17 DE ENERO
SAN ANTONIO,
ABAD
Epístola – Ecles; XLV, 1-6
Evangelio – San Lucas; XII, 35-40
Oriente y Occidente se unen hoy para celebrar al Patriarca de los Cenobitas,
al gran Antonio. La institución monástica existía ya antes de él, como lo
demuestran irrecusables monumentos; pero Antonio aparece como el primer Abad,
porque fue el primero que dio forma estable a las distintas familias de monjes
dedicados al servicio divino, bajo el cayado de un solo pastor. Huésped
primeramente de la soledad, y famoso por sus luchas con los demonios, consintió
que se juntasen a su alrededor algunos discípulos atraídos por la fama de sus
obras prodigiosas, y por el atractivo de la perfección; fue el comienzo de la
vida monástica en el desierto. Toca a su fin la era de los mártires; la
persecución de Diocleciano va a ser la última; es la hora en que la Providencia
que vela por la Iglesia, va a inaugurar en ella una nueva milicia. La
institución monacal va a darse a conocer públicamente a la sociedad cristiana;
no bastan ya los Ascetas, aun consagrados. Por todas partes van a surgir los
monasterios, lo mismo en el desierto que en las ciudades, de manera que los
fieles van a tener en adelante ante la vista un continuo acicate para la guarda
de los mandamientos de Cristo, con la práctica fervorosa y literal de los consejos.
Las tradiciones apostólicas de la oración continua y de la penitencia se
mantendrán vivas; se cultivará la ciencia sagrada con amor, y no tardará la
Iglesia en ir a buscar a estas ciudadelas del espíritu, sus más valientes
defensores, sus más santos Obispos, sus Apóstoles más generosos. El ejemplo de Antonio
será un modelo para los siglos venideros; se tendrá presente que no bastaron a
retenerle en el desierto ni los encantos de la soledad ni las dulzuras de la
contemplación, y que en lo más duro de la persecución pagana, se trasladó a
Alejandría para animar a los cristianos al martirio. Tampoco se olvidará que en
otra lucha más encarnizada todavía, la del arrianismo, volvió a aparecer en la populosa
ciudad, para predicar al Verbo consubstancial al Padre, confesar la fe de
Nicea, y sostener el valor de los ortodoxos. ¿Quién olvidará nunca los lazos
que unieron a Antonio con el gran Atanasio? ¿Quién no se acordará de la visita
que el ilustre campeón del Hijo de Dios, hizo al Patriarca del desierto, y que
procuró por todos sus medios promover el desenvolvimiento de la institución
monástica, colocando la esperanza de la salvación de la Iglesia en la fidelidad
de los monjes, y que quiso escribir por su propia mano la vida de su amigo? En
este admirable relato es donde podemos aprender a conocer a Antonio; en él se
revelan la grandeza y sencillez del hombre que estuvo siempre tan cerca de
Dios. A la edad de diez y ocho años, heredero ya de una cuantiosa fortuna, oye
en la Iglesia la lectura de un paso del Evangelio en que el Señor aconseja
deshacerse de todos los bienes terrenos para poder tender a la vida perfecta.
