PROMETEO
LA
RELIGIÓN
DEL
HOMBRE
ENSAYO DE UNA HERMENÉUTICA
DEL CONCILIO VATICANO II
PADRE ÁLVARO CALDERÓN
LA IGLESIA Y EL MUNDO.
Aquí nos parece que
tocamos el punto neurálgico de nuestro problema, no tanto desde el punto de vista
ideológico sino desde el punto de vista real. Porque si bien la distinción
liberal entre Iglesia y Mundo se puede considerar como una consecuencia de la nueva
concepción del Reino de Dios (y ésta, a su vez, como consecuencia del
personalismo humanista), todo este paquete doctrinal no es sino una gran
mentira para justificar y promover la liberación real de los poderes
políticos, que en el occidente cristiano fueron realmente engendrados y
dominados (como los hijos por el papá) por el poder eclesiástico. Porque la
doctrina adoptada por el Concilio no es sino una maquiavélica ideología al
servicio de los ocultos poderes que han ido dominando la modernidad. Para
entender el Concilio, entonces, se hace necesario explicar este asunto no sólo
desde el punto de vista puramente doctrinal, sino refiriéndonos también a su entramado
histórico. Dividiremos el status quaestionis en tres períodos de muy
desigual longitud: el de la «Cristiandad» hasta la bula Unam sanctam de Bonifacio
VIII, el del «Humanismo católico» hasta la encíclica Quas primas de Pío
XI, y el de la «Nueva Cristiandad» hasta la declaración Dignitatis humanae del
Vaticano II. Recién entonces consideraremos la doctrina conciliar y sus
consecuencias.
I. LA CRISTIANDAD HASTA UNAM
SANCTAM
1º La división cristiana
de poderes
Los fines que debe
perseguir todo aquel que gobierne la multitud, así como los fines de cada
individuo, no pueden ser otros -como vimos- que la gloria de Dios y la
santificación de las almas. No se nos ha dado el ser y la vida para otra cosa.
La persecución de estos dos fines se traduce, de manera más concreta, en los
dos principales oficios de todo gobernante : dirigir su pueblo para que le
rinda el debido culto público al Creador, y promover en sus súbditos el
crecimiento en la virtud. El culto divino y la vida virtuosa, he aquí las dos preocupaciones
principales de un gobernante que merezca ese nombre. De una manera más o menos
peor (porque las consecuencias del pecado original no les permitía hacerlo
bien), los reyes paganos procuraron atender a estos oficios. Hoy, después de
siglos de liberalismo, parece impensable que el presidente de una nación se
preocupe por las leyes litúrgicas, mas a los jefes antiguos les parecía
impensable emprender cualquier cosa sin haber aplacado debidamente a su dios.
Pero antes como ahora se tenía el corazón corrompido, y los cultos paganos no
guardaban, en el mejor de los casos, sino una cáscara de religiosidad. Era
necesario un Redentor. Llegada la plenitud de los tiempos, el Verbo se hizo
hombre para establecer finalmente en la tierra el prometido Reino de Dios.
Después de vencer por la Cruz al “príncipe de este mundo”110, y para el tiempo que
debía pasar hasta el establecimiento definitivo del Reino en su segunda venida,
Jesucristo delegó sus poderes regios para el gobierno del Reino dividiéndolos
en dos órdenes ministeriales:
• El ministerio
apostólico de los sucesores de Pedro, instituido inmediatamente por Él,
encargado de las funciones propiamente sacerdotales y de las funciones regias
superiores, por las cuales debían enseñar a las naciones la verdad revelada,
administrar los sacramentos como principios de verdadera santificación, y ordenar
en los pueblos el culto debido a Dios.
• Los ministerios puramente
políticos, cuya institución dejó al arbitrio de los hombres, que
descargan al anterior de las funciones regias inferiores: “Dejad al César lo
que es del César” (Mt 22, 21), por las cuales deben dirigir las multitudes en
orden al acrecentamiento y ejercicio de las virtudes cristianas. Pero, como
aclara Santo Tomás, hay dos maneras como la autoridad suprema puede delegar
poderes en ministerios que, por la naturaleza de sus finalidades, están
subordinados:
• Una primera manera
consiste en delegar en el ministerio superior la potestad completa, de modo que
éste, a su vez, subdelegue sus poderes al ministerio inferior. Según este procedimiento,
el ministro superior conserva el dominio y la responsabilidad sobre todo lo que
hace el inferior, y es aquél quien rinde cuentas de todo ante la autoridad suprema.
