SECCIÓN 4
Acción de gracias por el don inestimable de la fe.
Acción de gracias por el don inestimable de la fe.
9. Otras personas llegaron a señalarse
por un afecto profundo de agradecimiento hacia el don inestimable de la fe y a
todas aquellas maravillas sobrenaturales de nuestra sacrosanta Religión
cristiana, dones que forman dos fuentes distintas y muy abundantes de tierna devoción.
La primera, esto es, la fe, induce a los hombres a regocijarse no menos en la
absoluta soberanía de Dios y supremacía ilimitada de su excelencia y adorable
Majestad, que en su impropia dignidad y vileza, que sobrepujan a todo humano
encarecimiento.
A semejanza de
Pedro Consolimi, se ven inclinados a favor de aquella opinión teológica
relativa a la naturaleza y eficacia de la gracia que favorece más a la elección
divina que al libre albedrío del hombre; y si adoptan con Lessio la opinión contraria,
es solamente porque; ajuicio suyo, procura más gloria a Dios que la primera. Imagínanse
que nunca podrán ellos agradecer a Dios debidamente el singular beneficio,
digno de perpetuos loores, que se les ha otorgado de hallarse tan completa y
absolutamente abandonados en las manos de su Creador omnipotente, y por nada
del mundo cambiarían de condición. Apenas pueden
concebir que existan personas que no abriguen los mismos sentimientos; y si
bien bendicen a Dios, rico en misericordias por sus inefables promesas, el instinto
habitual suyo consiste principalmente en poner toda su confianza en el amor
divino; cuídanse muy poco o nada del mérito, y su única solicitud es la gloria
de Dios nuestro Señor: No podemos sufrir este lenguaje acerca del mérito,
dicen con San Francisco de Sales: aunque de aquí no se sigue que todo el mundo
esté obligado a sentir y hablar de la misma manera. El dulce pensamiento de la
soberanía de Dios, más bien que el de su inquebrantable fidelidad, es para los
espíritus melancólicos y abatidos el blando lecho de su reposo y descanso
apacible; semejantes sujetos gozan en la religión de una dicha inefable,
excepto cuándo Dios les retira por algún tiempo, para su mayor santificación,
aquella dulce confianza, y aun entonces es su lenguaje el de Job: Aunque me
mate, en El pondré todavía mi confianza. Dichas personas parece que
poseen el don especial de la abnegación propia y del desapego completo a las
cosas del mundo: deléitanse en los planes y espirituales empresas que acometen
los demás hombres y aquellas Ordenes religiosas rivales a la suya. Complácense
de que sea enteramente sobrenatural todo lo relativo al mérito, satisfacciones,
absoluciones, hábitos infusos e indulgencias; profesan una reverencia profunda
a todas las bendiciones de la Iglesia, a los Sacramentos, materias, formas,
administración de los mismos y a las rúbricas que se observan en sus ceremonias,
que más bien que un ritual y directorio de las pompas de la tierra, parecen
resplandores y centellas del cielo.