Esto le basta; abandona inmediatamente todo cuanto posee y se abraza con la
pobreza voluntaria durante el resto de su vida. Empújale el Espíritu Santo hacia el desierto-, donde los poderes del
infierno han emplazado todas sus baterías para hacer retroceder al soldado de
Dios; diríase que Satanás se ha dado cuenta de que el Señor ha determinado
construir una ciudad en el desierto, y que ha enviado allí a Antonio para
levantar los planos. Comienza entonces una lucha cuerpo a cuerpo con los
espíritus del mal, pero el joven egipcio sale vencedor aun a costa de
sufrimientos. Ha logrado conquistar la nueva palestra en la que se consumará la
victoria del cristianismo sobre el Príncipe del mundo. Después de veinte años
de combate que le han dado temple de acero, su alma ha quedado fija en Dios;
entonces es cuando se revela al mundo. A pesar de sus esfuerzos por permanecer
oculto, tiene que responder a los que acuden a consultarle y a pedirle sus
oraciones; a su alrededor agrúpanse los discípulos, y así llega a ser el primer
Abad. Sus lecciones sobre la perfección cristiana son oídas con avidez; su enseñanza
es al mismo tiempo sencilla y profunda, y sólo baja de las alturas de la
contemplación para animar a las almas. Cuando sus discípulos le preguntan por
la virtud más propia para combatir las asechanzas de los demonios y conducir
con seguridad al alma a la perfección, responde que esa virtud no es otra que
la discreción. Cristianos de todas las esferas de la sociedad acuden al anacoreta
cuya fama de santidad y milagros corre por todo el Oriente. Muchos van por
gozar de la emoción de un verdadero espectáculo, y no ven más que a un hombre
sencillo, de carácter dulce y agradable. La placidez de sus facciones es un reflejo
de su alma. No le causa turbación el verse rodeado de gente, ni vana complacencia
las señales de consideración y respeto que le prodigan, porque en su alma, libre
de pasiones humanas, habita Dios. Tampoco faltan los filósofos, entre los que quieren
contemplar al prodigio del desierto. AI verles llegar, les dirige Antonio la
palabra: "¿Por qué os habéis molestado, oh filósofos, en venir a ver a un
loco?" Desconcertados por tal recibimiento, contestáronle que no le tenían
por tal, sino que estaban convencidos de su gran cordura. "En ese caso,
repuso Antonio, si me consideráis sabio, imitadme." No nos dice San
Atanasio si el resultado de esta visita fue la conversión de aquellos hombres.
Otros llegaban atacando, en nombre de la razón, el misterio de un Dios encarnado
y crucificado. Antonio sonríe al oírles proponer sus sofismas, y termina por
decirles: "Ya que estáis tan bien impuestos en dialéctica, Respondedme,
por favor:" "Tratándose del conocimiento de Dios ¿a quién se debe de
hacer más caso, a la acción eficaz de la fe o los argumentos de la razón?"
— "A la acción eficaz de la fe", respondieron. — "Pues bien,
repuso Antonio, para probar el poder de nuestra fe, ahí tenéis unos posesos, curadles
con vuestros silogismos; y si no lo conseguís, y yo logro hacerlo por medio de
la fe y en nombre de Jesucristo, confesaréis la impotencia de vuestros
razonamientos y daréis gloria a la cruz que os habéis atrevido a
despreciar." Acto seguido hizo tres veces la señal de la cruz sobre los
posesos, invocando el nombre de Jesús: y al punto se vieron libres. Los
filósofos estaban admirados y guardaban silencio. "No creáis, les dijo el
santo Abad, que he librado por mi propia virtud a estos endemoniados; es la
virtud de Jesucristo quien lo ha hecho. Creed también vosotros en él, y veréis cómo
no es la filosofía quien opera estos milagros sino una fe simple y
sincera." Ignorase si aquellos hombres terminaron por abrazar el cristianismo;
lo cierto es que, según testimonio del ilustre biógrafo, se retiraron llenos de
estima y admiración por Antonio, confesando que su visita al desierto no había
sido inútil. Con esto el nombre de Antonio se hacía cada día más célebre y
llegaba ya hasta la corte imperial. Constantino y los dos príncipes hijos
suyos, le escribieron como a un padre, implorando el favor de la respuesta.
