martes, 27 de junio de 2017

LA CIUDAD DE DIOS San Agustín


CONTINUA INTRODUCCIÓN AL LIBRO
Por lo demás, aun cuando Agustín no creía en la eternidad del Imperio, le resultaba difícil imaginar un mundo sin él. El fin del uno era para él el fin del otro. No acertaba a divisar una edad media tras los bárbaros. En este sentido su pensamiento era doblemente escatológico. Pero, según su creencia, el Imperio había sido probado, que no cambiado; y, como esto había sucedido ya incontables veces, Roma tenía aún la posibilidad de levantarse de nuevo.
Claro que le preocupaban más las almas inmortales que los reveses exteriores del destino. Sus amonestaciones, a veces conmovedoras, contra una civilización que era la suya y que en realidad, había construido algo más que teatros, le eran inspiradas por esta superior solicitud. No se dirigían contra la ruina mayestática de una Roma agonizante, sino contra los enanos de poca fe y murmuradores que, en el desierto cristiano del siglo Y, echaban de menos tristemente la opulenta casa de la servidumbre, las ollas y cebollas del paganismo.
Entre los paganos, por su parte, era corriente la versión de que la caída de Roma no era más que un castigo infligido por los dioses a aquellos que les habían vuelto las espaldas. Lo cual no era otra cosa que enmarcar el suceso reciente en el marco de una antigua polémica. Por Tertuliano y otros apologistas sabemos cómo hacían responsable a la nueva religión de todas las catástrofes: desbordamientos del Tiber, sequías, temblores de tierra, peste o hambre. Eran desgracias que, según ellos, no acontecieron cuando se ofrecían sacrificios a los dioses de la ciudad; solo eran imputables a esta religión, enemiga de la re pública.
Si hemos de creer al historiador, Zosimo, buen número de paganos se habrían dirigido al prefecto de Roma, poco antes de que se produjese su toma por Alarico, a fin de demandarle autorización para ofrecer de nuevo sacrificios. Y el papa Inocencio I se habría avenido a hacer la vista gorda ante esta infracción a las leyes cristianas, con tal de que esos sacrificios fuesen celebrados en privado, sin solemnidad externa. A lo que habrían advertido los peticionarios que las ceremonias exigidas por los dioses no podían ser eficaces para proteger a Roma si no se efectuaban públicamente en presencia del senado. Naturalmente habría sido imposible satisfacer esta nueva exigencia y el asunto no pasó de ahí.
Mas la ciudad había sido ocupada y esto había proporcionado a los paganos excelentes pretextos para renovar sus lamentaciones, con más acritud que nunca: "Ha sido en tiempos del cristianismo cuando Roma ha sido devastada, alegaban ellos, cuando el hierro y el fuego han devastado Roma... Mientras nosotros pudimos ofrecer sacrificios a nuestros dioses, Roma permanecía incólume, Roma estaba floreciente. En cambio hoy, cuando han reemplazado vuestros sacrificios a los nuestros, cuando los ofrecéis por doquier a vuestro Dios, cuando no se nos permite sacrificar a nuestros dioses, he ahí lo que ha sucedido a Roma".
Durante los primeros meses que siguieron al memorable saqueo, creyó Agustín que bastaría con responder a todas las objeciones, de cualquier parte que viniesen, por medio de su predicación, tanto más cuanto que los moradores de la capital se pusieron a reparar las ruinas y a reanudar una existencia normal, mientras que los fugitivos refugiados en Cartago y en toda África, seguían escandalizando con su indolencia y mala conducta.
