viernes, 19 de mayo de 2017

TRATADO DEL AMOR A DIOS


 
 
Cómo la santísima caridad produce el amor al prójimo

 

Así como Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, así también le ordenó un amor al hombre a imagen y semejanza del amor debido a su divinidad. Amarás - dice - al Señor Dios tuyo con todo tu corazón. Este es el primero y el más grande mandamiento. El segundo es semejante al primero: Amarás al prójimo como a ti mismo. ¿Por qué, amamos a Dios? La causa por la cual amamos a Dios - dice San Bernardo - es el mismo Dios; como si dijera que amamos a Dios, porque es la suma e infinita bondad. ¿Por qué nos amamos a nosotros mismos en caridad? porque somos la imagen y la semejanza de Dios. Ahora bien, puesto que todos los hombres tienen esta misma dignidad, les amamos también como a nosotros mismos, es decir, en su calidad de imágenes santas y vivientes de la divinidad, porque es merced a esta cualidad, que pertenecemos a Dios con una tan estrecha alianza y amable dependencia, que no tiene ninguna dificultad en llamarse nuestro padre y en llamarnos hijos suyos; y es por esta cualidad, que somos capaces de unirnos a su divina esencia, por el goce de su bondad y de su felicidad soberana; es por esta cualidad, que recibimos su gracia, y que nuestros espíritus están asociados al suyo santísimo, hechos, por decirlo así, partícipes de su divina naturaleza, como lo dice San Pedro. De esta manera, pues, la misma caridad que produce los actos de amor a Dios produce, al mismo tiempo, los actos de amor al prójimo. Y así como Jacob vio que una misma escalera tocaba al cielo y a la tierra y servía a los ángeles tanto para subir como para bajar, igualmente sabemos nosotros que un mismo amor se extiende a amar a Dios y a amar al prójimo, levantándonos a la unión de nuestro espíritu con Dios y conduciéndonos a la amorosa compañía de los prójimos, pero de tal suerte que amamos al prójimo en cuanto es la imagen y la semejanza de Dios, creada para comunicar con la divina bondad, participar de su gracia y gozar de su gloria.

 

Amar al prójimo por caridad, es amar a Dios en el hombre o al hombre en Dios; es amar a Dios por amor al mismo, y a la criatura por amor a Dios. Habiendo llegado el joven Tablas, acompañado del ángel Rafael, a casa de Raqüel, su pariente, al cual, con todo, era desconocido, en cuanto Raqüel puso sus ojos en él, en seguida, como cuenta la Escritura, volviéndose a Ana, su mujer, le dijo: ¡Cuán parecido es este joven a mi prime hermano! Dicho esto, preguntóles: ¿De dónde sois, oh jóvenes, hermanos nuestros? A lo cual respondieron: Somos de la tribu de Neftalí, de los cautivos de Nínive. Díjoles Raqüel: ¿Conocéis a Tobías, mi primo hermano? Le conocemos, respondieron ellos. Y diciendo él muchas alabanzas de Tobías, el ángel dijo a Ragüel: Tobías, de quien hablas, es el padre de éste. Entonces Ragüel le echó los brazos, y besándole con muchas lágrimas, y llorando abrazado a su cuello, dijo: Bendito seas tú, hijo mía, que eres hijo de un hombre de bien, de un hombre virtuosísimo, Asimismo, Ana, mujer de Ragüel, y Sara, hija de ambos, prorrumpieron en llanto de ternura; ¡Oh ¿No veis cómo Raqüel, sin conocer a Tobías, le abraza, le acaricia, le besa y llora de amor, abrazado a él? ¿De dónde proviene este amor, sino del que tiene al viejo Tobías, su padre, a quien tanto se parece este joven? Betulia seas - le dice -; mas ¿por qué? No ciertamente porque eres un buen joven, pues todavía no lo sé: porque eres hijo de Tobías y te pareces a tu padre, que es un hombre muy bueno.

Cuando vemos al prójimo creado a imagen y semejanza de Dios, ¿no deberíamos decirnos, los unos a los otros: Ved cómo se parece a su Creador esta criatura? ¿No deberíamos abrazarle, acariciarle y llorar de amor por él? ¿No deberíamos llenarle de bendiciones? Más, ¿por amor a él? No, por cierto, pues no sabemos si, de suyo, es digno de amor o de odio. ¿Pues por qué? Por el amor de Dios, que lo ha formado a su imagen y semejanza y, por consiguiente, lo ha hecho capaz de participar de su bondad, en la gracia y en la gloria; por el amor de Dios, de quien es, a quien pertenece, en quien está, para quien es y a quien se parece de una manera tan singular.

