jueves, 17 de noviembre de 2016

LA RELIGIÓN DEMOSTRADA LOS FUNDAMENTOS DE LA FE CATÓLICA ANTE LA RAZÓN Y LA CIENCIA - por P. A. HILLAIRE

INMORTALIDAD DEL ALMA
(primera parte)



El alma del hombre es inmortal, no dejará jamás de existir. Todo lo prueba de una manera evidente:

1º La naturaleza del alma.
2º Las aspiraciones y los deseos del hombre.
3º Las perfecciones de Dios.
4º La creencia de todos los pueblos.
5º Las consecuencias funestas que resultarían de la negación de esta verdad fundamental.

46. P. ¿Cómo probamos por la naturaleza del alma que es inmortal?
R. Un ser es naturalmente inmortal cuando es incorruptible y puede vivir y obrar independientemente de otro. Ahora bien, el alma es incorruptible, porque es simple, indivisible; puede vivir y obrar independientemente del cuerpo, porque es un espíritu; luego es inmortal por naturaleza. Un espíritu no puede morir. Si nuestra alma debiera perecer, sería:

1º o por encerrar en sí misma principios de corrupción;
2º o por tener otra razón de existir que dar la vida al cuerpo;
3º o, finalmente, por aniquilarla Dios. Pues bien, ninguna de estas tres hipótesis puede ser admitida.

1º Nuestra alma es incorruptible, es decir, que no encierra en sí ningún principio de disolución y de muerte. ¿Qué es la muerte? La muerte es la descomposición, la separación de las partes de un ser. Es así que el alma no tiene partes, pues es simple e indivisible; luego no puede descomponerse, disolverse o morir.

2º La vida del alma no depende del cuerpo, de donde se sigue que, en virtud de su propia naturaleza, nuestra alma sobrevive al cuerpo. La vida de los sentidos, única que poseen los animales, muerto el cuerpo, es incapaz de ejercer función alguna; porque esta clase de alma, que es substancia imperfecta, en cuanto substancia, muere con el cuerpo. En cambio, no acontece lo mismo con el alma del hombre. Hemos demostrado ya que es espiritual, es decir, que posee una vida, la vida de la inteligencia, que es completamente independiente de nuestros órganos corporales, en sus operaciones, y en su principio. Esta vida no cesa, pues en el momento de la muerte, en virtud de su naturaleza espiritual, nuestra alma sobrevive al cuerpo. Por lo demás, las aspiraciones de nuestra alma hacia la plena posesión de la verdad, hacia la felicidad de la vida sin fin, cuya sombra solamente tenemos aquí, no podrán existir en ella, si no fuera por naturaleza inmortal. Es lo que prueba la pregunta siguiente.

3º Ningún ser puede aniquilar el alma, excepto Dios; pero no tiene, en su naturaleza espiritual, los principios de una vida inmutable.

47. P. Los deseos y las aspiraciones del alma, ¿prueban que es inmortal?
R. Sí; el deseo natural e irresistible que tenemos de una felicidad perfecta y de una vida sin fin prueba la inmortalidad del alma; porque este deseo no puede ser satisfecho en la vida presente y, por lo mismo, debe ser satisfecho en la vida futura; si no, Dios, autor de nuestra naturaleza, se habría burlado de nosotros, dándonos aspiraciones y deseos siempre defraudados, nunca satisfechos; lo que no puede ser. Si el deseo de la felicidad no debiera ser satisfecho, Dios no lo hubiera puesto en nosotros.

Todo hombre que penetre en su corazón encontrará en él un inmenso deseo de felicidad. Este deseo no es un efecto de su imaginación, pues no es él quien se lo ha dado, y no está en su poder desecharlo. Este deseo no es una cosa individual, pues todos los hombres, en todos los climas y en todas las condiciones, lo han experimentado y lo experimentan diariamente. Esta aspiración brota, pues, del fondo de nuestro ser y se identifica con él. La felicidad es la meta señalada por Dios a la naturaleza humana. Ahora bien, ¿es posible que Dios haya puesto en nosotros un deseo tan ardiente, que no podamos satisfacer? ¿Nos ha creado para la felicidad, y nos ha puesto en la imposibilidad de conseguirla? Evidentemente, no; que en ese caso Dios no sería Dios de verdad. Dios no engaña el instinto de un insecto, ¿y engañaría el deseo que ha infundido en nuestra alma? Luego es necesario que, tarde o temprano, el hombre logre una felicidad perfecta, si él, por propia culpa, no se opone a ello.

