Que la unión de nuestra voluntad con el beneplácito
de Dios se hace principalmente en las tribulaciones.
Las
penas consideradas en sí mismas no pueden ser amadas, pero consideradas en su
origen, es decir, en la providencia y en la voluntad divina, son infinitamente
amables. Mira la vara de Moisés en el suelo, y es una serpiente espantosa: mírala
en manos de Moisés, y obra maravillas. Mira las tribulaciones en sí mismas, y
te parecerán horribles; míralas en la voluntad de Dios, y son amores y
delicias. ¡Cuántas veces nos acontece que recibimos a regañadientes las medicinas
de manos del médico o del farmacéutico, y, al sernos ofrecidas por una mano
querida, el amor se sobrepone a la repugnancia, y las tomamos con gozo!
Ciertamente, el amor o libra al trabajo de su aspereza, o lo hace amable.
Amar
los sufrimientos y las aflicciones, por amor de Dios, es el punto más
encumbrado de la caridad; porque, en esto, nada hay que sea amable, fuera de la
voluntad divina; hay una gran contradicción por parte de nuestra naturaleza, y
no sólo se renuncian los placeres, sino también se abrazan los tormentos y los
trabajos.
El
maligno espíritu sabía muy bien que era éste el último refinamiento del amor,
cuando, después de haber oído de labios de Dios que Job era justo, recto y
temeroso de Dios, que huía de todo pecado y que permanecía firme en su inocencia,
tuvo todo esto en muy poca cosa, en comparación con el sufrimiento de las
aflicciones, por las cuales hizo la última y suprema prueba del amor de este
gran siervo a Dios; y, para que estos sufrimientos fuesen extremados, los hizo
consistir en la pérdida de todos sus bienes y de todos sus hijos, en el abandono
de todos sus amigos; en una fuerte contradicción por parte de sus más
allegados, y de su misma esposa; contradicción llena de desprecios, de burlas,
de reproches, a todo lo cual juntó casi todas las enfermedades que puede
padecer un hombre, especialmente una llaga general, cruel, infecta y horrible.
Ahora
bien, mira al gran Job, como rey de los desgraciados de la tierra, sentado
sobre un estercolero, como sobre el trono de la miseria, cubierto de llagas, de
úlceras, de podredumbre, como quien anda vestido con el traje real adecuado a
la cualidad de su realeza; en medio de una tan grande abyección y
anonadamiento, que, de no haber hablado, no se podría discernir si era un
hombre convertido en estercolero, o sí el estercolero era un montón de
podredumbre en forma de hombre, oye como exclama: Si
recibimos las bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibiremos también los
males?. ¡Dios mío! ¡Cuán grande es el amor de estas _ palabras! Considera
que has recibido los bienes de la mano de Dios y da una prueba de que no había
estimado tanto estos bienes por ser bienes, cuanto porque venían de la mano del
Señor. De lo cual concluye que es menester soportar
amorosamente las adversidades, pues proceden de la misma mano del Señor,
igualmente amable cuando reparte aflicciones que cuando da consolaciones.
Todos reciben gustosamente los bienes; pero recibir los males, es tan sólo
propio del amor perfecto, que los ama tanto más, cuanto que no son amables sino
por la mano que los envía.
De la unión de nuestra voluntad con el beneplácito divino, en
las aflicciones espirituales, por la resignación.
El
amor a la cruz nos mueve a imponernos aflicciones voluntarias, como ayunos,
vigilias, cilicios y otras maceraciones de la carne, y nos hace renunciar a los
placeres, a los honores y a las riquezas. El amor, en estos ejercicios, es muy
agradable al Amado. Sin embargo, todavía lo es más cuando aceptamos con
paciencia, dulcemente y con agrado, las penas, los tormentos y las
tribulaciones, en consideración a la voluntad divina que nos las envía. Pero,
el amor alcanza la plenitud de la excelencia, cuando, además de recibir con
paciencia y dulzura las aflicciones, las queremos, las amamos y las aceptamos
con cariño por causa del divino beneplácito del cual ellas proceden.
Esta
unión y conformidad con el beneplácito divino se hace o por la santa
resignación o por la santa indiferencia. Ahora bien, la resignación se practica
a manera de esfuerzo y sumisión; quisiera vivir en lugar de morir; sin embargo,
puesto que la voluntad de Dios es que muera, me
conformo con ello. Estas son palabras de resignación y de aceptación,
fruto del sufrimiento y de la paciencia.
De la unión de nuestra voluntad con el beneplácito divino por la
indiferencia.
La
indiferencia está por encima de la resignación, porque no ama cosa alguna, sino
por amor a la voluntad de Dios. El corazón indiferente, sabedor de que la
tribulación, no deja de ser hija, muy amada del divino beneplácito, la ama
tanto como a la consolación, aunque ésta sea más agradable, y aun ama más la
tribulación, porque nada ve en ella de amable, si no es la señal de la voluntad
de Dios. Si yo no quiero otra cosa
que
agua pura, ¿qué me importa que me la sirvan en vaso de oro o en vaso de
cristal, pues, al fin, no beberé sino el agua? Mejor dicho, me gustará más en
vaso de cristal, pues no tiene otro color que el del agua, la cual, por lo
mismo, aparece en él mucho más clara.
