Practicar la Verdad
La humanidad ha
creído que, profesando la divinidad de Cristo, quedaba dispensada de tomar en
serio sus palabras. Ciertos textos evangélicos han sido arreglados de manera
que pudiera sacarse de ellos lo que se quisiera y contra otros textos que no se
prestaban a arreglos se hizo la conspiración del silencio. Se ha repetido sin
descanso el mandamiento: «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es
de Dios», para sancionar un orden de cosas que daba todo a César y a Dios nada.
Con la palabra: «Mi Reino no es de este mundo», se ha tratado de justificar y
confirmar el carácter pagano de nuestra vida social y política, como sí la
sociedad cristiana debiera pertenecer fatalmente a este mundo y no al Reino de
Cristo. En cuanto a las palabras: «Se me ha dado toda potestad en el cielo y en
la tierra», no se las citaba. Se aceptaba a Cristo como sacrificador y como
víctima expiatoria, no se quería a Cristo Rey. Su dignidad real fue reemplazada
por todas las tiranías paganas; pueblos cristianos repitieron el grito de la
plebe judaica: «No tenemos rey, sino César.» Así ha visto la Historia y aún
vemos nosotros el extraño fenómeno de una sociedad que profesa como religión el
cristianismo y que permanece pagana, no sólo en su vida, sino en cuanto a la
ley de su vida.
Dualismo tal es
una quiebra moral más que una inconsecuencia lógica. Claramente se lo advierte
en el carácter hipócrita y sofístico de los argumentos de ordinario empleados
para defender ese estado de cosas. «La esclavitud y los castigos crueles —decía
treinta años a un obispo célebre en Rusia— no son contrarios al espíritu del
Cristianismo, porque el sufrimiento físico no obsta a la salvación del alma,
único objeto de nuestra religión.» Como si el sufrimiento físico infligido a un
hombre por otro hombre no supusiera en éste una depravación moral, un acto de
injusticia y de crueldad ciertamente peligrosos para la salvación de su alma.
Aun admitiendo —lo que es absurdo— que la sociedad cristiana pueda ser
insensible al sufrimiento de los oprimidos, ¿puede ser indiferente al pecado de
los opresores? Esa es la cuestión.
Más que la
esclavitud propiamente dicha, la esclavitud económica ha encontrado defensores
en el mundo cristiano. «La sociedad y el Estado —dicen— no están obligados a
tomar medidas generales y regulares contra el pauperismo; basta con la limosna
voluntaria; ¿acaso no dijo Cristo que siempre habría pobres en la tierra?» Sí,
siempre habrá pobres, así como siempre habrá enfermos; ¿prueba esto acaso la
inutilidad de las medidas sanitarias? La pobreza en sí misma no es un mal,
tampoco la enfermedad; el mal está en quedar indiferente ante los sufrimientos
del prójimo.
Ni se trata tan
sólo de los pobres; también los ricos tienen derecho a nuestra compasión.
¡Pobres ricos! Se hace lo posible por desarrollarles la joroba, y luego se les invita
a entrar al Reino de Dios por el orificio imperceptible de la caridad
individual. Ya se sabe, por lo demás, que una exégesis bien informada ha creído
que «el ojo de la aguja» no era otra cosa que la traducción literal del nombre
hebreo dado a una de las puertas de Jerusalén (negeb-ha-khammath o
Khour-hahhammath, difícil de pasar para los camellos. No sería, pues, lo
infinitamente pequeño de una filantropía individualista, sino el camino
estrecho y arduo, pero, así y todo, practicable, de la reforma social lo que el
Evangelio propondría a los ricos.
Se querría
limitar a la caridad la acción social del cristianismo; se querría privar a la
moral cristiana de toda sanción legal, de todo carácter obligatorio. Moderna aplicación
de la antigua antinomia gnóstica (el sistema de Marcion, en particular), tantas
veces anatematizada por la Iglesia. Que todas las relaciones entre los hombres
estén determinadas por la caridad y el amor fraternal es, sin duda, la voluntad
definitiva de Dios, el objeto de su obra; pero en la realidad histórica —como
en la ovación dominical— el cumplimiento de la voluntad divina en la tierra
sólo tiene lugar después de la santificación del nombre de Dios y del
advenimiento de su Reino. El nombre de
Dios es la verdad y su Reino la justicia. Luego el triunfo de la caridad evangélica
en la sociedad humana tiene como condiciones el conocimiento de la verdad y la
práctica de la justicia. A la verdad, todos son uno, y Dios —la unidad absoluta—
es todo en todos. Pero esta unidad divina es ocultada a nuestros ojos por el
mundo del mal y de la ilusión, consecuencia del pecado del hombre universal.