Gloríanse de que
los principios del Evangelio y la vitalidad de la Iglesia sean opuestos a todos
los cálculos y máximas del mundo: alégranse en la fuerza de la flaqueza, en la
exaltación de la santa pobreza, en el esplendor de la humillación, de la
omnipotencia del sufrimiento, en el triunfo de la derrota. Todas estas cosas
son para ellos como los suaves y olorosos perfumes de las Molucas, que lleva el
viento al fatigado navegante, la fragancia del cielo y el exquisito aroma de la
Divinidad. Regocíjanse de que los hombres se conviertan por la eficacia
inefable del don invisible de la gracia, más bien que por los razonamientos de
la controversia, y sienten su corazón inundado de indecible placer cuando se
persuaden que Dios no raras veces toma de su propia cuenta el negocio de
nuestra salud, trabajando en él por sí mismo, sin valerse para nada de nuestra
cooperación. No se agitan en su mente arcanos impenetrables sobre Dios y la naturaleza,
porque no consideran al hombre, conforme enseñan los Tratados Bridgewater y
otras publicaciones por el estilo, como el centro del sistema del universo,
como la razón última de la creación y el blanco principal de los designios divinos;
imagínanse que semejante teoría disminuye el campo de sus vistas espirituales,
como limita el de las vistas humanas de la naturaleza la hipótesis de que la
tierra es el centro del sistema solar, o bien que el sistema solar es el centro
del universo, sino que contemplan a Jesús como centro de todas las cosas, cómo
la razón última de la creación; como el blanco de los designios divinos. Figúranse que la
predestinación de Jesús todo lo explica, todo lo armoniza y todo lo gobierna;
cuya predestinación, juntamente con la de su Madre bendita,, Reina y Señora
nuestra, es la fuente de todo cuanto existe fuera de la unidad de la Trinidad. El
fin exclusivo de todos sus desvelos en este valle de lágrimas es seguir las
sendas de Jesús, y a excepción de la excelsa dignidad de ser objeto predilecto
de las caricias divinas,- todo lo demás no tiene interés ni importancia alguna
ante sus ojos; así como los luminosos rayos solares ocultan a nuestra vista las
estrellas del firmamento, así el rico y alegre esplendor de la predestinación de
Jesús apenas permite a estas almas bienaventuradas ver y distinguir los
misterios impenetrables de la fe, la permisión del mal, la eternidad de las
penas del infierno y otros dogmas por el estilo.
La acción de
gracias por el don inestimable de la fe es una práctica que nunca podrá ser
bastantemente recomendada en el siglo en que vivimos. Semejante práctica fue la
devoción favorita de Santa Juana Francisca de Chantal, una de las almas más
bellas y angelicales que han existido sobre la tierra, y de cuya vida voy a
trasladar aquí, sin el menor escrúpulo, un extenso párrafo; porque entre todas
las variedades de la vida espiritual y las manifestaciones del espíritu de
santidad, paréceme que no existe ninguna más conveniente y provechosa a nues- tras
almas que el dulce y suave espíritu de la Orden de la Visitación, que tanta
semejanza tiene con el Oratorio de San Felipe. Cuando San Francisco de Sales se
hallaba en Roma durante su juventud, pasaba no pocas horas del día en el
Oratorio, cuya regla solía llamar manera admirable de vivir santamente; y
uno de sus amigos más íntimos era el venerable Juvenal Ancina, en cuyo proceso
de canonización figura como testigo el mismo San Francisco. Queriendo, pues,
éste varón insigne consolidar en el Chablais su obra de la conversión de las
almas, creó en Thonon un Oratorio de San Felipe, compuesto dé siete Padres, de
los cuales fue él mismo su prepósito; así es que la Santa Sede ha autorizado a
varias de nuestras Congregaciones para que guarden la fiesta de San Francisco
como si fuese la fiesta de un Santo de la Orden; y la regla de la Visitación
tiene no pocos puntos de semejanza con la de San Felipe Neri. No es,
pues, extraño que la edición de las obras del Obispo de Ginebra,
impresa en Venecia, lleve por título: Obras espirituales de San
Francisco de Sales, Prepósito del Oratorio de honor y Fundador de la
Orden de la Visitación de Santa María; ni que la traslación de
la Vida de la Venerable M. Blonay, de Carlos Augusto de
Sales, publicada en Nápoles, año 1694, tenga en su portada las siguientes
palabras: Por un humilde siervo muy amante del espíritu de San
Francisco de Sales y San Felipe Neri.
