Párroco,
Poeta, Sociólogo y Ermitaño
No creo que puedan
reunirse frecuentemente en una misma persona
estos títulos, que corresponden de derecho al P. José María Robles, uno
de los que forman la larga lista de los sacerdotes seculares que honraron sobre
manera con su vida sacerdotal y su gloriosa muerte a nuestro abnegado clero
mexicano.
Natural de Mascota, en
el estado de Jalisco, después de unos brillantes estudios en el seminario de
Guadalajara, fue ordenado de sacerdote en 1913.
Todos sus compañeros de
seminario lo recuerdan con cariño, porque dotado por Dios de un gran núihero de
cualidades, era brillante en sus estudios, delicado en sus sentimientos, modelo
en su piedad, afable y cariñoso con todos, y con eso que se llama ' ;don de
gentes" podía, sin esfuerzo ninguno, atraerse a todos, simpatizar con
todos, alegrar a todos con su amena» conversación, servir a todos, como si para
ello hubiera nacido.
Sus versos no tendrán
el estro arrebatado y fulgurante que es producto de una fantasía brillante y
exaltada; son la plácida expresión de su suave y profunda piedad hacia el amor
de sus amores: Jesucristo, considerado especialmente en la manifestación de su
Corazón Sacratísimo.
Es
tu Corazón herido
mi
divina hospedería;
con
sus llagas, con su sangre,
se
sustenta el alma mía.
Allí
sana de sus males,
allí
recobra el vigor,
allí
olvida sus pesares,
allí
se inflama de amor.
No
una lanza; tus amores
te
abrieron el Corazón.
¿Quién
no vuela presuroso
a
esa Divina mansión?
.
. .En ella, Jesús, he entrado
para
vivir prisionero.
Ciérrala,
Jesús, por siempre,
que
libertad, no la quiero.
Pero aquel enamorado de
Jesucristo, bien sabía que el amor verdadero no está en las palabras, por
hermosas que sean, sino en las obras.
Por eso desde el día
feliz de su ordenación sacerdotal, se propuso hacer de su ministerio una
verdadera empresa de conquista de las sociedades para el reinado de Jesucristo,
y de las almas de sus hermanos, vivos templos del Espíritu Santo.
Por eso desde luego,
como vicario de la parroquia de Nochistlán, al lado de otro futuro mártir de
Cristo, el señor cura Román Adame, se esmeró en la práctica del ministerio
parroquial: la administración de los sacramentos, la predicación de la palabra
de Dios, la visita a los enfermos y el auxilio a los moribundos y la caridad
con los afligidos y necesitados.
Mucho sintieron los
buenos feligreses de Nochistlán su separación de aquella parroquia; pero el
señor Arzobispo Orozco y Jiménez, de tan grata memoria, estimando en aquel
joven sacerdote su celo apostólico y demás cualidades de piedad activa y
abnegación incansable, lo llevó muy pronto a la importante parroquia de
Tecolotlán, amplio campo en que podría realizar sus vivos anhelos de ser un
abanderado de Cristo Rey, en la lucha contra el infierno y sus potestades.
Allí la continua
práctica de la predicación, lo hizo llegar a ser un verdadero orador religioso,
cuyos sermones atraían a la parroquia aun a los indiferentes, no precisamente
porque en ellos encontraran una brillantez retórica, vana y deslumbrante, sino
porque estaban llenos de doctrina, expuesta con sencillez y al alcance de
todos; y la doctrina de Jesucristo, aun desprovista de galas retóricas, seduce,
convence y conmueve profundamente a las almas.
Buen pastor andaba en
busca de sus ovejas, que se habían extraviado, y a muchas volvió al redil, con
sólo el encanto de su caridad y amable conversación y trato, evidentemente
ayudados y robustecidos por la gracia de Dios.