Heroica
y mas que heroica fue la indiferencia del incomparable San Pablo: estoy
apretado- dice a los Filipenses - por dos lados, pues deseo verme libre de este
cuerpo y estar con Jesucristo, cosa muchísimo mejor, y también permanecer en
esta vida piar vosotros. En lo cual fue imitado por el gran obispo San Martin,
quien, al llegar al fin de su vida, a pesar de que se abrasaba en deseos de ir
a Dios, no dejó, empero, de manifestar que, con gusto, hubiera permanecido
entre los trabajos de su cargo para el bien de su querido rebaño.
El
corazón indiferente es como una pelota de cera entre las manos de Dios, para
recibir de una manera igual todas las impresiones del querer eterno: un corazón
indiferente para elegir, igualmente dispuesto a todo, sin ningún otro objeto
para su voluntad que la voluntad de Dios; que no pone su afecto en las cosas
que Dios quiere, sino en la voluntad de Dios que las quiere.
Por
esta causa, cuando la voluntad de Dios se manifiesta en varias cosas, escoge,
al precio que sea, aquella en la cual aparece más clara. El beneplácito de Dios
se encuentra en el matrimonio y en la virginidad, pero porque resplandece más
en la virginidad, el corazón indiferente la escoge, aun a costa de la vida, tal
como acaeció a la hija espiritual de San Pablo, Santa Tecla, a Santa Cecilia, a
Santa Ágata y a otras mil. La voluntad se encuentra en el servicio del pobre y
en el del rico, pero algo más en el del pobre; el corazón indiferente tomará
este partido. La voluntad de Dios aparece en la modestia, practicada entre las
consolaciones, y la paciencia, practicada entre las tribulaciones; el corazón
indiferente escogerá ésta, porque ve en ella más voluntad de Dios. En una
palabra, la voluntad de Dios es el supremo objeto del alma indiferente;
dondequiera que la ve, corre al olor de sus perfumes y busca siempre aquello
donde más se manifiesta, sin consideración a otra cosa alguna.
Es
conducido por la divina voluntad como por un lazo suavísimo, y la sigue por
dondequiera que va: llegaría a preferir el infierno al paraíso, si supiese que
en aquél hay un poco más de beneplácito divino que en éste.
Que la unión de nuestra voluntad con el beneplácito
de Dios se hace principalmente en las tribulaciones.
Las
penas consideradas en sí mismas no pueden ser amadas, pero consideradas en su
origen, es decir, en la providencia y en la voluntad divina, son infinitamente
amables. Mira la vara de Moisés en el suelo, y es una serpiente espantosa: mírala
en manos de Moisés, y obra maravillas. Mira las tribulaciones en sí mismas, y
te parecerán horribles; míralas en la voluntad de Dios, y son amores y
delicias. ¡Cuántas veces nos acontece que recibimos a regañadientes las medicinas
de manos del médico o del farmacéutico, y, al sernos ofrecidas por una mano
querida, el amor se sobrepone a la repugnancia, y las tomamos con gozo!
Ciertamente, el amor o libra al trabajo de su aspereza, o lo hace amable.
Amar
los sufrimientos y las aflicciones, por amor de Dios, es el punto más
encumbrado de la caridad; porque, en esto, nada hay que sea amable, fuera de la
voluntad divina; hay una gran contradicción por parte de nuestra naturaleza, y
no sólo se renuncian los placeres, sino también se abrazan los tormentos y los
trabajos.
El
maligno espíritu sabía muy bien que era éste el último refinamiento del amor,
cuando, después de haber oído de labios de Dios que Job era justo, recto y
temeroso de Dios, que huía de todo pecado y que permanecía firme en su inocencia,
tuvo todo esto en muy poca cosa, en comparación con el sufrimiento de las
aflicciones, por las cuales hizo la última y suprema prueba del amor de este
gran siervo a Dios; y, para que estos sufrimientos fuesen extremados, los hizo
consistir en la pérdida de todos sus bienes y de todos sus hijos, en el abandono
de todos sus amigos; en una fuerte contradicción por parte de sus más
allegados, y de su misma esposa; contradicción llena de desprecios, de burlas,
de reproches, a todo lo cual juntó casi todas las enfermedades que puede
padecer un hombre, especialmente una llaga general, cruel, infecta y horrible.
