Toreando Balas y... Velando Placas
Las cercanías del Pueblito de Guachinango del cantón de Mascota, Estado
de Jalisco, fueron, durante el año de 27 y mitad del 28, teatro de increíbles
hazañas del ejército cristero. Los súbditos de Cristo Rey, como gustaban ser
llamados aquellos valientes, dieron muestras del gran valor del mexicano,
cuando está empeñado en una causa justa y noble, sobre todo, si en ella campean
los intereses religiosos. Ya hemos dicho en otro artículo, cómo los oficiales
del ejército francés de los tiempos del Imperio de Maximiliano, ejército
reputado por el mejor del mundo, no cabían en sí de admiración, al ser testigos
del desprecio a la vida y el entusiasmo en la lucha del soldado mexicano, y
solían decir: ¡Con soldados mexicanos, nos comprometemos a conquistar al mundo
entero en unos cuantos meses! Dijérase al oír referir algunos hechos de los
cristeros, que se trataba de una de esas leyendas heroicas, que todos los
pueblos cuentan en su haber.
Pero no es una leyenda, sino una verídica historia, la que se refiere
por ejemplo, del jefe cristero Andrés Solís, quien ponía su valor y sangre fría
al servicio de su buen humor. Aficionado a la diversión taurina y gran jinete,
solía al comenzar cualquiera de esos combates de guerrillas contra las fuerzas perseguidoras,
adelantarse en su "cuaco" hasta muy cerca del frente del gobierno, y
desplegando un gran lienzo colorado que llevaba a prevención, comenzaba a
torear con maestría incomparable las balas que le enviaban los furiosos enemigos.
¡Cosa increíble que en aquel jaripeo de nuevo cuño, sólo alguna que otra vez
sacaba un rasguño sin importancia!
— ¿Cómo le hace, D. Andrés —le preguntaban sus asombrados compañeros—, para
ver la bala que viene?
— ¿La bala? Yo no la veo; lo que veo es el "bujero" del
rifle, que me apunta para hacerme blanco; y hago que mi cuaco, que es muy
ligero y dócil se desvíe, no más veinte centímetros del punto por donde sé que
ha de pasar la cochina bala. Pero para decir a ustedes verdad, es el Ángel de
mi guarda, quien me da repentinamente la trayectoria de la bala, para demostrar
a los "guachos" que Dios no está con ellos, por malvados, sino con
nosotros los que peleamos por Cristo Rey.
Y en efecto después de un rato de aquellos asombrosos capeos, paraba a
su caballo en lugar defendido y apeándose de un salto, empuñaba el rifle y gritaba
a los enemigos: ¡Ahora voy yo! Y con su certerísima puntería, él solo, hacía
volver grupas a una patrulla de callistas, después de haber dejado algunos
caballos y sus jinetes, tendidos en el campo. Claro está, que aquello era una
temeridad, a la que no autoriza de ninguna manera la confianza que debemos
tener en Dios y en el Ángel de nuestra guarda, cuando sólo por una necesidad
verdadera y justificada, tenemos que ponernos en algún peligro. Pero este
hecho, entre otros demuestra la gran fe que tenían aquellos cristeros en la
justicia de la causa por que ofrendaban su misma vida; y al mismo tiempo que
Dios se valía de aquella poca ilustrada fe, para infundir valor y denuedo a los
compañeros de Solís. Muchos jóvenes en efecto de la aldea de Guachinango, de
las rancherías cercanas y aún de Manzanillo y Compostela, electrizados por el
valor de sus jefes, causaron no pocas derrotas al ejército enemigo. Entre los
nombres de aquellos héroes cristianos, quiero salvar del olvido a Fidencio
Castillo, de 18 años de edad, a Ignacio Arreóla Robles de 16, a David "el
güero" de la misma edad, a los hermanos Filomeno y Arturo Dueñas, a
Trinidad López e Inés Quintana, a Jesús Ramírez Martínez, muertos todos en los
combates por Cristo Rey; y a otros dos jefes de la misma región: Manuel Moreno,
y Esteban Caro, quien nunca dejó de introducirse arrojadamente en las mismas
filas de los callistas, abriéndose paso a machetazos y derribando como filas de
naipes a los que se le oponían, hasta que un día un tiro traidor por la espalda