Resistióse el santo al principio; pero como le hicieran notar sus discípulos
que, en medio de todo, los emperadores eran cristianos y podían ofenderse de su
silencio, escribióles diciendo, que se gozaba al saber que adoraban a
Jesucristo, y exhortándolos a no fiarse tanto de su poder que llegasen a
olvidar su condición humana. Les recomendó la clemencia, la práctica de una
exacta justicia, que socorrieran a los pobres, y se acordasen siempre que el
único Rey verdadero y eterno era Jesucristo. De esta manera escribía aquel
hombre, nacido bajo la persecución de Decio y que había desafiado la de
Diocleciano: hablar de Césares cristianos era algo nuevo para él. A propósito de
las cartas de la corte de Constantinopla solía decir: "Me han escrito los
reyes de la tierra; pero ¿qué es eso para un cristiano? Si su dignidad los
eleva por encima de los demás, su nacimiento y su muerte los hacen iguales a
todos. Lo que más nos debe mover e inflamar nuestro amor de Dios, es la idea de
que este soberano Señor no sólo se dignó escribir una ley para los hombres, sino
que les habló por medio de sus propio Hijo." Con todo, la publicidad dada
a su vida molestaba a Antonio, y no veía nunca la hora de volver a sepultarse
en el desierto, para hallarse cara a cara con Dios. Había formado ya a sus
discípulos con sus palabras y ejemplos; les dejó, pues, en secreto, y después
de tres días y tres noches de camino, llegó al monte Colzim donde reconoció la
morada que Dios le había preparado. San Jerónimo nos describe aquella soledad en
la vida de San Hilarión: "La roca dice, se levanta a mil pies de altura,
de su base salen corrientes de agua absorbidas en parte por la arena y en parte
convertidas en un arroyuelo cuyas márgenes están sembradas de numerosas
palmeras que convierten el lugar en un oasis tan placentero, como agradable de
aspecto." Una estrecha hendidura de la roca servía al siervo de Dios de
abrigo contra las inclemencias del tiempo. Persiguióle el amor de sus discípulos,
descubriéndole también en este lejano retiro; con frecuencia acudían a
visitarle y a llevarle pan. Para evitarles semejantes molestias, rogóles
Antonio que le procurasen una azada, un hacha y algo de trigo para sembrar un
pequeño terreno. Visitó San Hilarión estos lugares después de la muerte del gran
Patriarca, acompañado de los discípulos de Antonio, que le decían emocionados:
"Aquí cantaba los salmos; allí se entretenía en oración con Dios; aquí
trabajaba; allí descansaba cuando se sentía fatigado; con sus propias manos
plantó aquella viña y aquellos arbustos: él hizo aquella era y cavó con gran
trabajo aquel pozo para regar el huerto." Al enseñarle este huerto,
refirieron también al santo, que como vinieran cierto día unos asnos salvajes a
beber al pozo, comenzaron a destrozar el plantío. Ordenó Antonio al primero que
se detuviera, y dándole suavemente con su bastón en el lomo, le dijo:
"¿Por qué comes lo que no has sembrado?" A su voz se detuvieron los animales
inmediatamente, y no hicieron ya daño alguno. Pero nos dejamos llevar por el
encanto de estos relatos; haría falta todo un volumen para completarlos. De
cuando en cuando, bajaba Antonio del monte para acudir a animar a sus discípulos
en los distintos puestos que tenía en el desierto. En cierta ocasión fue
también a visitar a su hermana a quien antes de abandonar el mundo, había colocado en un monasterio de vírgenes. Por fin, llegado a los
ciento cinco años quiso aún ver a los monjes que habitaban en la primera montaña
de la cordillera de Colzim, y les anunció su próxima salida de este mundo para
la patria. Vuelto a su soledad llamó a los dos discípulos que desde hace quince
años le servían a causa de sus pocas fuerzas, y les dijo: "Mis queridos hijos,
ha llegado la hora, en que según el lenguaje de la Sagrada Escritura, voy a
entrar en el camino de mis padres. Veo que me llama el Señor, y mi corazón se
siente abrasado por el deseo de unirse a él en el cielo. Pero, vosotros, hijos
míos, entrañas de mi alma, no vayáis a perder, por un fatal relajamiento, el fruto
del trabajo al que os habéis aplicado desde hace tantos años. Pensad
