Cómo
la voluntad, una vez muerta a sí misma, vive puramente en la voluntad de Dios.
No
dejamos de hablar con propiedad, cuando, en nuestro lenguaje, llamamos tránsito
a la muerte de los hombres, significando con ello que la muerte no es más que
un paso de una vida a otra, y que el morir no es sino atravesar los límites de
esta vida mortal para ir a la inmortal. Ciertamente,
nuestra voluntad, como nuestro espíritu, nunca puede morir; pero, a veces, va
más allá de los confines de su vida ordinaria, para vivir toda en la voluntad
divina, y es entonces cuando ni puede ni quiere querer cosa alguna, sino que se
entrega totalmente y sin reservas al beneplácito de la divina Providencia,
confundiéndose de tal manera con este divino beneplácito que ya no aparece más,
sino que está toda oculta, con Jesucristo, en Dios, donde vive, aunque no ella,
sino la voluntad de Dios en ella.
La
suma perfección de nuestra voluntad consiste en que esté tan unida con la del
soberano Bien como la de aquel santo que decía: “Oh Señor, me habéis conducido y guiado hacia
vuestra voluntad”; qué quiere decir que no habrá hecho uso de su
voluntad para conducirse a sí mismo, sino Simplemente se había dejado guiar y
llevar por la de Dios.
Del
ejercicio más excelente que podemos practicar en medio de las penas interiores
y exteriores de esta vida, mediante la indiferencia y la muerte de nuestra
voluntad.
Bendecir
a Dios y darle las gracias por todos los acontecimientos, que su Providencia
ordena, es, en verdad, una ocupación muy santa; pero,
cuando dejamos a Dios el cuidado de querer y de hacer lo que le plazca en
nosotros, sobre nosotros y de nosotros, sin atender a lo que ocurre, aunque lo
sintamos mucho, procurando desviar nuestro corazón y aplicar nuestra atención a
la bondad y a la dulzura divina, bendiciéndolas, no en sus efectos ni en los
acontecimientos que ordenan, sino en sí mismas y en su propia excelencia,
entonces hacemos, sin duda, un ejercicio mucho más eminente.
Mis ojos
están siempre fijos en el Señor, porque Él ha de sacar mis pies del lazo. ¿Has caído en las redes de las
adversidades? No mires tu desventura ni las redes en las cuales estás prendido;
mira a Dios, y déjale hacer, y Él tendrá cuidado de ti. Arroja en el seno del
Señor tus ansiedades, y Él te sustentará. ¿Por qué te entrometes en querer o no
querer los acontecimientos y los accidentes del mundo, pues no sabes lo que
debes querer, y sabiendo que Dios siempre querrá por ti todo cuanto tú puedas
querer, sin que tengas que vivir con cuidado? Atiende, pues, con sosiego de
espíritu a los efectos del beneplácito divino, y que te baste su querer, pues
siempre es bueno. Así lo ordenó Él a Santa Catalina de Sena: Piensa en Mí -le
dijo - y Yo pensaré en ti.
Es
muy difícil expresar bien esta indiferencia de la voluntad humana, así reducida
y muerta en la voluntad de Dios; porque no hay que decir, al parecer, que ella
presta su aquiescencia a la voluntad divina, pues la aquiescencia es un acto
del alma que manifiesta su consentimiento. Tampoco hay que decir que la acepta y
la recibe, porque el aceptar y el recibir son ciertas acciones, que en alguna
manera se pueden llamar pasivas, por las cuales abrazamos y tomamos lo que nos
acontece. Asimismo no hay que decir que permite, porque la permisión es un acto
de la voluntad, una especie de querer ocioso, que, verdaderamente, nada quiere
hacer, aunque quiere dejar hacer. Me parece, pues, mejor decir que el alma que
está en esta indiferencia y que, en lugar de querer cosa alguna, deja a Dios
querer lo que le plazca, mantiene su voluntad en una simple y general espera,
porque esperar no es hacer u obrar, sino estar dispuesto a cualquier acontecimiento.
Y, sí reparáis en ello, veréis que esta espera del alma es verdaderamente
voluntaria, y, sin embargo, no es una acción, sino una simple disposición para
recibir lo que acaeciere; y, cuando los acontecimientos han llegado y han sido
aceptados, la espera queda transformada en un consentimiento o aquiescencia;
pero, antes de que ocurran, el alma permanece en una simple espera, indiferente
a todo lo que a la divina voluntad pluguiere ordenar.
