VIII. EL «HIJO DEL HOMBRE» Y LA «PIEDRA».
El
punto de vista que acabamos de exponer nos permite comprender por qué la visión
profética de las grandes potencias paganas —tan completa y precisa como puede
serlo visión semejante— no hace mención alguna de la mayor entre todas: el
Imperio Romano.
Es que
éste no era una simple parte del informe coloso condenado a la ruina, sino el
cuadro y el molde material permanente del Reino de Dios.
Las
grandes potencias del mundo antiguo no han hecho más que pasar por la historia;
sólo Roma vive siempre. La roca del Capitolio fue consagrada por la piedra
bíblica, y el imperio romano se convirtió en la grande montaña que, según la
visión profética, debía formarse de esa piedra. En cuanto a la piedra misma, ¿qué
puede significar sino el poder monárquico de aquel que fue llamado la Piedra
por excelencia y sobre quién fue fundada la Iglesia Universal, este monte de Dios?
De ordinario la imagen de la piedra misteriosa del libro de Daniel es aplicada
al mismo Jesucristo. Debe advertirse, con todo, que Jesús, que utilizaba con
frecuencia al profeta Daniel en su
predicación, tomó de éste para aplicarla a su persona no ya la imagen de la
piedra, sino otra designación que convirtió casi en su nombre propio: el Hijo
del Hombre. Es el nombre que emplea en el texto fundamental de San Mateo: « ¿Quién
dicen los hombres que es el Hijo del Hombre.” Jesús es el Hijo del Hombre visto
por el profeta Daniel (Daniel, VII, 13). En cuanto a la piedra (Daniel, II, 34,
35, 45), no designa directamente a Jesús, sino al poder fundamental de la
Iglesia, a cuyo primer representante el mismo Hijo del Hombre aplicó esta imagen:
«Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta
piedra...»
Nuestra
manera de ver está directamente confirmada por el contexto de la profecía de
Daniel. Trata ésta de un Reino procedente de Dios, pero visible y terrestre, que
debe reemplazar a los grandes imperios paganos después de haberlos dominado y
destruido.
La
aparición y triunfo de este quinto Reino (que en un texto paralelo es llamado
«el pueblo de los santos del Altísimo» —Dan., VII, 18, 27— y que es,
evidentemente, la Iglesia Universal) están representados simbólicamente por la
piedra que, tras de haber desmenuzado los pies del coloso, se hace un grande
monte y llena toda la tierra.
Por
consiguiente, si (da piedra» de Daniel significara directamente a Cristo,
habría que admitir que es Cristo mismo quien se convirtió en «el gran monte »,
es decir, en la monarquía universal de la Iglesia que sustituyó a los imperios
paganos. Pero, ¿por qué habríamos de atribuir gratuitamente al autor
verdaderamente inspirado de ese libro maravilloso, tan confusa e incongruente
imagen, cuando existe una explicación ciara y armónica, no sólo admisible, sino
simplemente impuesta por la comparación de dichos textos proféticos con el texto evangélico respectivo? En aquéllos
como en éste, en Daniel como en San'
Mateo,
están el Hijo del Hombre y la Piedra de la Iglesia. Pero, como es absolutamente
cierto que el Hijo del Hombre del libro profético y el Hijo del Hombre del
Evangelio designan a idéntica persona, el Mesías, la analogía exige que la
imagen de la Piedra eclesiástica tenga, en ambos casos, igual sentido. Mas en
el Evangelio la Piedra es evidentemente el príncipe de los apóstoles —«tú eres
Pedro;»—, ergo la piedra del profeta Daniel prefigura también al depositario primordial
del poder monárquico en la Iglesia Universal, piedra no arrojada por mano
humana, sino por el Hijo de Dios vivo y por el mismo Padre celestial que reveló
al monarca de la Iglesia la verdad divino-humana, causa primera de su poder.
Señalemos
asimismo esta coincidencia admirable: es el gran rey de Babilonia,
representante típico de la falsa monarquía universal, quien vio en un sueño
misterioso al principal representante de la verdadera monarquía universal. Lo
vio bajo la imagen significativa de la piedra que se convirtió en su nombre
propio.
Y vio
también el contraste perfecto de las dos monarquías; la una, que comenzando en
la cabeza de oro termina en los píes de barro que caen desmenuzados, y la otra,
que iniciada en una piedrecilla remata en inmensa montaña que llena el mundo.
IX. MONS. FILARETO DE MOSCU, SAN JUAN
CRISÓSTOMO,
DAVID STRAUSS Y DE PRESSENSÉ SOBRE EL
PRIMADO
DE PEDRO.
Rendidos
a la evidencia, ortodoxos de buena fe nos dicen : «Es
verdad que Jesucristo instituyó en la persona de San Pedro un poder central y
soberano para la Iglesia; pero no vemos cómo y por qué habría pasado tal poder
a la Iglesia romana y al papado.»
Se reconoce
a la piedra desgajada sin intervención de manos humanas, pero no se quiere ver
la gran montaña que de ella procede. Y, sin embargo, el hecho está claramente
explicado en la Escritura Sagrada por medio de imágenes y parábolas que se
saben de memoria, pero no por eso son mejor comprendidas.
