LIBERTAD
RELIGIOSA
y
LIBERTAD
ECLESIÁSTICA
Es el orden de la religión y de la
Iglesia puede entenderse por libertad dos cosas muy distintas: primera, la
independencia del cuerpo eclesiástico (clero y fieles) en relación con el poder
exterior del Estado, y segunda, la independencia de los individuos en materia
de religión; es decir, el derecho concedido a cada uno de pertenecer
abiertamente a tal o cual comunión, de pasar libremente de una de ellas a otra,
o de no pertenecer a ninguna y profesar impunemente toda especie de creencias e
ideas religiosas, así positivas como negativas (1). Para evitar confusiones
llamaremos a la primera libertad eclesiástica, y a la segunda, libertad
religiosa (2).
Toda Iglesia supone cierta suma de creencias comunes, y el que no las comparta
no puede gozar en la comunidad de iguales derechos que los creyentes. El poder
de reaccionar por todos los medios espirituales contra los miembros infieles y
de excluirlas definitivamente de la comunidad, es uno de los atributos
esenciales de la libertad eclesiástica.
En cuanto a la libertad religiosa, sólo
entra en el dominio propio de la Iglesia de manera indirecta: el único que
puede admitir o restringir directamente el derecho de las personas a profesar
abiertamente lo que creen en materia de religión es el poder temporal del
Estado. La Iglesia no puede ejercitar más que una influencia mora! para
determinar al Estado o ser más o menos tolerante. Ninguna Iglesia se ha
mostrado nunca indiferente a la propaganda de creencias extrañas que amenazaran
quitarle sus fieles. Pero se trata de saber qué armas debe emplear la Iglesia
para combatir a sus enemigos; ¿debe limitarse a los medios espirituales de la
persuasión, o debe recurrir al Estado para usar de sus armas materiales, la
coacción y la persecución? Ambos modos de lucha contra los enemigos de la
Iglesia no se excluyen absolutamente. Puede distinguirse entre el error
intelectual y la mala voluntad, y obrando contra el primero por vía de
persuasión, defenderse de la segunda quitándole los medios de dañar (3). Pero
hay una condición absolutamente indispensable para que sea posible la lucha
espiritual: es que la Iglesia misma posea la libertad eclesiástica, que no se
encuentre sujeta al Estado. El que tiene las manos atadas no puede defenderse
por sus propios medios; está obligado a
confiarse en el socorro de otro. Una Iglesia de Estado completamente sujeta al
poder secular y que sólo existe gracias a él, ha abdicado de su poder
espiritual, y sólo puede ser defendido con cierto éxito con armas materiales (4).
En otros siglos, la Iglesia Católica
romana (que siempre ha gozado de la libertad eclesiástica y que nunca ha sido
Iglesia de Estado), al paso que luchaba contra sus enemigos con las armas
espirituales de la enseñanza y la predicación, autorizaba a los Estados
católicos a poner la espada temporal al servicio de la unidad religiosa. Hoy no
hay Estados católicos; en Occidente, el Estado es ateo y la Iglesia romana
continúa existiendo y prosperando, apoyada únicamente en la espada espiritual,
en la autoridad moral y en la ubre predicación de sus principios. Pero una
jerarquía entregada al poder temporal y probando con ello estar privada de
fuerza interior, ¿cómo podría ejercer la autoridad moral de que ha abdicado? Nuestra
institución eclesiástica actual ha abrazado exclusivamente los intereses del
Estado para recibir de él la garantía de su existencia amenazada por los
disidentes.
1) No trataremos aquí de una tercera clase de libertad: la de diferentes cultos reconocidos por el Estado. Cierta libertad de cultos (en su status quo) se impone por fuerza en un imperio como Rusia, que cuento más de treinta millones de súbditos ajeno a la Iglesia dominante.
(2) Los términos usados en este último sentido —libertad de conciencia y libertad de confesión-— debían ser desechados por impropios. La conciencia es siempre libre y nadie puede impedir que un mártir confiese su fe.
(3) Admitimos esta distinción
en principio (in abstracto), pero estamos lejos de recomendarla como regla
práctica.
(4) Esto lo confiesan con
mucha ingenuidad nuestros mismos escritores eclesiásticos. Por ejemplo, en una
serie de artículos de la Revista ortodoxa (Pravoslavnoié Obozrenié) relativos a
la lucha del clero ruso contra los disidentes, el autor, M. Tchistiakof,
después de exponer las hazañas del obispo Pitirim, de Nijni Novgorod, cuyo celo
era invariablemente apoyado por las tropas del vicegobernador Rjevskí, llega a
la conclusión que el célebre misionero debía todos sus éxitos a esta ayuda del
poder secular y al derecho de llevar por la fuerza a los disidentes a escuchar
su predicación. (Prav. Obozr., octubre 1887, p. 348). En la misma revista, año
1882, puede hallarse parecidas confesiones sobre las misiones contemporáneas
entre los paganos de la Siberia Oriental.
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