Ahora
bien, mira al gran Job, como rey de los desgraciados de la tierra, sentado
sobre un estercolero, como sobre el trono de la miseria, cubierto de llagas, de
úlceras, de podredumbre, como quien anda vestido con el traje real adecuado a
la cualidad de su realeza; en medio de una tan grande abyección y
anonadamiento, que, de no haber hablado, no se podría discernir si era un
hombre convertido en estercolero, o sí el estercolero era un montón de
podredumbre en forma de hombre, oye como exclama: Si
recibimos las bienes de la mano de Dios, ¿por qué no recibiremos también los
males?. ¡Dios mío! ¡Cuán grande es el amor de estas _ palabras! Considera
que has recibido los bienes de la mano de Dios y da una prueba de que no había
estimado tanto estos bienes por ser bienes, cuanto porque venían de la mano del
Señor. De lo cual concluye que es menester soportar
amorosamente las adversidades, pues proceden de la misma mano del Señor,
igualmente amable cuando reparte aflicciones que cuando da consolaciones.
Todos reciben gustosamente los bienes; pero recibir los males, es tan sólo
propio del amor perfecto, que los ama tanto más, cuanto que no son amables sino
por la mano que los envía.
De la unión de nuestra voluntad con el beneplácito divino, en
las aflicciones espirituales, por la resignación.
El
amor a la cruz nos mueve a imponernos aflicciones voluntarias, como ayunos,
vigilias, cilicios y otras maceraciones de la carne, y nos hace renunciar a los
placeres, a los honores y a las riquezas. El amor, en estos ejercicios, es muy
agradable al Amado. Sin embargo, todavía lo es más cuando aceptamos con
paciencia, dulcemente y con agrado, las penas, los tormentos y las
tribulaciones, en consideración a la voluntad divina que nos las envía. Pero,
el amor alcanza la plenitud de la excelencia, cuando, además de recibir con
paciencia y dulzura las aflicciones, las queremos, las amamos y las aceptamos
con cariño por causa del divino beneplácito del cual ellas proceden.
Esta
unión y conformidad con el beneplácito divino se hace o por la santa
resignación o por la santa indiferencia. Ahora bien, la resignación se practica
a manera de esfuerzo y sumisión; quisiera vivir en lugar de morir; sin embargo,
puesto que la voluntad de Dios es que muera, me
conformo con ello. Estas son palabras de resignación y de aceptación,
fruto del sufrimiento y de la paciencia.
De la unión de nuestra voluntad con el beneplácito divino por la
indiferencia.
La
indiferencia está por encima de la resignación, porque no ama cosa alguna, sino
por amor a la voluntad de Dios. El corazón indiferente, sabedor de que la
tribulación, no deja de ser hija, muy amada del divino beneplácito, la ama
tanto como a la consolación, aunque ésta sea más agradable, y aun ama más la
tribulación, porque nada ve en ella de amable, si no es la señal de la voluntad
de Dios. Si yo no quiero otra cosa
que
agua pura, ¿qué me importa que me la sirvan en vaso de oro o en vaso de
cristal, pues, al fin, no beberé sino el agua? Mejor dicho, me gustará más en
vaso de cristal, pues no tiene otro color que el del agua, la cual, por lo
mismo, aparece en él mucho más clara.
Heroica
y mas que heroica fue la indiferencia del incomparable San Pablo: estoy
apretado- dice a los Filipenses - por dos lados, pues deseo verme libre de este
cuerpo y estar con Jesucristo, cosa muchísimo mejor, y también permanecer en
esta vida piar vosotros. En lo cual fue imitado por el gran obispo San Martin,
quien, al llegar al fin de su vida, a pesar de que se abrasaba en deseos de ir
a Dios, no dejó, empero, de manifestar que, con gusto, hubiera permanecido
entre los trabajos de su cargo para el bien de su querido rebaño.
El
corazón indiferente es como una pelota de cera entre las manos de Dios, para
recibir de una manera igual todas las impresiones del querer eterno: un corazón
indiferente para elegir, igualmente dispuesto a todo, sin ningún otro objeto
para su voluntad que la voluntad de Dios; que no pone su afecto en las cosas
que Dios quiere, sino en la voluntad de Dios que las quiere.
Por
esta causa, cuando la voluntad de Dios se manifiesta en varias cosas, escoge,
al precio que sea, aquella en la cual aparece más clara. El beneplácito de Dios
se encuentra en el matrimonio y en la virginidad, pero porque resplandece más
en la virginidad, el corazón indiferente la escoge, aun a costa de la vida, tal
como acaeció a la hija espiritual de San Pablo, Santa Tecla, a Santa Cecilia, a
Santa Ágata y a otras mil. La voluntad se encuentra en el servicio del pobre y
en el del rico, pero algo más en el del pobre; el corazón indiferente tomará
este partido. La voluntad de Dios aparece en la modestia, practicada entre las
consolaciones, y la paciencia, practicada entre las tribulaciones; el corazón
indiferente escogerá ésta, porque ve en ella más voluntad de Dios. En una
palabra, la voluntad de Dios es el supremo objeto del alma indiferente;
dondequiera que la ve, corre al olor de sus perfumes y busca siempre aquello
donde más se manifiesta, sin consideración a otra cosa alguna.
Es
conducido por la divina voluntad como por un lazo suavísimo, y la sigue por
dondequiera que va: llegaría a preferir el infierno al paraíso, si supiese que
en aquél hay un poco más de beneplácito divino que en éste.
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