le dio gloriosa muerte. Naturalmente las hazañas de los cristeros de
Guachinango y Atenquillo, hacían temblar de rabia a los perseguidores y se
propusieron vengar sus derrotas en los pacíficos habitantes de las rancherías
cercanas a Guachinango, haciendo frecuentes incursiones aun en mitad de la
noche, para aprisionar y asesinar muchas veces a los inocentes campesinos,
sembrando por todas partes el terror, sin lograr por eso hacerles renegar de su
fe católica. ¡Cuántos mártires heroicos cayeron en aquellas redadas nocturnas,
cuyos nombres sólo conoce Dios, que ya les habrá dado el premio a su fe y valor
cristiano! En una noche tempestuosa el 18 de junio de 1928, los habitantes de
la ranchería de Pánico dormían perfectamente descuidados, porque a causa de la
crecida del río de Atenquillo, estaban completamente aislados, interrumpida la
comunicación única que había por el rancho de La Laja con el resto de la
región. No obstante eso los merodeadores callistas que aterrorizaban la
comarca, lograron no se sabe cómo abrirse paso, y a la media noche cayeron como
fantasmas de pesadilla, sobre los pacíficos habitantes. Entraron en las
casuchas y jacales y despertando entre gritos e injurias a los infelices,
comenzaron a aprehenderlos, bajo la falsa acusación de que eran todos
cristeros.
Entre los asustados campesinos se encontraba un sacerdote, el señor
cura de Guachinango, D. José María Galindo. Era éste un venerable y celoso ministro de Dios, perteneciente a la
Diócesis de Tepic, que desde -el año de 1926 al suspenderse los cultos
católicos, por orden de sus superiores había buscado refugio en la aldea
jalisciense, para continuar allí, clandestinamente por supuesto, su sagrado
ministerio, desde la casa cural de la Parroquia de Guachinango, dentro de cuyos
muros celebraba diariamente la Santa Misa con la asistencia privada de los
vecinos, cuyos trabajos agrícolas les permitían hacerlo. Y desde allí, como
desde su cuartel general, salía para recorrer la región en busca de los
enfermos, para administrarles los últimos sacramentos. Predicaba, enseñaba el
Catecismo a los niños, los preparaba para su Primera Comunión, bautizaba a los
recién nacidos y, en una palabra, continuaba su ministerio parroquial en medio
de aquellos buenos campesinos, que lo recibían gozosos en sus visitas
pastorales, lo alojaban lo mejor que podían, y lo atendían agradecidos,
dispuestos a defenderlo de cualquier intento malévolo. A mediados del año de
27, cuando la persecución contra el catolicismo de los mexicanos adquirió más
serias proporciones, los vecinos de la ranchería de Pánico, temiendo una
catástrofe, lograron persuadirle de que cambiara su residencia habitual de
Guachinango, por esa ranchería, que por su posición aislada ofrecía mayores
garantías para una persona tan amenazada por los enemigos de Dios, y tan
necesaria para la vida espiritual de aquellas ovejas del Supremo Pastor de las
almas.
Así lo hizo en efecto, cuando una guarnición federal se apoderó de la iglesita
y dependencia de Guachinango, y en pánico continuó sus labores apostólicas, sin
mezclarse absolutamente para nada, en el movimiento bélico de liberación. Fue
táctica innoble, pero muy frecuente de los primeros perseguidores de la Iglesia
de Jesucristo, como nos refiere la historia, añadir a los malos tratamientos y
dolores físicos de los cristianos caídos en sus manos criminales, la calumnia
de crímenes supuestos, como el de asesinatos rituales en las sesiones en que
celebraban los santos Misterios, el de atentar contra la sociedad y el Imperio
Romano, y otros muchos que lograron, en los así engañados e incultos paganos
del pueblo, infundir la idea de que los cristianos eran una…
(Hasta aquí llego el relato, lo sentimos mucho, al parecer
fue un error de imprenta, pero tampoco no es mucho lo que faltó, gracias por su
comprensión)
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