sábado, 24 de septiembre de 2016

TRATADO DEL AMOR A DIOS - San Francisco de Sales

CAP. II
(CONTINUACION)


San Pacomio, cuando todavía era un joven soldado y no conocía a Dios, alistado bajo las banderas del ejército que Constantino había levantado contra el tirano Majencío, se alojó, con el batallón a que pertenecía, en una pequeña ciudad situada no muy lejos de Tebas, donde, no sólo él, sino todo el ejército, se halló falto de toda clase de víveres. Llegó ello a noticia de los habitantes de aquel lugar, que por feliz providencia eran fieles de Jesucristo, y proveyeron en seguida a la necesidad de los soldados, con tanta solicitud, cortesía y afecto, que Pacomio se sintió arrebatado de admiración, y, como preguntase qué gente era aquella, tan bondadosa, amable y simpática, le dijeron que eran cristianos, e, inquiriendo acerca de su ley y de su manera de vivir, supo que creían en Jesucristo, hijo unigénito de Dios, y que hacían bien a toda clase de personas, con la firme esperanza de recibir del mismo Dios una espléndida recompensa. El pobre Pacomio, aunque de buen natural, habla dormido hasta entonces el sueño de la infidelidad; y he aquí que, de repente, encontrase con Dios en la puerta de su corazón, y, por el buen ejemplo de aquellos cristianos, como por una dulce voz, llámale y despertóle y le infundió el primer sentimiento del calor vivificante de su amor. Porque, apenas oyó hablar, como acabo de decir, de la amable ley del Salvador, cuando, lleno todo él de una nueva luz y de una consolación interior, retírese aparte, y, después de haber reflexionado durante algún tiempo consigo mismo, exhalando un suspiro, exclamó en son de súplica, levantando las manos al cielo: Señor Dios, que habéis hecho el cielo y la tierra, si os dignáis dirigir vuestra mirada sobre mi bajeza y sobre mi pena y darme el conocimiento de vuestra divinidad, os prometo serviros y obedecer vuestros mandamientos toda mi vida. Después de este ruego y de esta promesa, el amor al verdadero bien y a la piedad tomaron en él un tan grande incremento, que no cesó jamás de practicar mil y mil ejercicios de virtud. Te ruego, pues Teótimo, que veas como Dios va hundiendo suavemente y poco a poco la gracia de su inspiración dentro de los corazones que la aceptan, atraYéndolos hacia sí, de peldaño en peldaño, por esta escala de Jacob.

 del sentimiento del amor divino que se recibe
por la fe

Dios propone los misterios de la fe a nuestra alma entre las obscuridades y las tinieblas, de suerte que no vemos las verdades, sino que tan sólo las entrevemos, tal como ocurre cuando la tierra está cubierta de niebla, Y, sin embargo, esta obscura claridad de la fe, una vez ha penetrado en nuestro espíritu, no por la fuerza de los discursos y de los argumentos, sino por la sola suavidad de su presencia, se hace creer y obedecer con tanta autoridad, que la certeza que nos da de la verdad sobrepuja a todas las demás certezas del mundo, y de tal manera sujeta todo nuestro espíritu con todos sus razonamientos, que, comparados con ella, no merecen crédito alguno. El Espíritu Santo, que anima al cuerpo de la Iglesia, habla por boca de sus jefes, según la promesa del Señor. Los doctores, con sus estudios y discursos, proponen la verdad, pero son los rayos del sol de Justicia los que dan la certeza y producen el asenso. Esta seguridad que el espíritu humano siente por las cosas divinas; y por los misterios de la fe, comienza por un sentimiento amoroso de complacencia, que la voluntad recibe de la hermosura y de la suavidad de la verdad propuesta; de suerte que la fe Supone un comienzo de amor que nuestro corazón siente por las cosas divinas.

del gran sentimiento de amor que recibimos por la
santa esperanza.

Nuestro corazón, por un profundo y secreto instinto, en todas sus acciones pretende la felicidad y tiende hacia ella, y la busca de acá para allá, como a tientas, sin saber donde está ni en qué consiste, hasta que la fe se la muestra y le descubre acerca del sumo bien en seguida con habiendo encontrado el tesoro que buscaba, que contento en el pobre corazón humano, qué gozo, qué complacencia en el amor! ¡He encontrado al que buscaba mi alma, sin conocerle! No sabía a donde apuntaban mis pretensiones, cuando nada de cuanto deseaba me complacía, porque no sabía lo que buscaba. Quería amar, y no conocía lo que había de amar; por lo que, no dando mí deseo con el verdadero amor, mi amor estaba siempre en un verdadero, pero indefinido deseo; presentía el amor para desearlo, pero no sentía suficientemente la bondad que convenía amar para practicar el verdadero amor la aceptan, atraYéndolos hacia sí, de peldaño en peldaño, por esta escala de Jacob.

Del sentimiento del amor divino que se recibe
por la fe

Dios propone los misterios de la fe a nuestra alma entre las obscuridades y las tinieblas, de suerte que no vemos las verdades, sino que tan sólo las entrevemos, tal como ocurre cuando la tierra está cubierta de niebla, Y, sin embargo, esta obscura claridad de la fe, una vez ha penetrado en nuestro espíritu, no por la fuerza de los discursos y de los argumentos, sino por la sola suavidad de su presencia, se hace creer y obedecer con tanta autoridad, que la certeza que nos da de la verdad sobrepuja a todas las demás certezas del mundo, y de tal manera sujeta todo nuestro espíritu con todos sus razonamientos, que, comparados con ella, no merecen crédito alguno. El Espíritu Santo, que anima al cuerpo de la Iglesia, habla por boca de sus jefes, según la promesa del Señor. Los doctores, con sus estudios y discursos, proponen la verdad, pero son los rayos del sol de Justicia los que dan la certeza y producen el asenso. Esta seguridad que el espíritu humano siente por las cosas divinas y por los misterios de la fe, comienza por un sentimiento amoroso de complacencia, que la voluntad recibe de la hermosura y de la suavidad de la verdad propuesta; de suerte que la fe Supone un comienzo de amor que nuestro corazón siente por las cosas divinas.

del  gran sentimiento de amor que recibimos por la
santa esperanza.