La ley de este
mundo es la división y el aislamiento de las partes del Gran Todo. La misma
humanidad, que debería ser la razón unificante del universo material, se ha
visto fraccionada y dispersa en la tierra y no ha podido alcanzar por sus
propios esfuerzos más que una unidad parcial e inestable (la monarquía
universal del paganismo). Esta monarquía, representada primero por Tiberio y
Nerón, recibió su verdadero principio unificante cuando «la gracia y la verdad»
se manifestaron en Jesucristo. Reunido con Dios, el género humano halló de
nuevo su unidad. Para ser completa esta unidad debía ser triple: debía realizar
su perfección ideal basada en un hecho divino y en el medio de la vida humana.
Puesto que la humanidad está realmente separada de la unidad divina, necesita
que esa unidad nos sea dada primero como un objeto real que no depende de
nosotros mismos: el Reino de Dios que viene hacia nosotros, la Iglesia exterior
y objetiva. Pero, una vez reunida a esta unidad extrínseca, la humanidad debe
traducirla en acción, asimilarla por su propio trabajo: el Reino de Dios padece
fuerza, y los que se esfuerzan le poseen. Manifestado primero para nosotros y
luego por nosotros, el Reino de Dios debe revelarse por último en nosotros con
toda su perfección intrínseca y absoluta, como amor, paz y gozo en el Espíritu
Santo.
La Iglesia
Universal (en el amplio sentido de la palabra) se desenvuelve así como una
triple unión divinohumana. La unión sacerdotal, en que el elemento divino,
absoluto e inmutable domina y forma la Iglesia propiamente dicha, el Templo de
Dios. La unión, real, en que domina el elemento humano y que forma el Estado
cristiano (Iglesia, como cuerpo vivo de Dios). La unión profética, por fin, en
que lo divino y lo humano deben compenetrarse en una conjunción libre y recíproca,
formando la sociedad cristiana perfecta (Iglesia, como Esposa-de Dios). La base
moral de la unión sacerdotal o de la Iglesia propiamente dicha es la fe y la
piedad; la unión real del Estado cristiano está fundada en la ley y la justicia;
el elemento propio de la unión profética o de la sociedad perfecta es la
libertad y el amor. La Iglesia propiamente dicha, representada por el orden
jerárquico, reúne la humanidad a Dios mediante la profesión de la verdadera fe y
la gracia de los sacramentos.
Pero sí la fe
que la Iglesia comunica a la humanidad cristiana es una fe viva, y si la gracia
de los misterios sagrados es una gracia eficaz, la unión divinohumana resultante
no puede quedar confinada en el dominio especialmente religioso, sino que debe
extenderse a todas las- relaciones públicas de los hombres, regenerar y
transformar su vida social y política. Aquí se abre un campo de acción propio
para la humanidad. Aquí la acción divino-humana no es ya un hecho consumado como
en la Iglesia sacerdotal, sino una obra a ejecutar. Se trata de realizar en la
sociedad humana la verdad divina; se trata de practicar la verdad. Ahora bien,
en su expresión práctica, la verdad se llama justicia.
