V. LAS LLAVESLAS LLAVES DEL REINO.
Como
si no quisiera dejar duda alguna posible sobre la intención y el alcance de sus
palabras relativas a la piedra de la Iglesia, Jesús las completa confiriendo explícitamente
el poder de las llaves, la intendencia suprema de su Reino, al poder
fundamental de la Iglesia instituido en la persona de Simón Pedro. «Y a ti daré
las llaves del Reino de los cielos.» Debemos aquí, ante todo, excluir un
contrasentido que nuestros polemistas «ortodoxos» atribuyen a Jesucristo. Para
borrar lo más posible la diferencia entre Pedro y los otros apóstoles, se
afirma que el poder de las llaves no es más que el poder de atar y desatar.
Después
de decir: «Y a ti daré las llaves», Jesús habría repetido la misma promesa en
otros términos.
Pero
cuando se habla de llaves, debería decirse cerrar y abrir en vez de atar y
desatar, así como vemos, en efecto, en el Apocalipsis (para limitarnos sólo al
Nuevo Testamento) : «0 ekon tin kleida tou David, o
anoigon
kai oudeis kleiei, kai kleiei, kai oudeis anoigei: El que tiene la llave de
David, El que abre y ninguno cierra; cierra y ninguno abre.» (Apoc, III, 7.)
Se
puede cerrar y abrir una habitación, una casa, una ciudad, pero sólo se puede
atar y desatar los seres y los objetos particulares que se hallan en la
habitación, en la casa, en la ciudad. El texto evangélico en cuestión es una
metáfora, pero metáfora no significa necesariamente absurdo. La imagen de las
llaves del Reino (de la residencia real: beth-ha-melek debe representar por
fuerza un poder más vasto y más genera que la imagen, de atar y desatar.
Como
el poder especial de atar y desatar fue dado a Pedro en los mismos términos con
que luego fue conferido a los otros apóstoles (Math., XVIII, 18), es fácil ver
por el contexto de este último capítulo que este poder inferior sólo mira a los
casos individuales («si tu hermano pecare contra ti», etc.), lo cual
corresponde exactamente al sentido de la metáfora empleada por el Evangelio.
Únicamente los casos de conciencia personales y los destinos de las almas
individuales caen bajo el poder de atar y desatar dado a los otros apóstoles después
de Pedro. En cuanto al poder de las llaves del Reino, conferido a Pedro
únicamente (tanto en el sentido preciso de nuestro texto como según la analogía
bíblica), no puede referirse más que a la totalidad de la Iglesia, significando
un poder supremo social y político: el gobierno general del Reino de Dios sobre
la tierra. No se debe separar la vida del alma cristiana de la organización de
la Iglesia Universal ni confundirla con esta organización. Son dos órdenes de
cosas diferentes, si bien íntimamente ligados.
Así
como la doctrina de la Iglesia no es un simple compuesto de creencias
personales, tampoco puede reducirse el gobierno de la Iglesia a la dirección de
las conciencias individuales y de la vida moral privada.
Basada
en la unidad de la fe, la Iglesia Universal, en cuanto-cuerpo
social, real y vivo, debe también manifestar unidad de acción capaz de
reaccionar con éxito en cada momento de su existencia histórica contra los esfuerzos
reunidos de los poderes enemigos que quieren destruirla dividiéndola. En un
cuerpo social vasto y complejo la unidad de acción supone todo un sistema de
funciones orgánicas subordinadas a un centro común que pueda moverlas en cada
momento dado en la dirección querida. Así como la unidad de la fe ortodoxa está
definitivamente garantizada por la autoridad dogmática de uno solo que habla
por todos, la unidad de acción eclesiástica está, de igual modo., condicionada
necesariamente por el poder dirigente de uno solo que se extiende a toda la
Iglesia.
Pero
en la Iglesia una y santa, basada en la verdad, no podría el gobierno estar
separado de la doctrina y el poder central y supremo no puede pertenecer, en el
orden eclesiástico, más que a aquel que, con autoridad divinamente asistida,
representa y manifiesta, en el orden religioso, la unidad, la verdadera fe.
Por
esto es que las llaves del Reino sólo fueron dadas a aquel que es, por su fe,
la Piedra de la Iglesia.
VI. EL GOBIERNO DE LA IGLESIA UNIVERSAL, CENTRO
DE
UNIDAD.
