo Tomás enseña que la perfección
consiste, ante todo, en el fiel cumplimiento de la ley. Por otra parte, Dios no
podría aceptar favorablemente nuestras obras supererogatorias, ejecutadas con
detrimento del deber, es decir, sustituyendo su voluntad por la nuestra.
La voluntad significada abraza, en segundo lugar, los consejos. Cuando más los sigamos en conformidad con nuestra
vocación y nuestra condición, más semejantes nos harán a nuestro divino
Maestro, que es ahora nuestro amigo y el Esposo de nuestras almas y que ha de
ser un día nuestro Soberano Juez. Ellos nos harán practicar las virtudes más agradables
a su divino corazón, tales como la dulzura, y la humildad, la obediencia de espíritu y de voluntad, la
castidad virginal, la pobreza voluntaria, el perfecto desasimiento, la abnegación
llevada hasta el sacrificio y olvido de nosotros mismos; en ellos
también encontraremos el consiguiente tesoro de méritos y santidad.
Observándolos con fidelidad apartaremos los principales obstáculos al fervor de
la caridad, los peligros que amenazan su existencia; en una palabra, los consejos
son el antemural de los preceptos. Según la expresión original de José de
Maistre: «Lo que basta no basta.
El que
quiere hacer todo lo permitido, hará bien pronto lo que no lo está; el que no
hace sino lo estrictamente obligatorio, bien pronto no lo hará completamente.»
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