Pero esta felicidad perfecta no se halla en esta tierra: nada en esta vida puede satisfacer nuestros deseos; todos los bienes finitos no pueden llenar el vacío de nuestro corazón: ciencia, fortuna, honor, satisfacciones de todas clases, caen en él, como en un abismo sin fondo, que se ensancha sin cesar. ¡Extraña cosa!, los animales, que no tienen idea de una felicidad superior a los bienes sensibles, se contentan con su suerte. Y el hombre, sólo el hombre, busca en vano la dicha, cuya imperiosa necesidad lleva en el alma. Nunca está contento, porque aspira a una bienaventuranza completa y sin fin. Puesto que no es feliz en este mundo, es necesario que halle la felicidad en la vida futura. Este raciocinio también se aplica a nuestras aspiraciones intelectuales: el hombre tiene sed de verdad y de ciencia; quiere conocerlo todo: nunca puede llenar su deseo de saber. Ha sido creado, pues, para hallar en Dios toda verdad y toda ciencia. A la manera que el cuerpo tiende hacia la tierra, así el alma tiende hacia Dios y hacia la inmortalidad.

48. P. ¿No podría Dios aniquilar el alma?
R. Sí; absolutamente hablando, Dios podría aniquilarla en virtud de su omnipotencia; pero no lo hará, porque no la ha creado inmortal por naturaleza para destruirla después. Además de esto, sus atributos divinos, su sabiduría y su justicia a ello se oponen. El alma no existe necesariamente; Dios la ha creado libremente y, por lo tanto, podría destruirla con sólo suspender su acción conservadora, que no es más que una creación prolongada. Sin embargo, este aniquilamiento requiere nada menos que la intervención de toda la omnipotencia divina. Aniquilar y crear son dos actos que piden igual poder, y sólo Dios puede producirlos. Ahora bien, la ciencia demuestra que nada se destruye en la naturaleza; nada se pierde, todo se transforma. El cuerpo es, evidentemente, menos perfecto que el alma; y el cuerpo no se aniquila, sino que sigue existiendo en sus átomo. ¿Por qué, pues, el alma, la porción más noble de nosotros mismos, sería aniquilada?... Tenemos pleno derecho para suponer que el alma del hombre no es de peor condición que un átomo de materia. Dios es libre para no crear un ser, esto es indudable; pero una vez que lo ha creado, se debe a sí mismo el tratarlo de acuerdo con la naturaleza que le ha dado. Dios le ha dado al alma una naturaleza espiritual y una constitución inmortal; luego Él no abrogará esta disposición providencial: Dios se debe a sí mismo no contradecirse. Además, conforme veremos inmediatamente, los atributos de Dios requieren que el alma sea inmortal.

49. P. La sabiduría de Dios demanda que nuestra alma sea inmortal.
R. Esto es porque un legislador sabio debe imponer una sanción a su ley, es decir, debe establecer premios para que los que la observan y castigos para los que la violan. Esta sanción de la ley divina debe necesariamente hallarse en esta vida o en la futura. Pero nosotros no vemos en la vida presente una sanción eficaz de la ley de Dios; por lo tanto es necesario que exista en la vida futura, so pena de decir que Dios es un legislador sin sabiduría. Dios ha creado al hombre libre, pero no independiente. Todos los seres creados están regidos por leyes conformes a su naturaleza. Los seres inteligentes y libres han recibido de Dios la ley moral para que los dirija hacia su último fin. Esta ley, conocida y promulgada por la conciencia, se resume en dos palabras: hacer el bien y evitar el mal. Un legislador sabio, que impone leyes, debe tomar los medios necesarios para que sean observadas. El único medio eficaz son los premios y los castigos: es lo que se llama sanción de una ley. En la vida presente no vemos una sanción eficaz para la ley de Dios. ¿Dónde estaría? ¿En los remordimientos o en la alegría de la conciencia? Pero los malvados ahogan los remordimientos, y la alegría de la conciencia bien poca cosa es comparada con los sufrimientos y las luchas que requiere la virtud. ¿Estaría en el desprecio público, o en la estimación de los hombres? ¡Ah!, con demasiada frecuencia vemos que son precisamente los grandes culpables los que gozan de la estima de los hombres, mientras que los justos son el blanco de todas las burlas. ¿Estaría en la justicia humana? No; porque ella no alcanza hasta los pensamientos y deseos, fuentes del mal; no tiene recompensas para la virtud; no puede descubrir todos los crímenes: ella puede ser burlada por la habilidad, comprada por el dinero, intimada por el miedo; y si, a veces, vindica los derechos de los hombres, no vindica los derechos de Dios. Fuera de eso, ¿cuál sería en este mundo la recompensa de aquel que muere en el acto mismo del sacrificio, como el soldado sobre el campo de batalla; o el castigo para el suicida? Por consiguiente, la sanción eficaz de la ley de Dios no puede hallarse más que en los castigos o premios que nos esperan después de la muerte.

