San Nicéforo
Memorable historia
para dar bien a entender en qué
estriba la fuerza y
la excelencia del sagrado amor
De
lo dicho se sigue que el amor a Dios sobre las cosas ha de tener enorme
alcance. Ha de sobreponerse a todos los afectos, vencer todas las dificultades
Y preferir el honor de la amistad de Dios a todas las cosas; y digo a todas Las
cosas, absolutamente, sin excepción y reserva de ningún género, y lo digo con
gran encarecimiento, porque se encuentran personas que dejarían animosamente
todos los bienes el honor y la propia vida por nuestro Señor, las cuales, sin
embargo, no dejarían por Él otras cosas de mucha menor consideración.
En
tiempo de los emperadores Valeriano y Galieno, vivía en Anttocuía un sacerdote
llamado Sapricio, y un seglar, por nombre Nicéforo, los cuales, por causa de
su grande y ambigua amistad, se consideraban como hermanos. Más sucedió al fin,
que, no sé por qué motivos, esta amistad falló, y, según suele acontecer fue
reemplazada por un odio todavía más encendido, el cual reinó, durante algún
tiempo, entre ellos, hasta que Nicéforo, reconociendo su falta hizo tres
tentativas de reconciliación con Sanrirl al cual, unas veces por unos Y otras
veces nosotros de sus comunes amigos, hacía negar todas las palabras de
satisfacción y de sumisión que podía desear. Pero Sapricio, sin doblegarse ante
sus invitaciones, rehusó siempre la reconciliación, con tanta energía, cuanto
mayor era la humildad de Nicéforo, creyendo que si Sapricio le veía postrado
ante él y pidiéndole perdón, se sentiría más vivamente conmovido, salíosle al
encuentro en su casa, y, arrojándose decididamente a sus pies: Padre mío -le
dijo -, perdonadme; os lo ruego por el amor a nuestro Señor. Pero este acto de
humildad fue despreciado y desechado como los precedentes.
Entretanto,
levantóse una cruel persecución contra los cristianos, durante la cual,
Sapricio hizo prodigios en sufrir mil y mil tormentos por la confesión de la
fe, especialmente cuando le sacudieron y le hicieron dar vueltas en un
instrumento construido al efecto, a guisa de torno de prensa, sin que jamás
perdiese la constancia, por lo que, irritado en extremo el gobernador de
Antioquía, le condenó a muerte. Fue en seguida sacado de la cárcel, para ser
conducido al lugar donde había de recibir la corona del martirio. Apenas
Nicéforo se dio cuenta de ello corrió sin demora hacia Sapricio, y, habiéndolo
encontrado, postróse en tierra y exclamó, en alta voz: ¡Oh mártir de Cristo!,
perdonadme, pues os he ofendido. Como Sapricio no hiciese caso, el pobre
Nicéforo, dando un rodeo por otra calle, se le puso otra, vez delante, y, con
la misma humildad, conjuróle de nuevo a que le perdonara, con estas palabras:
¡Oh mártir de Cristo! perdonadme la
ofensa que os hice, como hombre que soy, expuesto a faltar; porque, he aquí que
pronto una corona os será dada por el Señor, a quien no habéis negado, sino que
habéis confesado su nombre en presencia de muchos testigos. Pero Sapricio,
prosiguiendo en su obstinada dureza, no le respondió palabra. Los verdugos,
maravillados de la perseverancia de Nicéforo: Nunca,-le dijeron - hemos visto
un Joco tan rematado como tú; este hombre va a morir en seguida, ¿por qué,
pues, necesitas su perdón? A lo que replicó Nicéforo: Vosotros no sabéis lo que
yo pido al confesor de Jesucristo pero lo sabe Dios.
Apenas
hubo llegado Saprício al lugar del suplicio, cuando Nicéforo, postrado otra vez
en tierra: Os ruego - decía -, oh mártir de Jesucristo, que me perdonéis;
porque escrito está: Pedid y se as dará
palabras que no lograron doblar el corazón desleal y rebelde del
miserable Sapricio, el cual, al negarse obstinadamente a usar de misericordia
con su prójimo, fue también, por justo juicio de Dios, privado de la gloriosa
palma del martirio; porque, al decirle los verdugos que se pusiera de rodillas,
para cortarle la cabeza, comenzó a perder el ánimo y a capitular con ellos,
hasta hacer, finalmente, este acto de deplorable y vergonzosa sumisión: ¡Ah,
por favor, no me cortéis la cabeza; voy a hacer lo que los emperadores mandan y
a sacrificara los ídolos. El buen Nicéforo, al oír esto, comenzó a clamar:¡Ah,
mi querido hermano! no queráis, os lo ruego, no queráis quebrantar la ley y
renegar de Jesucristo; no le dejéis y no perdáis la celestial corona, ganada
con tantos trabajos y tormentos. Mas ¡ay!, este infeliz sacerdote, al llegar al
altar del martirio, para consagrar su vida al Dios eterno, no se acordó de que
el príncipe de los mártires había dicho: Si, al tiempo de presentar tu ofrenda
en el altar, allí te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti,
deja allí mismo tu ofrenda, y ve primero a reconciliarte con tu hermano, después volverás a presentar tu ofrenda Por
esta causa Dios rechazó su presente.
retiró
de él su misericordia y permitió, no sólo que perdiese la suprema dicha del
martirio, sino también que se precipitase en la desgracia de la idolatría;
mientras que el humilde y dulce Nicéforo, al ver esta corona del martirio
vacante por la apostasía del empedernido Saprlcío, tocado de una feliz y
extraordinaria inspiración, se empeñó osadamente en obtenerla, diciendo a los
arqueros y a los verdugos: Amigos míos, soy cristiano de verdad y creo en
Jesucristo, de quien éste ha renegado; os ruego, pues, que me pongáis en su
lugar y que me cortéis la cabeza. Maravillados los arqueros, llevaron la nueva
al gobernador, el cual mandó que Sapricio fuese puesto en libertad y que
Nicéforo fuese ajusticiado, lo cual acaeció el día 9 de febrero del año 260 de
nuestra salud, según el relato de Metafraste y Surio. Historia espantosa, y
digna de ser muy meditada a propósito de lo que vamos diciendo. Porque ¿ves, mi
querido Teótimo, cómo este valiente Sapricio es audaz y fervoroso en la
confesión de la fe, cómo padece mil tormentos, cómo permanece inconmovible y
firme en la confesión del nombre del Salvador, mientras da vueltas y es
despedazado en aquel instrumento a manera de torno, y cómo está a punto de
recibir el golpe de muerte para llegar .a la cumbre más eminente de la fe
divina, prefiriendo el honor de Dios a su propia vida? y sin embargo, porque,
por otra parte, prefiere, antes que la voluntad divina, la, satisfacción que su
ánimo cruel siente en su odio a Nicéforo, se queda corto en la carrera, y
cuando llega el momento de alcanzar y ganar el premio de la gloria por el
martirio, cae lastimosamente, se rompe el cuello y va a dar de cabeza en la
idolatría.
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