Nuestro
Señor expresa así la extrema sumisión de la voluntad humana a la de su Padre eterno:
El Señor Dios -dice- me abrió los oídos, es decir, me dio a conocer su
beneplácito acerca de la multitud de trabajos que debo padecer; y Yo -prosigue-
no me resistí no me volví atrás 17.
¿Qué
quiere decir: y Yo no me resistí, no me volví atrás, sino: mi voluntad
permanece en una simple espera y dispuesta a todo lo que Dios ordene, por lo
cual entrego mis espaldas a los que me azotarán y mis mejillas a tea que
mesarán mi barba preparado para todo cuanto quieran hacer de Mi? Mas te ruego,
Teótimo, que consideres que, así como nuestro Salvador, después de la oración
resignada que hizo en el huerto de los Olivos, y después de su prendimiento; se
dejó atar y conducir según el capricho de los que le crucificaron, con un
admirable abandono en sus manos de su cuerpo y de Su vida, del mismo modo puso
su alma y su voluntad, por una indiferencia perfectísima, en manos de su Padre
eterno; porque, aunque dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?,
habló así para darnos a conocer las verdaderas amarguras y penas de su alma,
mas no para oponerse a la santa indiferencia, en la cual estaba, como lo demostró
enseguida, cerrando toda su vida y su pasión con estas palabras: Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu.
Del
ejercicio más excelente que podemos practicar en medio de las penas interiores
y exteriores de esta vida, mediante la indiferencia y la muerte de nuestra
voluntad
Bendecir
a Dios y darle las gracias por todos los acontecimientos, que su Providencia
ordena, es, en verdad, una ocupación muy santa; pero, cuando dejamos a Dios el
cuidado de querer y de hacer lo que le plazca en nosotros, sobre nosotros y de
nosotros, sin atender a lo Que ocurre, aunque lo sintamos mucho, procurando
desviar nuestro corazón y aplicar nuestra atención a la bondad y a la dulzura
divina, bendicíéndolas, no en sus efectos ni en los acontecimientos que
ordenan, sino en sí mismas y en su propia excelencia, entonces hacemos, sin
duda, un ejercicio mucho más eminente.
Mis ojos
estarán siempre fijos en el Señor, porque Él ha de sacar mis pies del lazo. ¿Has caído en las redes de las
adversidades? No mires tu desventura ni las redes en las cuales estás prendido;
mira a Dios, y déjale hacer, y Él tendrá cuidado de ti. Arroja en el seno del Señor tus ansiedades, y
Él te sustentará. ¿Por qué te entro
metes en Querer o no querer los acontecimientos y los accidentes del mundo, pues
no sabes lo que debes querer, y sabiendo que Dios siempre querrá por ti todo
cuanto tú puedas querer, sin que tengas que vivir con cuidado? Atiende, pues,
con sosiego de espíritu a los efectos del beneplácito divino, y que te baste su
querer, pues siempre es bueno. Así lo ordenó Él a Santa Catalina de Sena: Piensa en Mí -le dijo - y Yo pensaré en ti. Es muy difícil
expresar bien esta indiferencia “por lo cual entregó mis espaldas y mis mejillas a los que
mesaban mi barba” por lo cual entrego mis espaldas a los que me azotarán
y mis mejillas a lo; que mesarán mi barba” o preparado para todo cuanto quieran
hacer de Mí. Mas te ruego, Teótimo, que consideres que, así como nuestro
Salvador, después de la oración resignada que hizo en el huerto de los Olivos,
y después de su prendimiento, se dejó atar y conducir según el capricho de los
que le crucificaron, con un admirable abandono en sus manos de su cuerpo y de
Su vida, del mismo modo puso su alma y su voluntad, por una indiferencia perfectísima,
en manos de su Padre eterno; porque, aunque dijo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, habló así para
darnos a conocer las verdaderas amarguras y penas de su alma, mas no para
oponerse a la santa indiferencia, en la cual estaba, como lo demostró enseguida,
cerrando toda su vida y su pasión con estas palabras: Padre, en tus manos
encomiendo mi espíritu.
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