La Iglesia no es solamente la reunión perfecta de los
hombres con Dios en Cristo; es además el orden social que la voluntad
suprema ha establecido para cumplir en él y por él esa unión divino-humana.
Basada en ¡a verdad eterna, la Iglesia es
perfección de la vida en lo porvenir, como fue en el pasado y es todavía
en el presente el camino que conduce a esa perfección ideal. La
existencia social de la humanidad en la tierra no puede quedar fuera de la
nueva unión de lo divino y de lo humano realizada en Cristo. Si los elementos
de nuestra misma vida material son transformados y santificados por los
sacramentos, ¿cómo podría ser que el orden social y político, forma esencial de
la existencia humana, quede entregado inerme a la lucha de los intereses
egoístas, a la contradicción de las pasiones mortíferas, al conflicto de las
opiniones falaces? Pues el hombre es necesariamente un ser social, el objeto
definitivo de la operación divina en la humanidad es la creación de una
sociedad universal perfecta. Más no se trata de una creación ex nihilo.
La materia de la sociedad perfecta está dada: es la
sociedad imperfecta, la humanidad tal cual es. Esta no queda excluida ni
suprimida por el Reino de Dios; por el contrario, es atraída a la esfera del
Reino para ser regenerada, santificada, transfigurada.
Cuando
se trata de unir a Cristo el ser individual del hombre, la religión no se
contenta con la comunión invisible y puramente espiritual, quiere que el hombre
comulgue con su Dios en la totalidad de su existencia hasta con el acto
fisiológico de la alimentación.
En
esta comunión mística, pero real, la materia del sacramento no queda solamente
destruida y aniquilada, sino que es transubstanciada, es decir, que la
substancia interior e invisible del pan y del vino es exaltada a la esfera de
la corporeidad divinizada de Cristo y absorbida por ella, al paso que la
actualidad fenomenal o exterior apariencia de esos objetos permanece sin cambio
alguno sensible para poder obrar en las condiciones dadas de nuestra existencia
física uniéndola al cuerpo de Dios.
De igual
modo, cuando se trata de la vida colectiva y pública de la humanidad, ella debe
también ser místicamente transubstanciada sin dejar de conservar las especies o
exteriores formas de la sociedad terrestre.
Estas
mismas formas, ordenadas y consagradas de cierta manera, deben servir de bases
reales y de instrumentos visibles a la acción social de Cristo en su iglesia.
Desde
el punto de vista cristiano la obra de Dios en la humanidad no tiene por objeto
definitivo la manifestación del poder divino (idea musulmana), sino la unión
libre y recíproca de los hombres con Dios.
Y para
cumplir tal obra el medio propio no es la acción oculta de la Providencia que
conduce a individuos y pueblos por caminos desconocidos hacia fines incomprensibles.
Esta acción absoluta y exclusivamente sobrehumana es siempre indispensable,
pero no basta por sí sola.
La
humanidad, sobre todo desde la reunión real e histórica de lo divino y lo
humano en Cristo, debe tomar también una parte positiva en sus destinos, debe
comulgar socialmente con Cristo.
Pero
si deben los hombres mortales participar aquí abajo, real y actualmente, al
gobierno invisible y sobrenatural de Cristo, es necesario que dicho gobierno esté
revestido de las especies sociales visibles y naturales.
Para
obrar en la humanidad imperfecta, y junto con ella, la perfección de la gracia
y de la verdad divinas en Jesucristo, debe estar representada y servida por una
institución social, divina en su origen, objeto y poderes, y humana por sus
medios de acción adaptados a todas las exigencias de la vida histórica.
Para
dirigir la vida pública de la humanidad entera hacia el amor divino y para
determinar la opinión pública en el sentido de la verdad divina, es necesario que
haya en la Iglesia un gobierno universal divinamente autorizado. Este debe
tener caracteres definidos y manifiestos para que todo el mundo pueda conocerlo
y debe ser permanente para que siempre pueda apelarse a él; debe ser divino en
su substancia para imponerse definitivamente a la conciencia religiosa de todo hombre
bien informado y bien intencionado, y debe ser humano e imperfecto en su
manifestación histórica para que sea posible la resistencia moral, para dejar
sitio a las dudas, a la lucha, a las tentaciones, a todo aquello que constituye
el mérito de la virtud libre y verdaderamente humana.