Pero volvamos a
Santa Juana Francisca. En la Vida de esta sierva de Dios leemos lo que a
continuación vamos a copiar: «Cuando después de casada se fue a vivir al campo,
e igualmente en su estado de viuda, mandó aprender el canto del Credo a aquellos
de sus criados que mejor voz tenían, a fin de que acompañasen, cantándole con
gran solemnidad, en la Misa parroquial, el cual oía la Santa con indecible placer
de su alma; y luego después que se hizo religiosa, ella misma solía cantarle
durante la recreación. Profesaba una singular devoción a los santos Mártires
porque habían generosamente derramado su sangre por la fe, e igual reverencia tenía
a aquellos grandes Santos de los primeros siglos que defendieron palmo a palmo
tan rico tesoro, así de palabra como por escrito; de suerte que era ya proverbial
entre sus religiosas decir en las festividades de los grandes Santos de la
primitiva Iglesia: Es uno de los Santos de nuestra Madre. No se
contentaba con oír leer sus vidas en el refectorio, hablando de ellas luego
después mientras la recreación, sino que se llevaba no raras veces el libro a
su celda para volverlas a leer privadamente. Y en los últimos años de su
peregrinación en este valle de lágrimas compró las Vidas de los Santos, en
dos volúmenes, anotando las de aquellos grandes siervos de Dios y primeros
hijos de la Iglesia, que leía con mayor devoción; profesaba una especial
reverencia a San Espiridión, por haber este varón insigne cautivado en obsequio
del Credo católico su razón de filósofo sutil. Sabía de memoria el himno de
Santo Tomás, Adoro te devote, que recitaba con bastante frecuencia, cuyo
himno hizo aprender a varias de sus religiosas, declarándolas al propio tiempo
que ella siempre repetía dos o tres veces el verso siguiente Credo quidquid dixit Dei Films.
Al principio de su viudez entregóse tan de lleno a esta su devoción favorita,
que la mayor complacencia suya consistía en convencer a su entendimiento de la
presencia real de Jesucristo en la Eucaristía con las siguientes palabras: Veo
vino, y creo que es la Sangre del Cordero de Dios; gusto el sabor
de pan, y creo que es la verdadera Carne de mi Salvador. Mas luego
que se puso bajo la dirección de San Francisco, aprendió del Santo a
simplificar su símbolo y recitar cortos y fervorosos actos de fe, demostrándole aquel Prelado ilustre que la fe más sencilla y humilde era
también la más sólida y agradable a los divinos ojos. Diariamente repetía
la sierva de Dios, al fin del Evangelio de la Misa, el Credo y el
Confíteor; y un día, exhortando a sus religiosas a practicar
la misma devoción, exclamó: ¡Pero, Dios mío de mi alma!, ¿qué
necesidad tenemos nosotras de humillarnos cuando ni por sueños siquiera
se nos juzga dignas de confesar la fe delante de todos los tiranos de la
tierra?
Un espíritu
parecido fué el que movió a San Felipe a levantarse una noche en el Oratorio,
lleno todo de agitación y de espanto, recelando que lo que había dicho a sus
oyentes el predicador de la tarde de aquel día podría acaso haberles dado una idea
favorable del instituto, y prorrumpió en estas sentidas expresiones: ¡No hay
motivo para vanagloriarse! Nada somos nosotros; ningún individuo de la
Congregación ha derramado todavía su sangre en defensa de la fe. Santa
Juana Francisca había asimismo escrito ciertas sentencias en las paredes de su
celda, habitación que después fué destinada para noviciado; y en la pared,
debajo del Crucifijo, puso el versículo siguiente del Libro de los Cantares: Sentéme
debajo de la sombra de mi Amado, y su fruto fué dulce a mi paladar. Rogándole
una hermana suya de comunidad que tuviese la dignación de decirle
por qué ponía esta sentencia en aquel lugar. Para estar
frecuentemente, le replicó, haciendo actos breves y sencillos de
fe; porque si bien la fe es en sí misma una clara luz. para la razón
humana, es, no obstante, una sombra, y quiero que mi razón se siente a
descansar bajo la sombra de la fe, la cual me manda creer que Aquel que
con tanta ignominia está clavado en la Cruz es el verdadero Hijo de
Dios. Declaró igualmente
en otra ocasión que siempre que contemplaba el Crucifijo tenía la intención de
que la simple mirada suya fuese un acto de fe semejante al del Centurión, quien,
dándose golpes de pecho, decía: Verdaderamente este hombre era el Hijo de
Dios. La misma Santa reveló un día en confianza a cierta persona, que, aun
viviendo en el mundo, se había Dios servido comunicarla luces inefables acerca
de la pureza de la fe, manifestándole al propio tiempo que la perfección de
nuestra inteligencia, acá en la tierra, consiste en su cautiverio y sumisión a
las verdades obscuras de la fe; que sería iluminada dicha potencia con
esplendorosas claridades de vivísima luz a medida que fuese más humildemente
rendida a las obscuridades de los dogmas divinos; que siempre había ella detestado
aquellos sermones en los cuales se intentaba probar por la razón. natural
el misterio de la augusta y adorable Trinidad y los otros artículos de nuestra
fe; que no debía el fiel cristiano buscar en los dogmas ninguna otra razón sino
aquella única, soberana y universal razón, es a saber, que Dios los ha revelado
a su Iglesia.
