SE REÚNEN EN
CONSEJO CONTRA EL SALVADOR
y JUDAS LE VENDE (continuación)
Los sacerdotes principales y los ancianos del pueblo,
indignados porque días antes el Salvador les había reprendido con dureza por
sus vicios y errores, «se habían reunido otra vez en el palacio del Pontífice,
que se llamaba Caifás» (Mt 26, 3), Y tomaron dos determinaciones: prender a
Jesús sin violencia ni publicidad, y hacerlo después de la Pascua; esto último
no porque tuvieran en cuenta que iba a ser un día de fiesta importante, sino
porque vendría mucha gente a Jerusalén que conocía a Jesús, y que había
recibido favores de Él y le querían y, si llegaban a saber que estaba preso,
quizá se amotinaran y le libertaran. Pero todo lo hicieron al revés: prendieron
al Salvador con violencia y a mano armada, y le mataron durante la fiesta. Es
evidente que los propósitos humanos son nada frente a las decisiones de Dios.
El motivo por el que cambiaron
la determinación que habían tomado, pudo muy bien
ser éste: Judas.
Judas estaba ya sólo con el cuerpo entre los apóstoles,
porque en su interior se había puesto de parte de los enemigos de Cristo. Salió
tan enfadado del banquete de Betania porque, además, sabía que los fariseos
buscaban a Jesús para matarle, y pensó que no le convenía en esas
circunstancias seguir apareciendo como discípulo del Señor; así que decidió
asegurarse y ganar de una sola jugada amigos poderosos y dinero. «Se fue
entonces a hablar con los sacerdotes principales» (Mt 26, 14) y, por lo que
parece, les animó en sus planes de matar al Salvador, diciendo que él había
vivido largo tiempo con Él y que merecía la muerte que pretendían.
Se ofreció como aliado, y hasta les prometió
entregarles a Jesús si le pagaban.
«Se alegraron» mucho (Me 14, 11 Y Le 22,5) de que
también Judas, un discípulo, le juzgara como ellos. Prometieron pagarle treinta
monedas de plata, y Judas consideró que era suficiente ese precio para vender
al Señor, Divina Majestad. Traidor a Dios, Justicia y Verdad, fue fiel a los
enemigos de Dios, a la injusticia y a día, tan próximo ya, de su humillante
muerte; parece como si, cumplido su oficio de Maestro, les anunciara la
mentira; y «desde aquel momento andaba buscando la ocasión oportuna para
entregarle» (Mt 26, 16).
Pero Jesucristo se entregó a la muerte porque quiso,
y no fue la violencia o el engaño lo que le puso en la cruz, sino su libre
voluntad. Por eso, cuanto más se acercaba el momento de su muerte, también Él
se había ido acercando al lugar de su Pasión. Vimos cómo había llegado a
Jerusalén en la Fiesta de los Ramos, y cómo en los días siguientes hizo algunas
idas y venidas desde Betania al Templo y a la Ciudad. Después, como punto final
de su predicación, avisó a sus discípulos del el comienzo de su tarea de
Redentor. «Sabéis bien -les había dicho- que dentro de dos días es la Pascua;
quiero haceros saber que, ese mismo día, vaya ser entregado a los judíos y
gentiles para que me crucifiquen» (Mt 26, 2).
....
Estas son las cosas que me ha parecido necesario
resumir previamente para, así, poder entender con más claridad la historia de
la sagrada Pasión.
JUEVES SANTO
Por la mañana del jueves, primer día de los panes ázimos,
estando el Salvador en Betania o quizá ya camino de Jerusalén, los discípulos
le preguntaron dónde le gustaría que prepararan lo necesario para celebrar la
Pascua (Mt 26, 17). El Salvador encargó a Pedro y a Juan de los preparativos, y
les dijo: «Adelantaos vosotros dos a Jerusalén y, al entrar, encontraréis un hombre
con un cántaro de agua en la cabeza; seguidle hasta la casa donde vaya, al
dueño le dais este recado de mi parte: El Maestro te envía a decir: el momento está
muy cerca, quiero celebrar en tu casa la Pascua con mis discípulos. Y él os
enseñará una sala grande, amueblada; preparad allí las cosas» (Mt 26, 18-19, y
Le 22, 7-13). Los dos discípulos obedecieron y todo sucedió como el Salvador
les había dicho; y prepararon lo necesario para la fiesta en casa de aquel
hombre afortunado a quien Jesús, con un recado tan amistoso, pidió su casa.
El Salvador llega a Jerusalén para celebrar la
Pascua
Después, llegó el Señor «con los otros discípulos» a
Jerusalén y fue a casa de su amigo, que le estaba esperando. Encontraron todo
preparado: el cordero, las lechugas amargas, los panes sin levadura, los
bastones
y las demás cosas necesarias para celebrar la Pascual
A la hora indicada inició el Señor la ceremonia; sacrificaron el cordero,
rociaron con su sangre el umbral de la casa, y lo asaron al fuego, luego el
Señor se calzó, se ciñó el vestido, tomó el bastón y se puso en pie junto a la
mesa, y los apóstoles hicieron lo mismo: después comieron el cordero con pan
sin levadura y lechuga amarga, de pie y de prisa, como quien está de paso. Los
judíos hacían todo esto en recuerdo de su liberación y salida de Egipto, y era
también como una figura o símbolo de la liberación del pecado que habíamos de
conseguir gracias a la sangre derramada por Jesucristo. Nuestro Salvador, en
aquel momento, y con una gran entereza, estaba comenzando su Pasión.