La verdad es la
existencia absoluta de todos en la unidad, es la solidaridad universal que está
eternamente en Dios, que fue perdida por el hombre natural y reconquistada en
principio por el Hombre espiritual: Cristo. Tratase, pues,
de continuar, mediante la acción humana, la obra unificadora del Hombre-Dios
disputando el mundo al principio contrario del egoísmo y de la división. Cada
ser particular, nacional, clase, individuo, en cuanto se afirma para sí y se
aísla de la totalidad di vino-humana, obra contra la verdad, y si la verdad vive
en nosotros, debe reaccionar y manifestarse como justicia. De ese modo, después
de haber reconocido la solidaridad universal (la unitotalidad) como verdad, después
de haberla practicado como justicia, la humanidad regenerada podrá
experimentarla como su esencia interior y gozarla completamente en espíritu de
libertad y de amor. Todos son uno en la Iglesia por la unidad de la jerarquía, la
fe y los sacramentos; todos son unificados en el Estado cristiano por la
justicia y la ley; todos deben ser uno en la caridad natural y la libre
cooperación. Estos tres modos, o, mejor
dicho, tres grados de la unidad, están indisolublemente ligados entre sí. Para
imponer la solidaridad universal, el Reino de Dios, a las naciones, clases e
individuos, el Estado cristiano debe creer en ellos como en la verdad absoluta
revelada por Dios mismo. Pero la revelación divina no puede dirigirse inmediatamente
al listado como tal, es decir, a la humanidad natural y extra-divina. Dios se
ha revelado, ha confiado su verdad y su gracia a la humanidad elegida, santificada
y organizada por él mismo, a saber: la Iglesia. Para someter la humanidad a la
justicia absoluta, el Estado (producto a su vez de las fuerzas humanas y de las
circunstancias históricas) debe justificarse sometiéndose a la Iglesia que le suministra
la sanción moral y religiosa y la base real de su obra. Es no menos evidente
que la sociedad cristiana perfecta o unión profética, el reino del amor y de la
libertad espiritual, supone la unión sacerdotal y real. Porque para que la
verdad y la gracia divina puedan determinar completamente y transformar interiormente
el ser moral de todos, es necesario que antes tengan fuerza objetiva en el
mundo, que estén encarnadas en un hecho religioso y mantenidas por una acción
legal, que existan como Iglesia y como Estado.
Siendo un hecho
consumado la institución sacerdotal y un ideal la fraternidad perfectamente
libre, es sobre todo el término medio —el Estado en su relación con el cristianismo—
el que determina los destinos históricos de la humanidad. La razón de ser del
Estado en general es defender a la sociedad humana contra el mal que se produce
exterior o públicamente, contra el mal manifiesto. Como verdadero bien social
es la solidaridad de todos—la justicia y la paz universales—, el mal social no
es otra cosa que la solidaridad violada". La vida real de la humanidad nos
presenta una triple violación de la solidaridad universal o de la justicia;
ésta es violada:
1) Cuando una nación atenta contra la existen o la
libertad de otra nación.
2) Cuando una clase de la sociedad oprime a otra.
3) Cuando un individuo se subleva abiertamente
contra el orden social cometiendo un crimen.
Mientras hubo
en la humanidad histórica varios Estados particulares absolutamente
independientes uno de otro, el cuidado inmediato de cada uno de ellos en el dominio
de la política exterior se limitó a defender esa independencia. Pero la idea o
más bien el instinto de solidaridad internacional existió siempre en la
humanidad histórica, traduciéndose ora por la tendencia a la monarquía
universal —tendencia de la que resultó la idea y el hecho de la paz romana (pax
romana)—, ora, entre los judíos, por el principio religioso que afirmaba la
unidad de naturaleza y el común origen de todo el 64 género humano —de todos
los bené-Adam—, idea luego completada por la religión cristiana que sobrepuso a
esa unidad natural la comunión espiritual de todos los hombres regenerados y
convertidos en hijos del segundo Adán, Cristo —los bené-Massiah. Esta nueva
idea fue realizada —por cierto muy incompletamente—en la Cristiandad de la Edad
Media, que, a pesar de su estado turbulento, miraba en general a toda guerra
entre naciones cristianas como guerra intestina, como pecado y como crimen.
Después de haber quebrantado la base de esa unidad imperfecta pero real —la
monarquía papal—, las naciones modernas se han visto forzadas a buscar un
substituto a la idea de la cristiandad católica en la ficción del equilibrio
europeo. Sinceramente o no, la paz universal es por todos reconocida como el
verdadero objetivo de la política internacional. Debe, en consecuencia,
reconocerse dos hechos de igual evidencia:
1°) Existe una
conciencia general de la solidaridad humana y una necesidad de unidad
internacional, de la pax christiana o si se quiere humana.
2. °) Tal
unidad no existe actualmente, y el primero de los tres problemas sociales está
hoy tan poco resuelto como en el mundo antiguo. La misma cosa es cierta en lo
que se refiere a los otros dos problemas.
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