50. P. ¿También la justicia de Dios demanda que el alma sea inmortal?
R. La justicia pide que Dios de a cada uno según sus méritos; que recompense a los buenos y castigue a los malos. Pero, ¿es en esta vida donde los buenos son premiados y los malos castigados? No; en esta vida, los buenos frecuentemente se ven afligidos, perseguidos y oprimidos, mientras que los malos prosperan y triunfan. Luego la justicia de Dios pide que haya otra vida donde los buenos sean recompensados y los malos castigados; si no, no habría justicia. Entonces se podría decir que no hay Dios, porque Dios no existe, si no es justo. Es necesario que haya una justicia por lo mismo que hay Dios. Si Dios no es justo, no es infinitamente perfecto, no es Dios. Un Dios justo debe retribuir a cada uno según sus obras. Sería imposible que mirara de la misma manera al bueno y al malo, al parricida y al hijo obediente, al obrero honrado y al pérfido usurero. Y, ¿qué sucede frecuentemente? Sucede que el malo triunfa y el bueno sufre; que la virtud es ignorada o despreciada y el vicio honrado. Hay tribunales para los malhechores vulgares (¡y no todos ellos llegan!); pero no los hay para los canallas de primer orden. Nerón, corrompido, cruel, perjuro, sentado en el trono del mundo. Y en los calabozos de Nerón, San Pedro, San Pablo Y la justicia de Dios, ¿dónde está?... Por todas partes se ven tiranos adulados, coronados, viviendo entre delicias, mientras que los justos son perseguidos, torturados, martirizados ¿Dónde está la  justicia de Dios?... ¡Cuántos despotismos, proscripciones, perjurios e iniquidades sobre la tierra! Pero, ¿qué se ha hecho la justicia de Dios? Yo os aseguro que ella no ha abdicado, que ella cuenta todas las gotas de sangre y todas las lágrimas que los malvados hacen derramar: tan cierto como que Dios es Dios, Él retribuirá a cada uno según sus obras. Y como ciertamente todo eso no se hace en esta vida, se hará en la otra; luego es necesario que el alma sobreviva al cuerpo, es necesario que ella sea inmortal. Así, Dios permite los sufrimientos de los justos, porque hay otra vida para restablecer el equilibrio. Los dolores de esta vida son pruebas que santifican, son combates que llevan a la gloria, son avisos del cielo para que no dejemos el camino de la virtud. Pero estos sufrimientos nada son, comparados con la felicidad eterna que Dios tiene reservada al justo.

-¿Crees tú en el infierno?, preguntaron a un sacerdote los jueces revolucionarios de Lyon.

-¡Y cómo podría yo dudar, viendo lo que está pasando! ¡Ah!, si yo hubiera sido incrédulo, hoy sería creyente  Es el raciocinio del propio J.J.Rousseau: “Si no tuviera yo mas prueba de la  inmortalidad del alma, que el triunfo del malvado y la opresión del justo, esta flagrante injusticia me obligaría a decir: No termina todo con la vida, todo vuelve al orden con la muerte”.

