LA ACCIÓN DE GRACIAS
(primera parte)
SECCIÓN 1
Olvido de la acción de gracias.
Olvido de la acción de gracias.
Todo cuanto
llevamos dicho en las páginas anteriores se reduce evidentemente a esto; es a
saber: que como el Evangelio no sea más que una ley de puro amor, no debemos
contentamos simplemente con salvar nuestra alma; o mejor dicho, que arriesgamos
nuestra propia salvación si no tratamos de hacer algo, bien con obras, o ya con
oraciones, a favor del alma de nuestros hermanos. Además, siendo el Evangelio
una ley de amor, preciso es que nuestra religión sea asimismo en lo posible un
servicio de amor; y, en su consecuencia, que corremos un grave peligro de
condenarnos si miramos la vida presente sólo como una oportunidad de alcanzar
el Cielo por los medios más fáciles posibles y con la mera observancia de los
preceptos rigurosamente necesarios, poniendo a un lado, cual asuntos que no nos
conciernen; la gloria de Dios, intereses de Jesús y salvación de las almas. Paréceme
que no he sido demasiado exigente con vosotros; yo no os he propuesto, bien lo
sabéis, austeridad alguna corporal, ni un extraño alejamiento del mundo en que
vivís; tampoco os he ordenado que aspiréis a la cumbre de la contemplación, al
amor del sufrimiento, o a que vayáis en pos de algún penoso recogimiento interior
a una singular y difícil presencia sensible de Dios nuestro Señor. Me he
contentado con poner delante de vuestros ojos aquellas prácticas y consejos de
los Santos con cuyo auxilio podéis dulcemente ocuparos un poco más de Dios con
alguna mayor facilidad y no menor amor. Ni siquiera he llegado a deciros: Haced
esto a lo menos; es necesario que no omitáis aquello; -todo lo he
dejado a vuestra elección y a vuestro amor. Mi único objeto no es otro que persuadir
a alguno de mis hermanos; uno solo que fuese me daría entonces por muy
satisfecho que ame un poquito más a Dios por ser quien es. El orden de mi plan
me lleva naturalmente, y como por la mano, a ocuparme ahora en la acción de
gracias.
Ya hemos visto cómo
Nuestro Señor dulcísimo; en su amor inefable, nos hace primeramente donación de
todos sus tesoros, para que nuestra intercesión, unida al ofrecimiento de
semejantes riquezas, sea más eficaz y provechosa; y en segundo lugar, cómo,
además de tan incomparable fineza de su abrasada caridad, nos permite que engrandezcamos
nuestras más triviales acciones, uniéndolas a sus divinos merecimientos y
santas intenciones. Pero aquellos ricos tesoros, no menos que el privilegio
inestimable del engrandecimiento de nuestras más pequeñas acciones, no son aplicables
únicamente a la oración de intercesión, sino que sirven también para la acción
de gracias, y las alabanzas y deseos; en el presente capítulo me ocuparé en la
acción de gracias, y las alabanzas y deseos serán objeto exclusivo del
inmediato. No hay cosa que se halle más en abierta oposición con la religión práctica
de la mayor parte de los hombres que el deber de la acción de gracias; así es
que no es fácil llegar a encarecer debidamente el extraño olvido del
agradecimiento.