No menos cuidaba de los
cuerpos, que de las almas. Exponente moderno de la tradición caritativa de los
grandes hijos de la Iglesia, con grandes afanes y luchas, dificultades
pecuniarias y resistencias inesperadas de parte de algunos insensatos, logró
restaurar y poner al servicio de los menesterosos, un antiguo hospital
clausurado en el tormentoso pasado de nuestra patria, logrando que para la
atención de él, se estableciera allí mismo una comunidad religiosa de abnegadas
enfermeras, con su noviciado para la formación de tantas piadosas jovencitas, a
quienes Dios llama en crecido número, con esa sublime vocación de caridad,
entre el elemento femenino mexicano.
Los jóvenes de la
parroquia no fueron olvidados por el emprendedor párroco, y a su vez fundó una
especie de seminario menor o colegio, que él mismo dirigía y en el que le
ayudaban otros celosos sacerdotes y maestros en la formación cultural y
religiosa de los buenos muchachos.
Los obreros y
campesinos, muy numerosos en la parroquia, eran una buena presa para las ideas
socialistas y comunistas, que ya fermentaban por entonces en nuestro país. El
padre Robles, alertado por las Encíclicas de León XIII, fijó en ellos muy
especialmente su atención, y como para esa cuestión social, desde jovencito
había comprendido que sólo la cristianización de las masas y sus consecuencias
sociológicas son el remedio eficaz, logró fundar un sindicato cristiano, una
obra mutualista y una cooperativa de consumo, en que agrupó a los trabajadores
de la parroquia, lo que naturalmente le suscitó algunos enemigos entre los
inficionados ya por el virus del comunismo destructor.
Prudente y previsor,
cuidó también del futuro de esas obras sociales, y para dar participación en
ellas a los seglares cristianos, de las clases directoras, fundó también un
grupo local de la benemérita A.C.J.M. Ya sabemos cuál es el ideal, tanto de los
fundadores, como de los miembros de esa Asociación. Adiestrar en el ejercicio
de la doctrina social católica a tantos jóvenes que dispersarían sin fruto, y
acaso con mucho daño suyo y de la sociedad esas gratísimas y ardientes energías
de la juventud. En dicha asociación, unos a otros los jóvenes católicos, que
tienen grandes aspiraciones para hacerse hombres útiles a la sociedad, se
ayudan y se ilustran, se fortalecen con el ejemplo y la práctica de los
Sacramentos, y se animan de todos modos a esa gran empresa e ideal. Ha de ser
obra de ellos mismos, para que le tomen cariño, y el sacerdote asume tan sólo
el cargo de Asistente Eclesiástico, para evitar desviaciones siempre posibles.
El P. Robles desempeñó
su cargo con la prudencia, la seguridad y el celo que ponía en todas sus
empresas.
Todas ellas, con ser
tan numerosas, no le impedían, a fuerza de desvelos y abnegación, atender al
culto divino, siempre magnífico en la iglesia de su parroquia; y a atender
también como si fuera esa su única ocupación, a los feligreses de su vasta
heredad religiosa.
Surgió de pronto, como
sabemos, la persecución religiosa en nuestra patria. Los conspiradores contra
el orden cristiano, comenzaron por todas partes a asesinar sacerdotes y
fervorosos católicos, empeñándose en destruir el Reinado de Jesucristo, que iba
restableciéndose lenta pero seguramente en nuestra República. Los prelados
mexicanos se vieron en la dura y tristísima necesidad de suspender el culto
público, para evitar catástrofes, y como probable motivo de reacción contra
tantas impiedades.
Los fieles de
Tecolotlán temieron por su párroco, y acudieron presurosos a ofrecerle sus
moradas para que en ellas se guareciera, mientras pasaba la tormenta. Pero él
no quería serles gravoso en manera alguna.
ni exponerlos al
peligro de represalias de los enemigos de Jesucristo, por asilar en sus casas a
un ministro de Dios; y se determinó a salir, sí, de su casa parroquial, para
refugiarse en una agreste cueva de las cercanías de la ciudad comenzando así,
gozoso, una vida de ermitaño, como en los heroicos principios de la Iglesia.
No quiere decir esto
que abandonara a sus feligreses. No es buen pastor el que deja a sus ovejas a
merced de los lobos. De su cueva montaraz hizo un centro de radiación de su
celo apostólico, entrando ocultamente en la ciudad para impartir ya a unos, ya
a otros, los auxilios espirituales y servir a Dios y a sus fieles con el culto
privado.