51. P. Todos los pueblos de la tierra, ¿han admitido siempre la inmortalidad
del alma?
R. Sí; es un hecho testificado por la historia antigua y moderna que los pueblos del mundo entero han admitido la inmortalidad del alma, como lo prueba el culto de los muertos, el respeto religioso de los hombres por las cenizas de sus padres y los monumentos que ha erigido sobre sus sepulcros. Esta creencia universal y constante no puede proceder sino de la razón, que admite la necesidad de la vida futura, o de la revelación primitiva, hecha por Dios a nuestros primeros padres y transmitida por ellos a sus descendientes. Ahora bien, el testimonio, sea de la razón, sea de la revelación, no puede ser sino la expresión de la verdad; luego la creencia de los pueblos es una nueva prueba de la inmortalidad del alma. Todos los pueblos han creído en la existencia de un lugar de delicias, donde los buenos eran recompensados y de un lugar de tormentos, donde los malos eran castigados. ¿Quién no conoce los Campos Elíseos, y el negro Tártaro de los griegos y de los romanos?... Basta leer la historia de los pueblos. ¿Cómo explicar esta fe universal en la vida futura? Esta fe no es el resultado de la experiencia, porque toda la vida parece extinguirse con la muerte, y los muertos no vuelven para asegurarnos de la realidad de la otra vida. No es una invención de los reyes y de los poderosos, porque muchos de aquellos a quienes los antiguos creían condenados a los castigos futuros eran precisamente reyes como Sísifo, Tántalo No es tampoco la enseñanza de una secta religiosa, porque la creencia en una vida futura es el fundamento de todas las religiones. No se puede atribuir a las pasiones humanas, porque es su castigo; ni a la ignorancia, porque existe también en los pueblos civilizados; y, conforme a una ley de la historia, un pueblo es tanto más grande cuanto su fe en la inmortalidad es más firme y pura. Este hecho no puede reconocer sino dos causas:

La revelación primitiva, infalible como Dios mismo.


El instinto irresistible de la razón humana, que por todas partes y siempre, por el buen sentido, está obligada a reconocer las mismas verdades fundamentales. Según frase de Cicerón, aquello que conviene la natural persuasión de todos los hombres, necesariamente ha de ser verdadero. Es un axioma de sentido común contra el cual en vano protestan algunos materialistas modernos. 

52. P. ¿Qué debemos pensar de los que dicen: Una vez muertos se acabó todo?
R. Los que se atreven a decir que todo acaba con la muerte son insensatos que tienen el loco orgullo de contradecir todo el género humano y de conculcar la razón y la conciencia.

Son criminales, y no desean el destino del animal sino para poder vivir sin el temor y los remordimientos.

Son infelices, pues lejos de obtener lo que desean, no podrán escapar a la justicia divina, y aprenderán a sus propias expensas lo terrible que es caer en manos de un Dios vengador.

Si fuera cierto que con la muerte todo acaba, habría que decir:

a) que Dios se ha burlado de nosotros al darnos el deseo irresistible de la  felicidad y de la inmortalidad.

b) Que todos los pueblos del mundo han vivido hasta ahora en el error, mientras que un puñado de libertinos son los únicos que tienen razón. c) Que la suerte del asesino sería la misma que la de su víctima; que los justos que practican la virtud y los malvados que se entregan al crimen, serán tratados de la misma manera, etc. ¿No es esto inadmisible? ¿No es esto hacer del mundo una cueva de ladrones y de bestias feroces? Y, sin embargo, tal es la locura de los materialistas.

Los que niegan la inmortalidad del alma son los ateos, los materialistas, los positivistas, los librepensadores, todos aquellos que tienen interés en no creerse superiores a los animales. Este dogma tiene los mismos adversarios que el de la existencia de Dios: son los hombres que, para acallar sus remordimientos o para no verse obligados a combatir sus pasiones, quieren persuadirse de que no hay nada que temer, nada que esperar después de esta vida. Pero cuando un insensato cierra los ojos y declara que el sol no existe, se engaña a sí mismo y no impide al sol que alumbre.

Los que niegan la inmortalidad del alma son semejantes al hijo pródigo, que deseaba, sin conseguirlo, el sucio alimento de la piara de puercos que tenía a su cuidado. Estos hombres reclaman en vano la nada del bruto que les interesa conseguir; nadie se la dará; no serán aniquilados y el infierno les aguarda. ¡cuán dignos son de lástima!...