Poco es, en efecto,
y bien escaso el tiempo que hoy se consagra a la práctica de la oración; pero
todavía es menor el que se dedica a la acción de gracias; por cada millón de
Padrenuestros y Avemarias que elevan los hombres de la tierra al Cielo, ya para
preservarse de algún mal, o bien para conseguir cualquier beneficio, ¿cuántos
creéis que dirigen al trono del Altísimo en acción de gracias por los males evitados
o beneficios recibidos? Y no es difícil hallar la razón de conducta
tan extraña. En efecto: nuestro propio interés nos lleva, naturalmente, a la
oración, y sólo el amor nos conduce a la acción de gracias; quien solamente
desea librarse de las penas del infierno sabe a ciencia cierta que tiene que
rogar; pero semejante sujeto vese privado de un estímulo parecido que le impulsa
fuertemente a la práctica de la acción de gracias. Y no se vaya a creer que esto es de ahora: nunca oración salió más de
corazón que aquella fervorosa súplica y exclamación piadosa de los diez
leprosos del Evangelio luego que vieron a Jesús entrando en una aldea: el deseo
mismo de ser oídos les hizo atentos y corteses; paráronse de lejos por miedo de
disgustarle si se le acercaban con enfermedad tan asquerosa como la suya;
proceder que nos descubre muy a las claras que no conocían a nuestro Señor
amoroso, ni sabían asimismo que había llegado su humillación hasta el punto de
ser contado por un leproso entre los hijos de los hombres. Alzaron su voz,
diciendo: ¿Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros! Luego
que se obró el milagro, nueve, llenos de un gozo egoísta, continuaron su camino
para mostrarse al sacerdote; pero uno, ¡uno solamente!, ¡y éste un infeliz y proscrito
samaritano!, apenas vio que había quedado limpio, volvióse glorificando a Dios
a grandes voces y se postró en tierra a los pies de Jesús, dándole gracias por
la merced que le había otorgado! Hasta el Sagrado Corazón de Jesús quedó
entonces como atónito y asombrado, y le dijo: ¿ Por ventura no fueron diez
los limpios? ¿Dónde, pues, están los nueves? ¡Ay, no hubo quien volviese a dar
las gracias a Dios sino este extranjero! ¡Cuántas veces no hemos
nosotros causado la misma desagradable sorpresa al Sacratísimo Corazón de
Jesús!
Cuando el olvidó de
un deber llega hasta el punto de espantarnos, cuál nos sucede indudablemente
con el olvido de la acción de gracias, natural es que se desee saber cuánta es
la obligación que pesa sobre nosotros acerca del asunto; y para ello, ningún
medio existe más a propósito que la autoridad de las Escrituras. Dice San
Pablo, escribiendo a los de Efeso, que debemos ocuparnos en dar siempre
gracias por todas las cosas al Padre y Dios, en el nombre de nuestro
Señor Jesucristo (1); que abundemos en toda sencillez, la cual hace que
demos gracias a Dios. Amonesta igualmente a los Filipenses a no ser
solícitos de cosa alguna, sino con toda oración y ruegos, con hacimiento
de gracias, sean manifiestas sus peticiones delante de Dios; y a los
de Colosa les escribe el mismo Apóstol, que así como recibieron al Señor
Jesucristo, procuren andar en El, arraigados y sobreedificados en su
Persona, confirmados en la fe, según la aprendieron, creciendo y
abundando en El mismo con acción de gracias (4); y añade en otro
pasaje de la carta, que perseveren en oración, velando en ella con
hacimiento de gracias. Dícese, prosigue San Pablo, hablando a Timoteo, que
Dios nuestro, Señor crió las viandas para que fuesen recibidas con acciones de
gracias por los fieles y aquellos que conocieron la verdad; porque es buena
toda criatura de Dios, y no es de desechar nada de cuanto se recibe con
acción de gracias. El desagradecimiento, concluye el Apóstol, era
lo que caracterizaba a los gentiles, pues conociendo a Dios no le
glorificaron como a tal, ni le dieron gracias.
¿Qué es nuestra
vida en la tierra más que una preparación para la vida real del Cielo? ¿Y en cuál
otra ocupación emplearemos allá nuestra vida sino en alabanzas y acciones de
gracias? ¿Qué lenguaje es el de los Ángeles, ancianos y criaturas vivientes del
Apocalipsis más que bendición, y gloria, y sabiduría, y acción de gracias,
honra, y virtud; y fortaleza a nuestro Dios por los siglos de los
siglos, Amén? Cierto es que estamos incesantemente invocando a la Santísima
Virgen, a los Ángeles y Santos de la Corte celestial; que sabemos y tenemos
seguridad que se ocupan allí sin descanso en rogar por nosotros; pero con todo,
¿me faltan a mí acaso razones para sostener que al representamos el Cielo en
nuestra mente, las más de las veces nos le imaginamos como mansión de alabanzas
y acciones de gracias, y no como lugar de oración? Más aún: algunos siervos de