Los ejemplos que ofrecían los habitantes de Roma y los refugiados no bastaban, sin embargo, para aplacar a los adversarios del cristianismo, que siguieron acusando a la doctrina cristiana: "Se tenía buen cuidado de hacer notar a los fieles, escribe el Santo, que su Cristo no les había socorrido, y este argumento había hecho mella en muchos de ellos, ya que nada permitía, en la catástrofe, pretender que Dios había hecho una discriminación entre los buenos y los malos. Si nosotros, que somos pecadores, hemos merecido estos males, ¿por qué han sido muertos por el hierro de los bárbaros los servidores de Dios y conducidas al cautiverio sus servidoras? Las Escrituras prometen que por diez justos no hará perecer Dios la ciudad, ¿es qué no había en Roma cincuenta justos? Entre tantos fieles, entre tantos religiosos, entre tantos continentes, entre tantos siervos y siervas de Dios, ¿no se han podido hallar cincuenta justos, ni cuarenta, ni treinta, ni veinte, ni diez?... Muchos han sido llevados cautivos, muchos han sido muertos, muchos han sufrido diversas torturas. ¡Tantos horrores se nos han contado! Y, a la inversa, entre los que han salvado la vida gracias al asilo cristiano, no pocos eran paganos. ¿Por qué se extiende esa divina misericordia hasta a los impíos y a los ingratos?" En el grupo de paganos que más animosidad mostraban entonces contra el cristianismo figuraba un rico individuo de Roma llamado Volusiano. Era hermano de Albina y tío de Santa Melania, la joven. Esta notable familia romana ofrecía un espectáculo un tanto extraño desde el punto de vista religioso. El padre, Probo, que vemos discurrir en las Saturnales de Macrobio, había sido el amigo íntimo de Símaco y pontífice de la diosa Vesta. Sus primas Marcela y Asela habían convertido en convento su palacio del Aventino, y más tarde en escuela bíblica, bajo la dirección de San Jerónimo. Sus dos hijas, Albina y Leta, eran cristianas fervorosas, y el antiguo pontífice pagano veía a la pequeña Paula, consagrada a Dios desde jovencita, saltar sobre sus rodillas balbuceando el Aleluya de Cristo.
Volusiano, a ejemplo de su padre, permanecía alejado del cristianismo y multiplicaba contra él las objeciones. En conversaciones con sus amigos pretendía que "de ninguna manera convienen al Estado la predicación y la doctrina cristiana, porque preceptos como no devolver a nadie mal por mal, presentar la otra mejilla a quien te abofetea en la derecha, dejar también el manto a quien quiere litigar contigo para arrebatar la túnica y caminar dos millas con quien te ha contratado para una, son nefastos para la conducta del Estado, y se oponen al bien de la República. Si el enemigo arrebata una provincia del Imperio, ¿habrá que renunciar a reconquistarla con las armas? Si han sobrevenido tales desventuras al Estado, es evidente que la culpa la tienen, los emperadores cristianos por observar la religión de Cristo".
El tribuno Marcelino, gran amigo y sostén de Agustín en la lucha, contra el donatismo el mismo que presidiera en junio del 411 la magna conferencia entre obispos católicos y los de aquella secta, está al tanto de tales reproches y se dirige, impresionado, al Santo para ponerle al corriente de las ideas que circulaban en los medios frecuentados por Volusiano, y para preguntarle qué clase de respuesta habría que dar a esas interrogaciones. También Volusiano había entrado ya en relación con Agustín y le escribía, por su parte, proponiéndole nuevas objeciones sobre la encarnación del Hijo de Dios, en nombre propio y en el de un grupo de amigos.
A entrambos corresponsales dirige el de Hipona sendas misivas extensas y bien documentadas. En la que envía a Marcelino hace notar que la impugnación se vuelve contra sus autores. Criticando la mansedumbre y generosidad de Cristo, critican igualmente los paganos a sus más grandes escritores: "¿No escribió Salustio de los grandes hombres que gobernaron y engrandecieron la República, que preferían perdonar las injurias a vengarlas? ¿No alabo Cicerón a César por no saber olvidar más que una cosa: las ofensas? "Cuando leen esto en sus autores, aclaman, aplauden... Y he aquí que oyendo la misma enseñanza, por mandato de la autoridad divina, acusan a nuestra religión de ser enemiga del Estado".
Llegado al final de su carta, se da cuenta el autor de que se ha extendido demasiado, aunque no tanto como lo reclamaría la importancia del asunto. Ruega a Marcelino que recoja otras objeciones, que "yo responderé a ellas, con la ayuda de Dios, en nuevas cartas o con libros". Palabras éstas últimas que encierran una especie de promesa y responden fielmente a los deseos expresados por Marcelino, cuando pedía a su amigo de Hipona que, para responder cabalmente a Volusiano, escribiera algún libro, que, eran sus palabras, "sería de enorme utilidad en las presentes circunstancias". Y, en efecto, iba a responder a Volusiano y a los paganos todos, no en una carta dirigida a algún individuo en particular, sino en un libro para el público de entonces y del porvenir: iba a componer La Ciudad de Dios.