53. P. ¿Cuáles son las consecuencias de la inmortalidad del alma?
R. Así como se conoce el árbol por sus frutos, se conocen los dogmas verdaderos por los buenos frutos que producen. La creencia en la inmortalidad del alma produce excelentes frutos: es para el hombre consuelo en la desventura, móvil de la virtud, fuente de los mayores heroísmos. Por el contrario, la negación de la inmortalidad del alma produce frutos de muerte. Si el alma debe morir, no hay virtud, ni deber, ni religión, ni sociedad posible. Todo se desmorona. Juzgad, pues, el árbol por los frutos de muerte que produce.

El dogma de la inmortalidad del alma sostiene, anima,, consuela al hombre virtuoso, puesto que le hace esperar una recompensa y una felicidad que no tendrá fin. Si suprimimos la otra vida, la muerte no tendría consuelos ni esperanzas. ¿Qué puede decir un incrédulo junto a un féretro? ¡Son amigos que se separan con la certeza de no volverse a ver jamás!...Miren a esa madre, loca de dolor, junto a una cuna, herida por la muerte; el impío sólo puede decirle: “Hay que ser razonable; esto les sucede también a otros, también nosotros moriremos”. En cambio, una  Hermana de la Caridad dirá a esa pobre madre: “Hallaréis vuestro hijito en el cielo; esta con los ángeles y un día ir a juntarse con él”. Una doctrina tan consoladora viene de Dios. Vosotros que lloran vuestros muertos queridos, consolaos, los encontrarán en una vida mejor. No, no termina todo al cerrarse la fría losa de la tumba. La creencia en la inmortalidad del alma es la única que puede formar hombres, llevarlos a la práctica de grandes virtudes, despertar en ellos nobles abnegaciones por Dios, por la sociedad, por la patria, puesto que esa creencia nos hace esperar alegrías tanto mayores cuanto más grandes hayan sido los sacrificios hechos por nosotros. Ella nos hace despreciar todo lo transitorio para no estimar sino lo que es eterno.

Decir, por el contrario, que cuando uno muere, todo muere con él, es suprimir toda virtud, todo deber, toda religión. Y en verdad, si no hay nada que esperar, nada que temer después de esta vida, ¿qué interés podemos tener en practicar el bien, el deber, la religión, a menudo tan penosos? ¿Qué digo? El bien y el mal, la virtud y el vicio no son más que vanas preocupaciones y odiosas mentiras. La virtud cuesta grandes sacrificios, mientras que el vicio agrada a nuestra naturaleza caída. Ahora bien, si nuestra existencia se limita a esta tierra, si la virtud no produce frutos de felicidad eterna, si el vicio no acarrea dolores inconsolables para la vida futura, es una tontería sufrir tanto para practicar la virtud y preservarse del vicio. Entonces fallan por su base la virtud, la familia, la religión, la sociedad. Si fuera cierto que con la muerte todo muere, el mundo se vería inundado por un diluvio de crímenes. El robo, el homicidio, las más vergonzosas pasiones, no tendrían barreras, porque se tiene, con frecuencia, la facilidad de escapar de los gendarmes y de las prisiones. “Una sociedad que no cree en Dios, ni en el alma, ni en la vida futura, no respeta ni justicia ni moral. Verdaderamente, si todo se limita a la vida presente, ¿por qué se ha de consentir que la autoridad, la fortuna, los placeres sean para los poderosos? ¿Por qué la sumisión, la pobreza, la miseria y los sufrimientos han de estar reservados a las clases bajas?... Si la vida futura es un sueño, el hombre tiene sobrada razón para buscar en la vida presente su gozo, su felicidad. Si no los halla, le asiste toda la razón para conquistarlos con la fuerza de las armas y la revolución. Y si fracasa, nadie puede reprocharle el que se abandone a la desesperación y busque en el suicidio el único remedio posible que le queda. Está visto: la ausencia de toda creencia en la en la vida futura es el camino cerrado a toda virtud, a todo heroísmo, a toda abnegación. Es el camino abierto a todas las pasiones, a todos los crímenes, a todas las revoluciones. El materialismo, propagado por la masonería, ahí tenéis la causa de todas las desgracias, de las ruinas y los crímenes que desuelan, en la hora presente, a nuestra hermosa Francia”. 