Su cueva habitación,
con las incomodidades que pueden suponerse, era su templo también. Allí decía
su misa todas las mañanas, y después salía a recorrer los campos y las
rancherías, bajaba a T'ecolotlán y continuaba en medio de grandes peligros su
oficio pastoral.
Se
había entregado por completo a Jesucristo, y así escribía: Es mi nave y es mi
puerto tu Corazón, mi Jesús;
en
la noche de mi vida
es
perenne y viva luz.
¡Marche
siempre generoso
a
su divino fulgor,
ya
me señale el Calvario,
ya
me señale el Tabor!
Y en efecto, Jesucristo
oyó su plegaria continua, y lo condujo por el Calvario del martirio, a la gloria
del Tabor.
Uno de aquellos
infelices agraristas, que, por el amor de las cosas de la tierra, se entregaron
en cuerpo y alma a los servidores de la conspiración comunista, sin temor al
castigo, que ya se está cumpliendo en nuestros mismos días (recuérdese el
asunto de los "braceros"), pasaba cierta mañana, muy de madrugada,
por las cercanías de la cueva, y le llamó la atención un grupo reducido de
personas, que recatándose entre las sombras del crepúsculo matutino se
encaminaban silenciosas hacia ella. Eran algunos fieles que iban a la misa del
sacerdote, y a recibir la Sagrada Comunión.
Siguióles el malvado, y
entró con ellos en la cueva, de donde salía un tibio y mortecino resplandor, el
de las velas del altarcito. Así se dio cuenta del refugio del párroco de
T'ecolotlán, y movido por Satán, salió presuroso para dar el soplo al coronel
Calderón, de la guarnición militar callista de Tecolotlán.
Con una presteza
verdaderamente diabólica, el coronel ordenó a un grupo de soldados le
siguieran, y pronto llegó a la cueva, en donde ya comenzaba la misa el padre
Robles. Echáronse sobre él, le arrancaron las vestiduras sacerdotales, y
maniatándole le sacaron de sus agreste morada y capillita, para llevarlo a la
cárcel del pueblo... ¡Porque iba a decir la Santa Misa, cosa prohibida por los
conspiradores comunistas en el poder! Ya en la cárcel, el poeta párroco,
escribió sus últimas endechas ofreciéndose a Jesucristo en holocausto:
Quiero
amar tu Corazón
Jesús
mío con delirio,
Quiero
amarlo con pasión,
quiero
amarlo hasta el martirio!
Con
el alma te bendigo
¡Oh!
Sagrado Corazón;
Dime
¿se llega el instante
de
feliz y eterna unión? . . .
Tiéndeme,
Jesús, los brazos
pues
tu pequeñito soy;
de
ellos al seguro amparo
a
donde lo ordenes voy.
Al
amparo de mi Madre
y
de su cuenta corriendo,
ya
tu pequeño del alma
vuela
a tus brazos sonriendo . . .
Era el 26 de junio de
1927. Los esbirros de Calderón, por la mañana se presentaron en la cárcel, y
dieron orden al padre Robles de que los siguiera. Para que ¡ no se les escapara!
lo ataron de las manos, y a pie lo llevaron hasta un montecillo de la sierra de
Quila, cercano a Tecolotlán; allí ya tenían cavada una fosa, y le dijeron al
padre que lo iban a ahorcar, asombrándose los miserables del gozo que inundó su
rostro al oír la noticia. Serena y piadosamente bendijo su propia sepultura.
Volviéndose luego hacia Tecolotlán, que se divisaba allá abajo, levantó su mano
para bendecir desde lejos a sus feligreses. Luego hizo lo mismo con los
agraristas, que lo iban a matar, perdonándoles; bendijo la soga preparada para el
suplicio, y él mismo se la puso al cuello, y por fin arrodillándose exclamó: "¡Tuyo,
siempre tuyo, Corazón Eucarístico de Jesús; Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu". . . Y los esbirros le suspendieron en la rama de un árbol.
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