Dios, teniendo la muerte ante los ojos, luego que la vida del Cielo comienza sobre
ellos a proyectar rayos de vivísima luz, como si ya estuviesen oyendo los
cantares angélicos y gozando, embelesados, de su dulce melodía, gastan en
acciones de gracias aquellas horas espantosas que, más que todas las de la
vida, exigen humildes peticiones, oraciones de compunción y de lágrimas. Así es
que, cuando San Pablo de la Cruz cayó gravemente enfermo, pasaba los días
ocupado en alabanzas y acciones de gracias, repitiendo a menudo, con singular
devoción, aquellas palabras del Gloria: Os damos gracias por vuestra
grande gloria; palabras que habían sido siempre su jaculatoria favorita, y
exhortaba con frecuencia a sus religiosos a usarla todas las veces que tuviesen
entre manos algún negocio particular, diciendo con encendido fervor de su corazón:
A la mayor gloria de Dios. Otras veces,
postrándose el siervo de Dios en espíritu del trono de la Beatísima Trinidad,
exclamaba inflamado en la llama del divino amor: ¡Santo, santo!, o ¡Bendición
y claridad!, etc., alabanza que solía llamar la canción del paraíso. Ahora
bien: la Iglesia militante es un reflejo de la Iglesia triunfante; el culto de
la una es el eco e irradiación del culto de la otra; y como la vida del Cielo
es una vida de alabanzas y acción de gracias, así en su medida debe ser la
medida de la tierra. EL centro de todas nuestras adoraciones es la Eucaristía,
esto es, según expresa la palabra, el sacrificio de acción de gracias; todo
toma su tono de la Eucaristía; todo en la Iglesia de Dios recibe su irradiación
del Santísimo Sacramento, y el espíritu de la Eucaristía debe hallarse por
doquiera. Así es que hasta los judíos creían, según testimonio de Wetstein, apoyado
en el Talmud, que llegaría un día en que cesare toda oración, excepto la
oración de acción de gracias. Pero volvamos a nuestro asunto, el cual no es
otro más que la acción de gracias considerada como parte de nuestro servicio de
amor. Supongamos, pues, que la verdadera idea del culto fuese aquella que envuelve
la práctica común de la mayor parte de los hombres, es decir, una simple
oración al Omnipotente. ¿Qué relaciones serían entonces las nuestras para con
nuestro Dios y Señor? El es nuestro Rey, nuestro Superior, el Guardián de
nuestros tesoros y la riqueza misma por esencia; acudimos ante su divino
acatamiento para pedirle algún favor, y es para nosotros lo que un rico para un
mendigo; el propio interés, he aquí cuál sería entonces el objeto principal de
todas nuestras adoraciones. O bien tememos su divina justicia, y deseamos vemos
libres del castigo que merecemos y que se nos perdonen nuestras culpas; es
compasivo, y oirá nuestras plegarias como seamos importunos. Si, pues, todo
nuestro culto consistiese solamente en la oración, claro está que no podríamos
en tal caso elevamos a otras consideraciones más levantadas. Pero no se vaya
por eso a creer que ya excluya, la oración del culto católico; no desconozco
que es uno de sus constitutivos esenciales, y, en su consecuencia, enteramente
necesaria para nuestro adelantamiento en la vida espiritual, porque la oración
nos enseña a depender de Dios, y la oración despachada, a poner en El toda nuestro
confianza. Mas no se contenta la infinita Bondad con esto solamente: quiere que pasemos más adelante todavía, pues que tenemos que vivir en compañía suya
por toda la eternidad; y Dios ha de ser nuestro gozo perdurable, y la verdadera
felicidad del hombre consiste en conocerle y amarle, y el amor divino es la
dulce y sempiterna alabanza que se rinde al Altísimo por los siglos de los
siglos.
Así como el
espíritu de oblación, esto es, la facultad de ofrecer al Señor presentes, nos
pone en relaciones más afectuosas y familiares hacia su divina Persona, así
igualmente sucede con el espíritu de acción de gracias. Mostrarnos agradecidos
a un bienhechor únicamente con el fin de conseguir de él mayores beneficios,
semejante agradecimiento no es un acto de acción de gracias, sino una forma
halagüeña de oración, una petición disfrazada. Menester es, pues, que demos
rendidas acciones de gracias a Dios nuestro Señor porque le amamos, porque el
amor que tiene la dignación de profesamos hiere, y eleva, y embelesa, y domina,
y arrebata nuestro ánimo, igualmente que nuestro corazón. En efecto: tan cierto
es que la acción de gracias es asunto de amor, que allí en el Cielo el
agradecimiento al Dios omnipotente será nuestra eterna ocupación, luego que nos
haya dado la corona de la Visión Beatífica, cuando nos haya otorgado todo lo que
seamos capaces de contener y no pueda ya quedarnos cosa alguna por recibir.
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