Para
formar la primera base de reunión entre la conciencia social de la humanidad y
el gobierno providencial de Dios, para participar de la Majestad divina y
estar, al mismo tiempo, adaptado a la actualidad humana, el poder supremo de la
Iglesia, admitiendo las diversas formas de
gobierno que varían según los tiempos y lugares, debe siempre conservar, como
centro de unidad, su carácter puramente monárquico.
Si la
Iglesia Universal tuviera un gobierno exclusivamente colectivo, si su poder
supremo sólo estuviera representado por un concilio, la unidad de su acción
humana (que la vincula a la unidad absoluta de la verdad divina) sólo podría
tener dos bases: o el acuerdo unánime y perfecto de todos sus miembros o la
mayoría de votos, como en las asambleas laicas.
Esta
última suposición es incompatible con la majestad de Dios, que estaría obligada
a acomodar en todo momento su voluntad y su verdad a la agrupación fortuita de
las opiniones y al juego de las pasiones humanas.
En
cuanto a la unanimidad y la concordia completa y permanente, tal estado de la
conciencia social podría, sin duda, gracias a su intrínseca excelencia moral,
corresponder a la perfección divina y manifestar infaliblemente la acción de
Dios en la humanidad.
Pero,
sí el principio político de la mayoría de votos está por bajo de la dignidad
divina, el principio ideal de la unanimidad inmediata, espontanea y constante queda
por desgracia demasiado por encima de la actual condición humana.
La
unidad perfecta que Jesucristo, en su oración Pontifical, nos presentó como
objeto definitivo de su obra, no puede ser supuesta como base real y manifiesta
de ésta. El medio más seguro de no alcanzar nunca la perfección deseada es
imaginar que ya ha sido alcanzada. La unanimidad y solidaridad consciente, el amor
fraternal, y la concordia libre, forman el ideal de la Iglesia, ideal que todo
el mundo acepta.
Pero
la diferencia entre una quimera y el divino ideal de la unidad es que éste tiene un punto
de apoyo real (el dos moi pou stó de la mecánica social) para ganar terreno
poco a poco aquí abajo y triunfar gradual y sucesivamente de todas las
potencias de discordia.
Es
absolutamente necesario un principio de unidad real e indivisible para resistir
a las tendencias profundas y vivaces de división en el mundo y en la Iglesia misma.
Mientras la unidad religiosa —unidad de la gracia y la verdad— llega a ser en
cada creyente la esencia misma de su vida y el lazo perfecto e indisoluble que
le une a todo prójimo, necesita que el principio de esta unidad universal
exista objetivamente v obre sobre todo el mundo bajo las «especies» de un poder
social visible y determinado.
La
Iglesia una y universal es perfecta por la concordia y unanimidad de todos sus
miembros ; pero para que pueda ser en medio de la actual discordia, le hace falta
un poder de unificación y de conciliación, poder inaccesible a esa discordia y
en continua reacción contra ella, que se mantenga superior a todas las
divisiones, que agrupe en torno suyo a todos los hombres de buena voluntad.,
que denuncie y condene todo cuanto es contrario al Reino de Dios sobre la tierra.
Cuando se quiere el Reino, debe quererse también al único camino que puede
conducir a él a la humanidad colectiva.
Entre
la actualidad odiosa de la discordia que reina en este mundo y la deseable
unidad del amor perfecto en que Dios reina, está el camino necesario de la
unidad legal y autoritaria que vincula el hecho humano al derecho divino.
El
círculo perfecto de la Iglesia Universal necesita de un centro único, no para
ser perfecto, sino para ser. La Iglesia terrestre llamada a contener en sí muchedumbre de las naciones, para continuar
siendo una sociedad real debía oponer a
todas las divisiones nacionales un poder universal determinado. La Iglesia terrestre
que debía ingresar en el curso de la historia y sufrir, en sus circunstancias y
relaciones externas, cambios y variaciones incesantes, necesitaba, para regular
su identidad, de un poder esencialmente conservador y con todo activo,
inalterable en el fondo y dúctil en las formas. Por último, la Iglesia
terrestre destinada a obrar y a sostenerse contra todas las potestades del mal
en medio de una humanidad inválida, debía contar con un punto de apoyo
absolutamente firme e irrefragable, más fuerte que las puertas del infierno.
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