Terminada la ceremonia, dejaron los bastones y se sentaron
a la mesa para la cena ordinaria. Mientras comían, el Salvador, con toda su
ternura, puso de manifiesto el tremendo amor que sentía por sus apóstoles, diciéndoles
cuánto había deseado cenar con ellos antes de morir (Le 22, 15). «He deseado
ardiente mente comer esta Pascua con vosotros antes de padecen. El misterio que
iba a suceder en aquella cena era tan grande, que necesitaba para realizarse
del infinito deseo del Hijo de Dios. Les dijo también que aquélla era su última
cena, y que ya no cenaría más con ellos hasta que se viesen juntos en el
Banquete del Cielo, donde todo deseo se cumple (v. 16). «Vosotros habéis estado
conmigo y no me habéis abandonado en los momentos de prueba», por eso estaréis
también conmigo cuando yo triunfe: «Yo dispongo que mi reino sea para vosotros,
como mi Padre ha dispuesto que su reino sea para Mí, para que os sentéis
conmigo a mi mesa, y comáis y bebáis; y luego os sentaré sobre tronos como jueces
de las doce tribus de Israel» (v. 28-30). Esto decía el Salvador a sus amigos,
consolándoles, porque quedaban huérfanos, y les prometía una gran herencia para
después de su muerte.
Judas estaba entre ellos disimulando su traición. Y el
Salvador, con su inimitable misericordia, comía a la mesa y en el mismo plato
con un hombre de quien sabía que trataba de venderle, y que había señalado ya el
precio, y que no pensaba en otra cosa sino en encontrar la ocasión oportuna
para entregarle. El Señor, para hacerle ver que sabía su secreto, que iba a
morir voluntariamente, y para ablandar su corazón, se quejó: «Ciertamente os
digo que uno de vosotros me va a traicionar» (Mt 26, 21; Me 14, 18, y Le 22,
21). Al oír esto, todos se entristecieron, y se miraban unos a otros asustados;
y examinaban su propia conciencia por ver si había en ella algún rastro de esa traición.
Aunque su conciencia no les acusara, por temor y para tranquilizarse a sí mismo
y a los demás, cada uno preguntaba con humildad: «Señor, ¿soy acaso yo?»
Siguieron cenando; estaban trece a la mesa y, es probable,
mojarían el pan tres y hasta cuatro personas en un mismo plato. Los apóstoles
insistían al Señor para que dijese quién era el traidor, y les librase así de la
sospecha de los demás y de su propio temor. Pero el Salvador quería salvar a
Judas, y no descubrió del todo el secreto, no fuera a ocurrir que el odio de
sus compañeros terminara de hundirle del todo. Jesús, al contrario, recalcó más
la amistad, que despreciaba Judas con su traición: «De verdad os digo que el
que me ha de vender» no sólo está a la mesa conmigo, sino que «moja su pan en
mi mismo plato» (Mt 26,23). «El Hijo del Hombre sigue su camino» hacia la cruz;
pero va porque quiere, y por obedecer a su Padre, y para salvar a los hombres;
«así está escrito; pero [desdichado del que entrega al Hijo del Hombre!»; ahora
se cree que triunfa y que va a ganar amigos y dinero, pero en rea lidad va
hacia el tormento eterno, tan grande, que «más le valiera no haber nacido»
...
Judas, al verse descubierto, y que la señal de mojar
en el plato iba por él, con tan poca vergüenza en la cara como poco era el
temor de Dios que tenía en el corazón, preguntó: « ¿Soy yo acaso, Señor?». Y el
Salvador, en voz baja, para que los demás no lo oyeran, respondió: «Tú lo has
dicho», que, según el modo de hablar de los hebreos, es lo mismo que decir: Sí.
El Salvador lava los pies a sus apóstoles
Era la noche del jueves, «antes del día solemne de la
Pascua. Sabía Jesús que había llegado su hora», que aquel era el dia en que, al
morir, «había de pasar de este mundo a su Padre, y aunque siempre había tenido
mucho amor a los suyos, que estaban en este mundo, al final de su vida les dio
mayores muestras de este amor». Una vez terminada la cena, Judas ya decidido a
venderle, Él, Hijo Único de Dios, lleno de ternura y amor hacia los suyos, se
levantó de la mesa, se quitó la túnica, se ciñó una toalla, y echó agua en un
lebrillo, se arrodilló, y se dispuso a lavar los pies de sus discípulos (Jn
23).
Al hacer esto, no sólo dio un gran ejemplo de humildad,
sino de amor. El amor nunca tiene en poco ningún trabajo por bajo que sea. Y
esto hizo el Señor, «se humilló y tomó el aspecto de un siervo» (Filip 2, 7); y
no tuvo asco, nada más comer, de limpiar los pies sucios de los apóstoles Aquel
que tuvo amor al lavar con su sangre nuestros pecados.
Empezó por Pedro, al que solía dar el primer lugar como
cabeza de los apóstoles. Es así como debe empezar la limpieza y reforma de las
costumbres: por los que hacen cabeza. Pero Pedro, al ver una cosa tan nue va e
insólita, se negó con su vehemencia acostumbrada: «[Señor, ¿lavarme Tú a mí los
pies?!». Esto es más para pensar que para explicarlo, dice San Agustín: «Tú ...
a mí». ¿Quién es ese «Tú»; quién, ese «a mí»?
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