Esta es la manera en que el ministerio del Papa sobre toda la Iglesia domina
sobre el ministerio de los obispos en sus diócesis y el de éstos sobre los
curas en sus parro quias; y es también el modo como la autoridad civil del
gobernador está por encima de la de sus ministros.
• Pero una segunda manera es que la suprema
autoridad delegue ella misma, de manera directa e inmediata, los poderes a cada
ministerio, de modo que el ministro inferior no deba rendir cuentas de su gestión
al ministro superior, sino directamente a la suprema cabeza. El ministro
inferior deberá subordinar su acción en cuanto a todas aquellas cosas que pertenecen
al ministerio superior, pero el ministro superior no deberá meter sus narices
en las cosas propias del inferior, pues no ha sido hecho responsable de la
conducta de este último. Pues bien, de esta segunda manera y no de la primera,
es como Jesucristo ha constituido los ministerios apostólicos y políticos.
En consecuencia, aunque el
fin del ministerio político, la vida virtuosa de la multitud, está esencialmente
subordinado al del ministerio apostólico, ordenado inmediatamente al fin
último, la gloria de Dios y la salvación de las almas; sin embargo, la jurisdicción
política no desciende de la jurisdicción eclesiástica sino
directamente de Nuestro Señor Jesucristo Rey. De allí que pueda decirse que el
orden político está subordinado indirectamente al orden eclesiástico.
Pero ésta es una expresión que sufre cierta ambigüedad, porque:
- si el adverbio
«indirectamente» se refiere a la subordinación de las jurisdicciones, es
correcto;
- pero si se entiende de
la subordinación de los fines, hace pensar que el fin político no está esencial
sino accidentalmente subordinado al fin eclesiástico, que es el fin
último, y entonces es sumamente incorrecto.
Es así que los Apóstoles
recibieron de Nuestro Señor la misión de predicar el advenimiento del Reino de
Dios, invitando no sólo a los individuos, sino a las mismas naciones a aceptar
el suave yugo de Jesucristo, único modo de alcanzar la justicia en el tiempo y
la salvación en la eternidad. Porque sin el magisterio de la Iglesia y los
sacramentos, es imposible que los pueblos rindan el culto debido al Creador y adquieran
las virtudes indispensables para vivir en paz.
2º La constitución de la
Cristiandad
En el mundo antiguo,
esclavizado hasta tal punto por el demonio que éste pudo ofrecerle a Nuestro Señor
todos los reinos de la tierra: “Omnia tibi dabo” (Mt 4, 9), los paganos
más lúcidos suspiraban, con Platón, por el advenimiento del «reino de los
teólogos»: “A menos que los filósofos reinen en las ciudades o vengan a
coincidir la filosofía y el poder político, no habrá tregua para los males de
las ciudades, ni tampoco para los del género humano”. Platón, sin embargo,
había señalado casi con crueldad la imposibilidad en que se hallaban los hombres
de establecer un gobierno donde reine la justicia, a causa de sus concupiscencias.
Harían falta hombres que se despojaran de su egoísmo para buscar el bien común
de la Ciudad, renunciando a tener riquezas propias y hasta propias mujeres.
¿Dónde se los podría hallar? Jesucristo resolvió este problema con la división
de poderes. Los reyes cristianos quedarían sometidos a un ministerio apostólico
que, habiendo sido descargado de las funciones menos espirituales, podía conservar
la necesaria pureza de intención con la ayuda de la gracia, practicando la más
estricta pobreza y castidad. El orden político quedaría así confirmado en las
virtudes por la doctrina cristiana y los sacramentos, gracias al gobierno
superior de los «Teólogos» cristianos, es decir, de la Jerarquía eclesiástica. El
éxito de esta estrategia fue confirmado por los hechos. Si bien la Iglesia no
pudo sostener el orden romano, herido de muerte por sus propios vicios, sin embargo
fue capaz de reconstruir con sus ruinas un solidísimo orden de reinos
cristianos, el que se ha dado en llamar la «Cristiandad». El XIII fue su siglo
de oro, tanto desde el punto de vista religioso, como político y cultural. Y la
síntesis doctrinal de los principios que la crearon, la tenemos en la Bula Unam
sanctam, de Bonifacio VIII, 18 de noviembre de 1302, declaración que
señala, a la vez, el inicio de su destrucción, pues estaba recordando estos principios
a quienes ya no los querían obedecer.
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