DEBER DE SUFRAGAR
LAS ALMAS PURGANTES
LAS ALMAS PURGANTES
Por
la misma Comunión de los Santos, nosotros tenemos deberes hacia las almas
purgantes, deberes de justicia y deberes de caridad. Pero, también
aquella de caridad
puede llamarse de justicia porque la caridad es un deber.
Deber
de justicia
En
cuanto a los sufragios que les debemos, en estricta justicia, a los difuntos
que dejaron ofrendas para celebración de misas para su propia alma,
es necesario
reconocer que en el mundo poco se los toma en cuenta. Familias que heredan un
patrimonio muchas veces riquísimo, olvidan vergonzosamente los sufragios a
favor del difunto. Estos son los más abominables robos, que
están castigados por Dios con severísimos
castigos. Innumerables son los casos de casas destruidas o que se
volvieron inhabitadas,
con graves pérdidas para sus propietarios, de terrenos desolados por el
granizo, animales muertos por contagio, y desventuras que caen sobre familias
acomodadas que no cumplieron con las obligaciones que tenían para con las
almas del Purgatorio. Dios en casos análogos permite estas
calamidades porque sacuden a los aprovechadores y los hace meditar sobre la
injusticia que ellos cometen dañando al prójimo y a su propia alma.
Es deber de
justicia no sólo seguir la voluntad de los difuntos, sino cumplirla
enseguida, como
sería injusticia y crueldad la de tener en custodia un dinero de un enfermo
gravísimo, dejando pasar el tiempo para aliviar sus sufrimientos.
Hay veces en que
los legados que los difuntos destinaban para sus propios sufragios son
deberes que ellos tenían por daños hechos a otras personas y que querían satisfacer
de esta manera, no queriendo dar a conocer su propia culpa. El suprimir o
demorar estos sufragios no sólo es un acto de injusticia hacia los
difuntos, sino, también
hacia las personas por ellos dañadas. Es estricto deber de justicia de parte
de los hijos sufragar por sus padres no solo con plegarias, penitencias y
misas, sino también con una vida ejemplarmente cristiana, porque los hijos son como
las flores y los frutos de sus padres y la vida santa que lleven es una
reparación de su irresponsabilidad al educarlos. Un hijo con una
vida desordenada, irreligiosa y alejada de los sacramentos es una tormentosa
espina para las almas que le han dado la vida corporal. Es también deber de
justicia para los padres rezar por los hijos fallecidos. Si el dolor de
haberlos perdido es digno de compasión no por eso el llanto alegra a los
difuntos, e incluso les puede perjudicar si es un llanto que aleja a
quien llora, de la
plena unión a la voluntad de Dios.
Se
cuenta que una abuelita habiendo perdido a un hijo en el que tenía grandes esperanzas,
lloraba día y noche desconsoladamente, sin pensar en rezar por el alma
que sufría en el Purgatorio, pero Dios, teniendo piedad de él, un día hizo
aparecer ante la desolada madre, una estela de jóvenes que se dirigían
procesionalmente y alegres hacia una magnifica ciudad. Ella miró atentamente si
entre ellos se encontraba su hijo, pero, lo ve muy lejos, solo, cansado, con los
vestidos empapados de agua. Le preguntó porqué no tomaba parte en la fiesta
de los otros, él respondió: “Tus lágrimas, oh madre mía, son las que retardan mi
camino y manchan así mis vestidos. Si de verdad me amas, termina tu dolor
estéril y alivia mi alma con plegarias, con limosnas y sacrificios.
Lo mismo debe
decirse de las inconsolables lágrimas de los hijos por los padres difuntos
cuando no son acompañadas por plegarias y por obras de sufragios. Así
como es deber de los hijos rogar por los padres es también un deber de justicia
rogar por los sacerdotes difuntos, y más aún por aquellos que han
guiado nuestra alma.
Ellos tienen con nosotros una verdadera paternidad espiritual porque
nos dan la vida del espíritu, mil veces más preciosa que la vida corporal. Si se
piensa que los sacerdotes son a menudo los más olvidados de parte de los
fieles, se acrecienta mayormente nuestro deber de sufragio.
Deberes
de caridad
Finalmente,
tenemos el deber de sufragar por todas las almas, también por aquellas
por las cuales no tenemos un estricto deber de justicia, sino por un
deber de caridad,
que como hemos dicho, puede considerarse un deber de justicia. En virtud
de la Comunión de los Santos, las almas purgantes forman parte nosotros, de
la gran familia de Jesucristo y son nuestros sus intereses y sus penas. La
necesidad que tienen de nosotros es inmensa dada la inmensidad de sus sufrimientos
y las llamadas a nuestra caridad son continuas, aunque nosotros no las sintamos.