54. P. La inmortalidad del alma, ¿prueba la eternidad del cielo y la eternidad del infierno?
R. Las mismas razones que prueban que el alma es inmortal, prueban también que será o eternamente feliz en el cielo, o eternamente desgraciada en el infierno. La vida presente, en efecto, es el tiempo de la prueba, y la vida futura es la meta, el término adonde debe llegar el hombre inteligente y libre. Después de la muerte, ya no habrá tiempo para el mérito ni para el demérito, ni habrá lugar para el arrepentimiento. Por consiguiente, los buenos quedarán siempre buenos, y los malos siempre malos; es justo, pues, que así la recompensa de los primeros, como el castigo de los segundos, sean eternos. Un ser libre y responsable debe ser llamado, tarde o temprano, a dar cuentas de sus actos. Por lo tanto, su destino se divide en dos partes: la primera es la de la prueba, de la tentación, de la lucha; la segunda, la de la recompensa, o del castigo. Para el hombre, el tiempo de la prueba termina con la muerte. Tal es el sentir de todos los pueblos y de la razón misma. Porque si la muerte no alcanza el alma, destruye, sin embargo, el compuesto humano que constituye al hombre. Pero como es al hombre precisamente a quien se dirige la ley moral y a quien se impone el deber, corresponde al compuesto humano alcanzar o no su última meta.

El cielo es eterno. Dios ama necesariamente al justo, y es amado por él. ¿Por qué, pues, se ha de matar este amor, puesto que el justo permanecerá siempre justo? Por otra parte, la felicidad de la vida futura debe ser perfecta, y no sería perfecta una felicidad que no sea eterna. Luego el premio del justo debe ser eterno

El infierno es eterno. Análogas consideraciones prueban que el castigo del culpable debe ser eterno. El alma penetra en la vida futura en el estado y con los afectos que tenía en el momento de la muerte; y este estado y afectos son irrevocables, porque los cambios no pueden pertenecer sino a la vida presente, que es vida de prueba, pasada la cual todo ser queda fijado para siempre. El culpable persevera, pues, en el mal: permanece eternamente culpable, y no cesa, por consiguiente, de merecer el castigo. “El árbol queda donde ha caído: a la  derecha si ha caído a la derecha, a la izquierda si ha caído a la izquierda”.

55. P. ¿Hay más pruebas de la eternidad del infierno?
R. Sí; la razón nos provee de varias otras pruebas decisivas de la eternidad del infierno.

La creencia de todos los pueblos la afirma.

La sabiduría de Dios pide como vindicación por la violación de sus leyes.

La justicia divina reclama para castigar al hombre que muere culpable de una falta grave.

Finalmente, la soberanía de Dios la demanda para tener la última palabra en la lucha sacrílega del hombre contra su Creador y su soberano Señor.

1° La creencia de todos los pueblos la afirma. – En todos los tiempos, desde el principio del mundo hasta nuestros días, todos los pueblos han creído en la existencia de un infierno eterno. Hemos hecho notar esta creencia al hablar de la inmortalidad del alma. ¡Cosa asombrosa! El dogma del infierno eterno, que subleva todas las pasiones contra él y causa horror a la naturaleza humana, es el único que los hombres no han discutido. Basta consultar los poetas, los filósofos, los escritores de la antigüedad, y todos, sin excepción, hablan del infierno eterno. Hesíodo y Homero lo pintan a los habitantes de Grecia; Virgilio y Ovidio lo describen en la Roma idólatra. ¿Quién no recuerda los suplicios de Prometeo, de Tántaro, de Sísifo, de Ixión y de las Danaides? Sócrates, citado por Platón, habla de las almas incurables que son precipitadas al eterno Tártaro, de donde no saldrán jamás. Un pagano, gran despreciador de los dioses, el impío Lucrecio, trató de destruir esa creencia, “porque, decía él, no hay reposo y es imposible dormir tranquilo, si se esta obligado a temer, después de esta vida, suplicios eternos”. Sus esfuerzos fueron inútiles. La creencia en el infierno eterno fue siempre el dogma fundamental de la religión de todos los pueblos. Celso, filósofo pagano, enemigo acérrimo del Cristianismo, lo confirma en el segundo siglo de la Iglesia. “Tienen  razón los cristianos, dice él, en pensar que los malos  sufrirán suplicios eternos. Por lo demás, este sentimiento les es común con todos los pueblos de la tierra”. Leyendo la historia de todas las razas: egipcios, caldeos, persas, indios, chinos, japoneses, galos, germanos, etc., vemos que todos creían en un infierno eterno, como en la existencia de Dios. Cuando Colón descubrió América, comprobó que los habitantes del Nuevo Mundo tenían la misma creencia. Un viejo jefe le amenaza con el infierno, diciéndole: “Sabe que al salir de la vida hay dos senderos, uno fulgurante de luz y otro sumido en las tinieblas; el hombre de bien toma el primero, mientras que el malvado echa a andar por el sendero tenebroso hacia el lugar de los suplicios eternos”. ¿Cuál es el origen de esta creencia de todos los pueblos? No pueden ser los sentidos, ni las preocupaciones, ni las pasiones, porque una pena eterna es una pena espantosa que aterra el espíritu y lo desuela, tortura el corazón y lo desgarra. Esta creencia no puede tener su origen sino en la razón, que reconoce la necesidad de un infierno eterno para impedir el mal o castigarlo; o bien este dogma se remonta hasta Dios mismo: forma parte de la revelación primitiva, que es la base de la religión y de la moral del género humano. Pero, tanto en un caso como en otro, esta creencia no puede ser sino la expresión de la verdad.