Por esta causa, el amor divino no sólo ordena el amor al prójimo, sino que, muchas veces, él mismo lo produce y lo derrama en el corazón humano, como imagen y semejanza suya; pues, así como el hombre es la imagen de Dios, de la, misma manera el amor sagrado del hombre al hombre es la verdadera imagen del amor celestial del hombre a Dios. Pero este discurso del amor del prójimo requiere un tratado aparte, por lo que suplico al soberano Amante de los hombres que lo quiera inspirar a alguno de sus excelentes siervos, pues el colmo del amor a la divina bondad del Padre celestial consiste en la perfección del amor a nuestros hermanos y compañeros.

 

Del celo o celos que debemos tener para con nuestro Señor

 

El corazón de Dios es tan abundante en amor, su bien es tan infinito, que todos pueden poseerlo sin que, por esto, ninguno lo posea menos, pues esta infinita bondad no puede agotarse, aunque llene todos los espíritus del universo; porque, después que todo queda colmado de ella, su infinidad se conserva toda entera, sin la menor disminución. El sol no mira menos una rosa, aunque mire mil millones de otras flores, que si la mirara a ella sola. Y Dios no derrama menos su amor sobre un alma, aunque ame a una infinidad de ellas, que si amase a aquella sola, pues la fuerza de su amor no disminuye un punto por la multitud de rayos que despida, sino que siempre permanece en toda la plenitud de su inmensidad.

El celo que hemos de tener para con la divina Bondad es ante todo odiar, ahuyentar, estorbar, rechazar, combatir y derribar todo lo que es contrario a Dios es decir a su voluntad, a su gloria y a la santificación de su nombre. Aborrecí la injusticia - dice David - y la detesté”. ¿N o es así, Señor, que yo he aborrecido a los que te aborrecían? ¿Y no me consumía interiormente, por causa de tus enemigos? Mi celo me ha hecho consumir, porque mis enemigos se han olvidado de tus palabras. Contempla., Teótimo, a este gran rey. ¡De qué celo está animado. No odia simplemente la iniquidad, sino que abomina de ella; se consume de pena, al verla; se desmaya y desfallece, la persigue, la derriba y la extermina. De la misma manera, el celo, que devoraba el corazón de nuestro Salvador hizo que arrojase y que, al mismo tiempo, vengase la irreverencia y la profanación que aquellos vendedores y traficantes cometían en el templo.

En segunda lugar, el celo nos hace ardientemente celosos por la pureza de las almas, que son esposas de Jesucristo, según dice el Apóstol a los Corintios: Yo soy amante celoso de vosotros en nombre de Dios, pues os tengo desposado; con este único Esposo, que es Cristo, para presentaras a Él como una casta virgen. Con lo cual quiere decir el glorioso San Pablo a los Corintios: He sido enviado por Dios a vuestras almas, para tratar del matrimonio de una eterna unión entre su Hijo nuestro Salvador y vosotros; yo os he prometido a - Él para presentaros como una virgen casta a este divino Esposo, y he aquí porque estoy celoso; mas no con celos propios, sino con los celos de Dios, en cuyo nombre he tratado con vosotros.

Estos celos, Teótimo, hacían morir y desfallecer, todos los días, a este santo Apóstol: No hay día - dice - en que yo no muera por vuestra gloria. ¿Quién enferma, que no enferme yo con él? ¿Quién es escandalizado, que yo no me abrase? Ved qué cuidado y qué celos el de una gallina clueca para con sus polluelos, pues nuestro Señor no juzgó esta comparación indigna de su Evangelio. La gallina es un animal sin valor y sin generosidad, mientras no es madre; pero en cuanto llega a serlo, tiene un corazón de león, siempre con la cabeza erguida, siempre con los ojos vigilantes; siempre volviendo la vista a todos lados, por insignificante que sea la apariencia de peligro para sus pequeñuelos; no se presenta enemigo ante sus ojos, contra el cual no se lance, en defensa de sus polluelos, por los que tiene una solicitud continua, que la hace andar siempre cacareando y gimiendo. Y, si alguno de sus pequeños perece, ¡qué pena! ¡Qué cólera! Es el celo de los padres y de las madres para con sus hijos; de los pastores, para con sus ovejas; de los hermanos, para con sus hermanos. ¡Qué celo el de los hijos de Jacob, cuando supieron que Dina había sido deshonrada! ¡Qué celo el de Job, ante el temor de que sus hijos ofendiesen a Dios! ¡Qué celo el de San Pablo para con sus hermanos según la carne y para con sus hijos según Dios, por los cuales hasta deseaba ser apartado de Cristo, como un criminal digno de anatema y excomunión! ¡Qué celo el de Moisés para con su pueblo, por el cual, en cierta ocasión, quiso ser borrado del libro de la vida!

 

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