6 DE OCTUBRE
SAN BRUNO, CONFESOR
Epístola – Eccli; XXXI, 8-11
Evangelio - San Lucas; XII, 35-40
VIDA CARTUJANA Y CONTEMPLACIÓN.
—
Entre las varias familias religiosas, a ninguna estima tanto la Iglesia como a
la de los Cartujos; con todo, se diría que no hay otra que tome menos parte en
los variadísimos servicios en que se emplea en este mundo él celo de los hijos
de Dios. Y esto ¿no sería una prueba más de que el celo exterior, por muy
loable que sea, no lo es todo ante Dios, ni siquiera lo principal? La Iglesia, y
en esto está su fidelidad, aprecia todas las cosas conforme a las preferencias
del Esposo; ahora bien, el Señor aprecia mucho menos a sus elegidos por la
actividad de su vida, que por la perfección interior de sus almas, y esta perfección
se mide por la intensidad de la vida divina, de la cual se dice: "Sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto." Y por esta razón la
Iglesia anima con los mayores alientos a todo el que es llamado por la gracia a
la soledad. En todas las épocas existió esa llamada al desierto. Desde el
Profeta Elías hasta el Padre de Foucauld, es larga la lista de los que, ya en Particular,
ya en grupo, buscaron lejos del mundo y de su esclavitud, el vivir "con
Dios solo y para Dios solo". Pero la forma de vida eremítica que San Bruno
inauguró en la soledad de la Cartuja estaba tan bien equilibrada, que
únicamente su Orden no necesitó nunca de reforma. Agrupados en un monasterio,
los religiosos viven separados, y tan sólo se juntan para la'- oración litúrgica.
El tiempo que no dedican a la oración está consagrado al trabajo manual o a la
lectura. La Orden cartujana al principio del siglo XIII tendrá una rama
femenina y contará hasta 170 monasterios dé hombres y 30 de mujeres." "El
Cartujo vive en la soledad para buscar a Dios." Pero ¿por qué?, dicen
algunos. ¿No está Dios en todas partes? Sí, Dios es omnipresente;" y por
eso la dificultad para encontrarle no proviene de El sino de nosotros mismos,
de nuestro espíritu, que es asaltado con mil distracciones por los cuidados del
mundo. Por el contrario,' una vez que el alma se halla retirada en soledad, se
vuelve hacia Dios; y en el silencio, que va creciendo en ella de modo gradual,
se deja oír la voz del Espíritu Santo, que antes ahogaban los ruidos de la tierra.
Pasmada, el alma corresponde; y en adelante la vida del monje ya no es más que un diálogo infinitamente dulce con el:
Señor, preludio de la eternidad. A veces se siente incapaz para traducir al lenguaje
humano la alegría divina que le inunda y no sabe más que exclamar con San Bruno
ante las caricias del Esposo: "O, Bonitas, Bonitas!" pero hay que
cumplir algunas condiciones y la primera de todas es la muerte de sí mismo: "Si
alguno quiere ser mi discípulo, dijo Jesús, tome su cruz y me siga", es
decir, que pase por donde yo pasé, llevando conmigo los pecados de los hombres
y muriendo conmigo en la cruz por la Redención del mundo. El lado positivo de
la vida contemplativa queda bien indicado por esas palabras: es una muerte,
pero en Cristo y para vivir eternamente con El; es un sufrimiento, pero, unido
al sufrimiento del Salvador, se enriquece de todos los poderes y de toda la
santidad de su Pasión. Y la unión de Jesucristo y su monje llega a ser tal, que
Jesucristo la considera "como una segunda humanidad" para continuar y
llevar a su término la obra de la Redención.
UTILIDAD DE LOS CONTEMPLATIVOS. — Toda vida
religiosa se derrama en el mundo de las almas. Esa vida, santificante para el
contemplativo, lo es también de modo principal para el prójimo. "Fácilmente
se echa de ver que los que cumplen asiduamente con el deber de la oración y de
la penitencia, mucho más aún que los que cultivan con su trabajo el campo del
Señor, contribuyen a los progresos de la Iglesia y de la salvación del género
humano, porque, si aquellos no hiciesen bajar del cielo la abundancia de las
gracias divinas para regar ese campo, los obreros evangélicos no sacarían de su
trabajo más que frutos bien menguados" Los hombres no entienden de esta
utilidad sobrenatural del contemplativo. El mundo le desprecia porque no
comprende más que lo que ve y porque su mirada no puede ir más allá de lo inmediatamente
perceptible para los sentidos. Es natural y el mismo Señor tuvo empeño en advertirlo:
"Si fueseis del mundo, dijo, el mundo amaría lo suyo; pero, porque no sois
del mundo, por eso el mundo os odia"; porque el hombre sólo puede amar en
su prójimo lo que él posee en sí mismo.