2º La sabiduría de Dios pide la eternidad de las penas como sanción preventiva. – Todo legislador sabio debe dar a sus leyes una sanción eficaz; y la única sanción eficaz para las leyes de Dios es la eternidad de las penas. Porque, para que surta el efecto deseado, es menester que toda sanción pueda neutralizar las seducciones del vicio, y determinar al hombre a que observe la ley divina, aun con pérdida de su fortuna y de su vida. Ahora bien, la sola esperanza de escapar un día de la justicia de Dios haría ineficaz toda sanción temporal. Todo lo que tiene término no es nada para el hombre, que se siente inmortal. Lo que constituye la  eficacia de la sanción no es el infierno, es su eternidad. Lo prueba el hecho de que los malvados aceptan sin dificultad que haya castigo después de esta vida, con tal que no sea eterno. Un infierno que no es eterno es un purgatorio cualquiera. Y el pensamiento del purgatorio, ¿refrena acaso a los malvados? Ese pensamiento apenas inquieta a los justos, porque el purgatorio tiene término. Cierto alemán se avenía a pasar dos millones de años en el purgatorio por gozar el placer de una venganza. Es, pues, la eternidad lo que constituye la eficacia de la sanción. Sin la eternidad de las penas, Dios no sería más que un legislador imprudente, incapaz de hacer observar sus leyes, o de castigar a los calculadores de las mismas.


3º La justicia de Dios requiere la eternidad del infierno, como pena vindicativa para castigar el mal. – Es un principio admitido por todos, que debe existir proporción entre la culpa y la pena, entre el crimen y el castigo Ahora bien, a no  ser por la eternidad del infierno, no habría proporción entre la culpa y la pena Y,  en verdad, la gravedad de la culpa se deduce de la dignidad de la persona ofendida. El pecado, ofendiendo a una Majestad infinita, reviste, por lo mismo, una malicia infinita, merecedor de un castigo infinito. Pero como el hombre es limitado y finito en su ser, no puede ser susceptible de una pena infinita en intensidad; pero puede ser castigado con una pena infinita en duración, es decir, eterna. Es justo, por consiguiente, que sea condenado al fuego eterno, a fin de que el castigo guarde proporción con la culpa.

4º La soberanía de Dios pide la eternidad de las penas. – Si el infierno debiera tener término, cada uno de nosotros podría hablar a Dios de esta suerte: “Yo sé que Vos me podéis castigar, pero también sé, que tarde o temprano, os veréis obligado a perdonarme a aniquilarme. Me río, pues, de Vos y de vuestras leyes; me río también del infierno, al que me vais a condenar, porque sé que algún día saldré de allí”–. ¿Se concibe que una criatura pueda con razón hablar así de su Creador? Dios es el Señor del hombre, y su soberanía no puede ser impunemente despreciada. El hombre, pecando mortalmente, declara guerra a Dios: ¿quién será el vencedor? Necesariamente debe ser Dios, quien pronuncia la última palabra mediante la eternidad de las penas. Luego, la soberanía de Dios exige que el infierno sea eterno.

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