diariamente que acabáis de poneros al servicio de Dios y a practicar esos ejercicios;
de ese modo vuestra voluntad se hará más fuerte e irá siempre creciendo. Ya
conocéis las emboscadas que nos tendía el demonio. Testigos fuisteis de sus
iras, y de sus fracasos. Daos siempre al amor de Cristo; confiad en El plenamente,
y así triunfaréis de esos espíritus malignos. No olvidéis nunca las distintas
enseñanzas que os he dado, y sobre todo os recomiendo el pensar que podéis
morir cada día." Recordóles luego la obligación que tenían de no ponerse
en contacto con los herejes, pidiéndoles también que enterraran su cuerpo en un
lugar secreto que sólo ellos conocieran. "En cuanto a los hábitos que
dejo, añadió, este será su destino: daréis una de mis túnicas al obispo
Atanasio, junto con la capa que me trajo nueva y le devuelvo usada." Era ésta,
otra capa que el gran Doctor había regalado a Antonio, distinta de la primera
que ya había empleado para enterrar a Pablo el ermitaño. "La otra túnica,
continuó el santo, se la daréis al obispo Serapión, y para vosotros guardaréis
mi cilicio." Después, sintiendo la proximidad de su último momento, dirigiose
a sus dos discípulos diciéndoles: "Adiós, mis queridos hijos'; vuestro Antonio se va, ya no estará con vosotros." Con
semejante sencillez y grandeza se inauguraba la vida monástica en los desiertos
de Egipto, para lanzar desde allí sus destellos sobre la Iglesia entera; pero
¿quién debe llevar la gloria de tal institución a la que se unirán en lo sucesivo
los destinos de la Iglesia, fuerte siempre cuando está en auge el elemento
monástico, y débil cuando éste se halla en decadencia? ¿Quién infundió a
Antonio y a sus discípulos el amor de la vida oculta y pobre, pero al mismo tiempo
tan fecunda, quién sino el misterio de las humillaciones del Hijo de Dios? Sea
pues, toda la gloria para el Emmanuel, anonadado bajo la humildad de los
pañales, pero repleto de virtud divina.
VIDA. — Nació San Antonio en
Comon (Egipto) el año 251. Al oír las palabras del Evangelio:
"Si quieres ser perfecto, vete,
vende todo cuanto tienes y dalo a los pobres", lo puso inmediatamente por obra y se retiró al
desierto. Tuvo que sufrir allí los ataques de los demonios, de los cuales triunfó por medio de la penitencia e invocando el nombre de Jesús.
Murió en el año 356 en el monte
Colzim, junto al mar Rojo. Escribió su vida el obispo San Atanasio y sus
reliquias se conservan en San
Julián de Arlés.
¡Oh bienaventurado Antonio, nos unimos a toda la Iglesia, para ofrecerte
el homenaje de nuestra veneración, y para publicar las gracias que el Emmanuel
derramó sobre ti. ¡Cuán sublime fue tu vida, y fecundas tus obras!
Verdaderamente eres Padre de un gran pueblo, y una de las más poderosas columnas
de la Iglesia de Dios. Ruega, pues, por el Orden monástico, y haz que renazca y
alcance nuevo vigor en la sociedad cristiana. Ruega también por todos los
miembros de la gran familia de la Iglesia. Muchas veces fue útil tu intercesión
a nuestros cuerpos, librándoles de las fiebres mortales que los abrasaban;
continúa ejerciendo ese benéfico influjo. Pero, sobre todo, cura nuestras almas
abrasadas con frecuencia por llamas más peligrosas todavía. Vela por nosotros
en las tentaciones que no cesa de procurarnos el enemigo; haznos cautos contra
sus ataques, prudentes para prevenir las ocasiones perversas, firmes en la lucha
y humildes en la victoria. El ángel de las tinieblas se te aparecía en formas sensibles;
a nosotros nos ataca muchas veces disfrazado; haz que no seamos víctimas de sus
embustes. Dominen nuestra vida entera el temor de los juicios divinos y el
pensamiento de la eternidad; sea la oración nuestro asiduo recurso, y la
penitencia nuestra muralla. Finalmente y ante todo, oh Pastor de las almas, llenémonos
más y más, según tu consejo, del amor de Jesús, de ese Jesús que se dignó nacer
aquí abajo para salvarnos y merecernos las gracias para vencer, de ese Jesús
que quiso sufrir tentaciones para enseñarnos el modo de combatirlas.
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