La correspondencia entre Agustín de un lado y Volusiano y Marcelino de otro, tuvo lugar en el curso de los primeros meses del 412. Es decir, que había transcurrido año y medio desde la toma de Roma por Alarico y que las dificultades específicas que planteará tan sonado acontecimiento, habían perdido ya mucha de su virulencia. El año 411 se le había pasado al obispo de Hipona; parte en los preparativos para la conferencia con los donatistas, parte en poder llevar a la práctica los resultados logrados en el curso de aquella discusión. No pudo encontrar reposo para ocuparse detenidamente de problemas apologéticos. Sólo al año siguiente pudo estar dispuesto para emprender la redacción de la obra acariciada. Por lo que no hay que tomar en sentido demasiado estricto lo que leemos en las Retractaciones: "En el entretanto fue destruida Roma por la invasión e ímpetu arrollador de los godos, acaudillados por Alarico. Fue aquel un gran desastre. Los adoradores de muchos falsos dioses, a quienes llamamos paganos de ordinario, empeñados en hacer responsable de dicho desastre a la religión cristiana, comenzaron a blasfemar del Dios verdadero con una acritud y un amargor desusado hasta entonces. Por lo que yo, ardiendo en celo por la casa de Dios, decidí escribir estos libros de la Ciudad de Dios contra sus blasfemias o errores. La obra me tuvo ocupado algunos años, porque se me interponían otros mil asuntos que no podía diferir y cuya solución me preocupaba primordialmente." En conjunto, los recuerdos que evoca San Agustín en esta información son exactos, pero incompletos. No nos dice que las primeras objeciones lanzadas después del saqueo de Roma partieron de los cristianos mismos. No habla más que de los paganos, lo que le permite justificar el carácter marcadamente apologético de su obra. No explica; sobre todo, por qué se ha visto obligado a responder a dificultades especiales, surgidas a propósito de un pasajero acontecimiento histórico, con una obra inmensa, que comporta una vista de conjunto sobre la historia del universo desde la creación de los ángeles, o la historia de la humanidad desde la creación de Adán, y que se desarrolla hasta los últimos días del mundo.
En realidad, es lícito pensar que San Agustín abrigaba desde hacía muchos años el deseo de escribir esta vasta obra sobre la ciudad de Dios, o, más exactamente, sobre las dos ciudades que se reparten hoy día el imperio del mundo. Durante largo tiempo no pudo llevarlo a la práctica. La caída de Roma, los deseos de Marcelino le impulsaron a poner manos a la obra. Pero en su proyecto no se trataba únicamente de descartar algunas dificultades pasajeras; había que mostrar la conducta de la Providencia en los asuntos de este mundo, y es preciso subrayar el hecho de que, desde las primeras palabras de su prefacio a Marcelino, indica con toda precisión la finalidad que se ha propuesto y hasta los grandes lineamientos del plan que pretende seguir, al paso que no desliza la más mínima alusión en ese prefacio a la caída de Roma: "He emprendido, a instancias tuyas, carísimo hijo Marcelino, en esta obra que te había prometido, la defensa, contra aquellos que anteponen sus dioses a su Fundador, de la gloriosísima Ciudad de Dios considerada, tanto en el actual curso de los tiempos, cuando, viviendo de la fe, realiza su peregrinación en medio de los impíos, como en aquella estabilidad del descanso eterno, que ahora espera por la paciencia, hasta que la justicia se convierta en juicio, y luego ha de alcanzar por una suprema victoria en una paz perfecta. Grande y ardua empresa. Pero Dios es nuestro ayudador... Por lo cual también de la Ciudad terrena, que en su afán de dominar, aunque le estén sujetos los pueblos, está dominada ella por la pasión de la hegemonía, será menester hablar, sin omitir nada de lo que reclama el plan de esta obra ni de lo que me permita mi capacidad." Es verdad que los primeros libros de la obra y, sobre todo, los capítulos iniciales del primer libro se destinan a refutar las objeciones particulares provocadas por la toma de Roma. Pero enseguida se da uno cuenta de que esas objeciones apenas interesan ni al autor ni a sus eventuales lectores. Estos casi se han olvidado ya de las catastróficas jornadas del 410. Han transcurrido dos años desde entonces; los refugiados regresaron a la Península, la vieja capital renació de sus cenizas. Agustín persigue un designio más vasto, precisado ya al final del primer libro: "Recuerde la Ciudad de Dios que entre sus mismos enemigos están ocultos algunos que han de ser conciudadanos, porque no piense que es infructuoso, mientras aún anda entre ellos, que los soporte como enemigos hasta el día en que llegue a acogerlos como creyentes. Del mismo modo que en el curso de su peregrinación por el mundo, la Ciudad de Dios cuenta en su seno con hombres unidos a ella por la participación de los sacramentos, que no compartirán con ella el destino eterno de los santos... De hecho, las dos ciudades están mezcladas y entreveradas en este mundo hasta que el último juicio las separe. Quiero, pues, en la medida en que me ayude la gracia divina, exponer lo que estimo deber decir sobre su origen, su progreso y el fin que les espera." Vastísimo es el programa así trazado: largos años necesitaría el Santo para llevarlo a cabo.

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