El hecho mismo que cada día mueren millones de personas debe ser
para nosotros un llamado a socorrer las almas que diariamente caen al
Purgatorio. Nosotros las podemos ayudar, y el no hacerlo, es una falta de
caridad. Si
es un deber socorrer a quien sufre en el cuerpo y si en el día del Juicio,
Jesús nos examinará
justamente sobre los deberes de caridad hechos por su amor ¿no es para
nosotros materia de riguroso examen la caridad del alivio que debemos dar a las
almas purgantes? Ellas
están hambrientas de felicidad, sedientas de Dios, carentes de méritos, enfermas
por los dolores que las oprimen, presas en el Purgatorio, peregrinas buscando
la hospitalidad del cielo, y son miembros del cuerpo místico de Jesús
que también en ellos sufre y gime, como sufre y gime en nosotros que somos
peregrinos en la tierra, ¿ahora, podemos nosotros descuidarlas sin
merecer reprobación y en el Juicio una severa condena? Debemos agregar que
a diferencia de los peregrinos en la tierra, tantas veces pecadores e
ingratos, y por lo tanto, imágenes deformadas de Jesucristo, las
almas purgantes son santas, confirmadas en la gracia, predestinadas a la
gloria, predilectas de Dios, que las purifica por amor y desea tenerlas en el
Paraíso para llenarlas de Él, para hacerlas semejantes a Él y mostrarse a ellas
cara a cara en una eterna unión de amor, y que por lo tanto, el sufragar por
ellas acelerando su unión con Dios, es un acto de caridad divina,
más grande que el alivio
que podemos dar a un pobrecillo de la tierra. Los santos que
vivían intensamente la ley de la caridad han sido siempre solícitos hacia las
almas purgantes y muchas veces se han ofrecido como víctimas para
ellas, para abreviar sus penas.
Esterilidad de las vistosas manifestaciones de dolor
Muchos,
creen manifestar su dolor y su amor por los difuntos con vistosas manifestaciones
externas. Coronas
de flores carísimas y numerosas filas de gente, de carrozas y de automóviles
interminables, discursos tradicionales, apretones de mano, lágrimas
improvisadas, más o menos sentidas en la conmoción del momento causada por el
llanto de los otros. A veces y no raramente, gritos y gestos desesperados.
Todas estas manifestaciones
externas de duelo son inútiles y hasta dañinas para las almas en
el más allá. Un funeral decente, un homenaje limitado con flores puede ser un
acto decoroso de recuerdo y de afecto, pero, si no es acompañado de la
oración, con el propósito de vivir cristianamente, es una cosa perfectamente
inútil frente a la realidad de la muerte y de la eternidad. El cristiano no
puede y no debe ignorar que estamos aquí para alcanzar la vida eterna, se
sabe o debe saber que la muerte no es un sello puesto sobre la vida, como si ella
cayera en la nada, sino que es un sueño que espera al despertar en la
resurrección final. Es por tanto, criticable cualquier
profanación del cuerpo destinado a resucitar. Con respecto a la cremación del
cadáver, es de lamentar el uso del nicho que no permite al cuerpo descomponerse
en la misma tierra. La sepultura cristiana debería hacerse en
la humildad de la tierra donde el hombre se vuelve polvo y espera la voz de
la trompeta final que lo llamará a la vida inmortal (así ha querido ser sepultado
Pablo VI). Nosotros
vemos en los cementerios monumentos fúnebres y lápidas de recuerdo, con
inscripciones de alabanzas o de recuerdos que muchas veces son una falsedad. Si
abrieran estas tumbas encontrarían solo huesos descarnados, reposando a menudo
entre gusanos. ¡Qué pena! El
mejor recuerdo de un difunto es lo que no murió con él, y que lo acompaña en
la vida eterna, es decir, su virtud y su vida cristiana. Por esto, el más grande
monumento que se
puede elevar sobre la desolación de la muerte es la vida santa, es la vida
de los santos cuyos restos mortales se guardan en relicarios preciosos.
Sería necesario inspirarse
en las inscripciones de las Catacumbas, simples y concisas que dan un
sentido de fe, esperanza y paz. Por ejemplo: N. reposa en la Paz de Cristo.
Qué decir de las
tumbas de los llamados ilustres, privadas de cruz y de cualquier otra
señal de fe. Las inscripciones elogiosas no son garantía de salvación, todo lo
contrario.
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