Sí una
piedra que se transforma en monte no es más que un símbolo, la transformación
de un germen simple y apenas visible en cuerpo orgánico infinitamente más
grande y complicado es un hecho real.
Y precisamente
con este hecho real explica el Nuevo Testamento por anticipado el desarrollo de
la Iglesia, grande árbol que fue al principio imperceptible grano y que hoy
procura amplío abrigo a las bestias de la tierra y a las aves del cielo.
Aun
más, entre los mismos católicos ha habido espíritus ultra dogmáticos que,
admirando en justicia la encina inmensa que les cubre con su sombra, rehúsan
con todo admitir que esa abundancia de formas orgánicas haya surgido de tan
sencilla y rudimentaria estructura como la de una bellota ordinaria.
De
creérseles, para que la encina provenga de la bellota, ésta ha debido contener,
diferenciada y manifiestamente, ya que no todas las hojas, al menos todas las
ramas del gr.an árbol; ha debido ser no sólo substancialmente idéntica a éste,
sino además completamente semejante. En cambio, otros espíritus de tendencia opuesta
—espíritus ultracríticos— se ponen a examinar minuciosamente la pobre bellota
por todos lados. Como es natural, no le encuentran nada de parecido con la gran
encina, ni entrelazadas raíces, ni robusto tronco, ni ramas tupidas, ni hojas
onduladas y resistentes. (¡¡Todo humbug!!» (1), dicen, la bellota no es ni
puede ser otra cosa que bellota; en cuanto a la gran encina con todos sus
atributos, demasiado sabemos de dónde viene; la inventaron los jesuitas en el
Concilio Vaticano. Lo vimos con nuestros propios ojos... en el libro de Janus
(2).
A
riesgo de parecer librepensador a.los ultradogmatistas y de ser, al mismo
tiempo, acusado de jesuita disfrazado por los espíritus críticos, debo afirmar esta
verdad totalmente cierta: Sin género de duda, la bellota tiene una estructura
sencilla y rudimentaria; es imposible hallar en ella todas las partes
constitutivas de una gran encina, y, sin embargo, ésta ha salido verdaderamente
de la bellota sin ningún artificio ni usurpación, sino con todo derecho y hasta
con derecho divino. Porque Dios, que no está sujeto a las necesidades del
tiempo, del espacio o del mecanismo material, ve en el germen actual de las
cosas todo el poder oculto de su porvenir, y El debió ver, determinar y
bendecir en la bellotita la poderosa encina, como en el grano de mostaza de la
fe de Pedro distinguió y anunció al árbol inmenso de la Iglesia católica que debía
cubrir con sus ramas la tierra.
Habiendo
recibido de Jesucristo el depósito del soberano poder universal que debía
subsistir y desenvolverse en la iglesia en el curso de toda su duración sobre
la tierra, Pedro no ejerció personalmente el poder más que en la medida y
formas que admitía el primitivo estado de la Iglesia apostólica. La acción del
príncipe de los apóstoles era tan poco semejante al gobierno de los Papas
modernos como la bellota a la encina, lo que no ¿empecé? que sea el papado
producto natural, lógico y legítimo del primado de Pedro.
En
cuanto al primado de éste, aparece tan claro en los libros históricos del Nuevo
Testamento que nunca fue discutido por los teólogos de buena fe, ya fueran ortodoxos,
racionalistas o judíos.
Ya
citamos al eminente escritor israelita José Salvador como testigo imparcial de
la institución positiva de la Iglesia por Jesucristo y del preponderante papel
que en ella tocó a Pedro (3). Otro escritor, no menos libre de todo prejuicio
católico, David Strauss, el conocido jefe de la escuela crítica alemana, se vio
obligado a defender el primado de Pedro contra los polemistas protestantes, a
quienes acusa de prevención manifiesta (4). En lo que Se refiere a los
representantes de la ortodoxia oriental, nada mejor que citar de nuevo a
nuestro teólogo único, Filareto, de Moscú.
Según
él, el primado de Pedro es «claro y evidente” (5).
Después
de recordar que Pedro recibió de Cristo la especial misión de confirmar a sus
hermanos, es decir, a los otros apóstoles, el eminente jerarca ruso continúa en
los siguientes términos: «Aun cuando, en efecto, la resurrección del Señor fuera
revelada a las mujeres miróforas, esto no confirmó a los apóstoles en la fe de
ella (Lucas, XXIV, 11). Pero, una vez que el Resucitado hubo aparecido a Pedro,
los otros apóstoles, aun antes de la aparición que les fue común, dijeron con
firmeza: «Ha resucitado el Señor verdaderamente y ha aparecido a Simón» (Lucas,
XXIV, 34).
Y por
último, cuando se trató de llenar el vacío dejado en el coro apostólico por la
apostasía de Judas, Pedro es el primero en advertirlo y en tomar una decisión.
(Continuara)
“AL FINAL RUSIA SE CONVERTIRÁ…”
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