Así es que nunca se
cuidaba de oír hablar de milagros, revelaciones, etc., en confirmación de la
fe, y no raras veces ordenó que pasasen por alto semejantes motivos de
credibilidad cuando leían en el refectorio las Vidas de los Santos o los
Sermones sobre las festividades y misterios de Nuestro Señor y de la
Santísima Virgen María. Parecía se en esto al gran rey San Luis de Francia,
quien llamado en una ocasión a su capilla privada para que viese cierta especie
de milagro que había tenido lugar durante la Misa, rehusó el ir, diciendo que
él, gracias a Dios, creía en el Santísimo Sacramento del Altar; que no
aumentarían su fe en tan soberano misterio todos los milagros del mundo, y que
no quería ver a Jesús con los ojos de la carne, no fuese caso que perdiese la
especial bendición que el Salvador prometiera a aquellos que no vieron y, no
obstante, creyeron.
Tenía
igualmente Chantal la costumbre de repetir a sus religiosas las siguientes palabras: ¿Qué tenemos nosotras que ver,
hijas mías, con pruebas, milagros y revelaciones, a no ser para bendecir
y glorificar a Dios nuestro Señor, que en su infinita misericordia se
ha dignado proveer de semejantes auxilios a aquellos que los necesitan?
Bástanos saber que Dios nos ha revelado, por mediación de su Iglesia,
todo cuanto es necesario para nuestra felicidad temporal y salvación
eterna. Cuando escribió las meditaciones para los ejercicios espirituales, extractadas
de los escritos de San Francisco, compuso una sobre el beneficio inestimable
que Dios nos ha otorgado haciéndonos hijos de la Santa Iglesia católica, cuya
meditación había escrito en pliego separado, y declaró a sus religiosas que no había apartado su mente de dicha
meditación durante los dos primeros días de su retiro espiritual. Leía las
Santas Escrituras con licencia de sus superiores; pero entre todos los libros
divinos, el más favorito de este Código sagrado era el de los Hechos de los
Apóstoles; imposible es decir las veces que leyó y releyó, relatando su contenido
a la comunidad cada día con nuevo fervor, y no parecía sino que siempre que les
hablaba de la primitiva Iglesia anunciábales cosas que nunca antes habían oído.
Cuando supo que su hijo había muerto en la isla de Rhe combatiendo
contra los ingleses, postróse en tierra, cruzadas las manos, los
ojos levantados al cielo, y exclamó: Concédeme, Señor y Dios mío,
concédeme licencia para hablar y dar rienda suelta a mi dolor; y ¿qué
diré, Dios mío de mi alma, sino rendiros gracias por la honra singular
que me habéis hecho llevándoos a mi único hijo mientras estaba
combatiendo en defensa de la Iglesia romana? Y tomando luego un
crucifijo en sus manos, le besaba y decía: Acepto este cáliz,
amargo, Redentor mío, con la más profunda sumisión posible, y ruego os
que recibáis a ese hijo de mis entrañas en los brazos de vuestra divina
misericordia. Apenas acabó esta plegaria, apostrofó a su hijo con
estas sentidas palabras: ¡Oh hijo mío querido!, ¡qué dicha la
tuya haber sellado con tu sangre la fidelidad nunca desmentida que tus
abuelos profesaron siempre a la Santa Iglesia romana! ¡Y creo me en esto
muy feliz, y doy gracias a Dios porque me ha cabido la suerte incomparable
de ser tu madre.
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