VIDA. — Bruno nació en Colonia hacia el año 1035. Muy
joven aún, se encaminó para Reims, cuyas escuelas eran famosas. Su inteligencia
se desarrolló rápidamente y fueron tales sus progresos, que el Arzobispo de Reims
le confió pronto el cargo de Maestrescuela
de la Catedral, lo que le confería la dirección de los estudios y la
inspección de las escuelas de la diócesis. El nuevo maestro tuvo muchos y
entusiastas discípulos, entre otros se cuenta Eudes de Chátillon, el futuro
Papa Urbano II. Bruno era sabio y letrado, conocía el griego y el hebreo, y
esto, añadido a sus gustos poéticos y a su amabilidad natural, explica el
entusiasmo a que daban lugar sus comentarios de la Escritura. Su creciente
autoridad y la reputación de su santidad no tardaron en suscitarle numerosos
enemigos. Por haber defendido la justicia y la ortodoxia contra un prelado indigno, perdió
Bruno su cargo, sus títulos y sus bienes. Y hasta se le obligó a desterrarse. Cuando volvió en 1082, después de
deponer a su perseguidor, se
pensó en ponerle de sucesor del prelado simoníaco. Pero Bruno había comprendido
la vanidad de las cosas creadas y tenía hecho ya el voto de entregarse a Dios. Con
dos amigos se fué a Molesme, donde San Roberto, San Alberico y San Esteban
Harding preparaban una forma de vida monástica que vendría a parar en la Orden
Cisterciense. Pero muy fervorosa y todo, la vida que en este monasterio se
llevaba no respondía a los deseos de su alma. Necesitaba el silencio y la
soledad absoluta. Un ensayo que hizo en un pequeño eremitorio dependiente de
Molesme, le convenció más aún de la realidad de esta aspiración; y, al principio de 1084, salió para el Delfinado con algunos compañeros. El Obispo
de Grenoble, San Hugo de Cháteauneuf, su antiguo discípulo de Reims, recibió con
alegría al pequeño grupo que contaba siete personas, y él mismo le llevó al
lugar salvaje y entonces casi inaccesible del desierto de la Cartuja. Al poco
tiempo se empezó la construcción de un monasterio y al año siguiente, marzo de
1085, se consagró la iglesia. Este pequeño eremitorio, concebido de un modo
totalmente nuevo, iba a servir de modelo para las Cartujas de todo el mundo. No
duró mucho la tranquilidad de Bruno. Desde la primavera de 1090, una carta de
Urbano II le ordenaba ir a Roma "para el servicio de la Sede
Apostólica". Pero Dios le llamaba a más alta vocación que los asuntos de
este mundo, por útiles que éstos fuesen. El Papa lo comprendió y le concedió
por fin permiso para retirarse al desierto, pero con una sola condición, la de que no saliese de Italia. Sólo unos meses
paso en la Corte Pontificia, y al fin de este mismo año de loso marchó Bruno a
la soledad de Squillace, donde el Conde de Calabria, Roberto Guiscardo, le
había concedido vastos terrenos. Y allí se durmió en la paz del Señor el 6 de
octubre de 1101.
PLEGARIA AL
PATRIARCA DEL DESIERTO. — Bendice, oh
Bruno, el contento agradecido de los hijos de Dios. Tú, que en el curso de tu
vida mortal, adornaste el jardín del Esposo con uno de sus más bellos árboles,
enseña la virtud de la adoración silenciosa a los hombres ensordecidos por el
bullicio de la acción. Guía a las fuentes de la vida a un mundo llevado por una
larga incredulidad hasta el borde del abismo. Tus hijos conservan en la
tranquilidad de sus tradiciones, como algo muy querido, ese privilegio de los
perfectos que la Iglesia no deja de reconocerles en nuestros tiempos de agitada
actividad. Sencilla, como todos ellos, es la Historia de su Orden, en la que lo
sobrenatural, no obstante llenarlo todo, parece que huye de lo maravilloso y del
milagro. Mantén, oh Bruno, a tus hijos en este espíritu, que ciertamente fué el
tuyo, y haz que aprovechemos la enseñanza que nos dan. Alcance tu oración a
todos los contemplativos, e incline hacia ellos el amor divino en cuya fuente
te sacias sin interrupción. Guíalos, si no por el silencio del desierto, al
menos siempre por la soledad del amor, para que las adoraciones de su vida de holocausto y de acción de gracjas, sean consideradas
dignas de llenar el incensario
de oro que sus ángeles presentan
a Dios. Té formaron dos
naciones. Si la Alemania católica, te
vió nacer, Francia te alimentó y de tal forma modeló tu espíritu, que te han
podido llamar Bruno el Francés. Acuérdate de este doble origen, y junta en un
mismo amor y en defensa de la misma fe a
estos dos pueblos tan vecinos y que viven separados por crueles
discordias. Finalmente, haznos conocer los esplendores del amor divino;
descúbrenos los secretos de la belleza "que hace enmudecer", y reúnenos
a nosotros, hijos ingratos, en el corazón de nuestro Padre, para que a ejemplo
tuyo el mundo comprenda "que lo real es vivir para Dios únicamente".
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