Cómo el amor se practica en la esperanza

Cuando el entendimiento humano se aplica convenientemente a considerar lo que la fe le descubre acerca del sumo bien, en seguida concibe la voluntad una extrema, complacencia en este divino objeto, el cual, por estar ausente, hace concebir un deseo más ardiente de su presencia. La esperanza no es otra cosa que la amorosa complacencia que sentimos en la espera y en la pretensión de nuestro sumo bien: todo, en ello, se Se reduce al amor. En cuanto la fe me muestra mi sumo bien, lo amo, y, porque está ausente, lo deseo y, al saber que quiere darse a mí, lo amo Y lo deseo más ardientemente; porque también su bondad es tanto más amable y deseable, cuanto más dispuesta está a comunicarse. Ahora bien, por este proceso, el amor ha convertido el deseo en esperanza, pretensión y expectación, porque la esperanza es un amor que espera y quiere. Y porque el bien soberano que la esperanza aguarda, es Dios, y no lo espera sino de Dios, al cual y por el cual espera y aspira, esta santa virtud de la esperanza, viniendo a parar, por todas partes, a Dios, es, por lo mismo, una virtud divina y teológica.

Que el amor de esperanza es muy bueno, aunque
Imperfecto

El amar que practicamos en la esperanza se dirige ciertamente a Dios, pero vuelve a nosotros; tiene su mirada puesta en la divina bondad, pero su objeto es nuestra utilidad; tiende a la suma perfección, pero pretende nuestra satisfacción, es decir, no nos lleva hacia Dios, porque Dios es soberanamente bueno en Si mismo, sino porque es soberanamente bueno para con  nosotros, o, en otros términos, es nuestro interés, somos nosotros mismos lo que en él se encuentra.  Luego, el amor que llamamos de esperanza es un amor de concupiscencia, pero de una santa y bien ordenada concupiscencia, por lo cual no atraemos a Dios hacia nosotros ni hacia nuestra utilidad, sino Que nos unimos a Él como a nuestra dicha suprema, y ésta es la manera como amamos a Dios por la esperanza: no para que sea nuestro bien, sino porque lo es; no para que sea nuestro, sino porque nosotros somos suyos; no como si fuese para nosotros, sino en cuanto nosotros somos para Él.  Amamos a nuestros bienhechores, porque son tales para con nosotros; pero les amamos más o menos, según sean más o menos grandes sus beneficios. ¿Por qué, pues, Teótimo, amamos a Dios con este amor de concupiscencia? Porque es nuestro bien. Más ¿por qué le amamos soberanamente? Porque es nuestro bien sumo.  Ahora bien, cuando digo que amamos soberanamente a Dios, no digo, por esto, que le amamos con amor sumo; pues el sumo amor es el amor de caridad. En la esperanza, el amor es imperfecto, pues no tiende a la bondad infinita en cuanto es tal en sí misma, sino tan sólo en cuanto es tal para nosotros; sin embargo, porque, en esta clase de amor, no existe otro motivo más excelente que el que nace de la consideración del soberano bien, por esto decimos que por él amamos soberanamente, aunque nadie, en verdad, puede, con este sólo amor, ni observar los mandamientos de Dios ni llegar a la vida eterna, porque es un amor más de afecto que de efecto, cuando no va acompañado de la caridad.

Que el amor se practica en la penitencia, y, en primer
lugar, que hay varlas clases de penitencia


La penitencia, hablando en general, es un arrepentimiento por el cual se rechaza y se detesta el pecado cometido, con la resolución de reparar, en lo posible, la ofensa y la injuria hecha a aquel contra quien se ha pecado. He incluido en la penitencia el propósito de reparar la ofensa, Porque el arrepentimiento no detesta lo bastante el mal cuando permite voluntariamente que subsista su principal efecto, que es la ofensa y la injuria. Ahora bien, deja que subsista, mientras pudiendo repararla, no lo hace ..  Dejo aparte, ahora, la penitencia de muchos paganos, los cuales, como atestigua Tertuliano, observaban entre ellos cierta apariencia de esta virtud, pero tan vana e inútil, que, en algunas ocasiones, llegaban a hacer penitencia por alguna  obra buena. No hablo aquí sino de la penitencia virtuosa, la cual, según la diversidad de los motivos de los cuales proviene, es también de diferentes especies. Existe, ciertamente, una penitencia puramente moral y humana, como la de Alejandro Magno, el cual, habiendo dado muerte a su amado culito, pensó en dejarse morir de hambre; tan grande fue en él la fuerza de la penitencia.  Hay también otra penitencia, que es verdaderamente moral, pero religiosa, y en alguna manera divina, en cuanto procede del conocimiento natural que se tiene de haber ofendido a Dios con el pecado. El bueno de Epitecto deseó morir como un verdadero cristiano (y es muy probable que así acaeció), y entre otras cosas dice que el arrepentimiento necesario para la reparación de la ofensa.

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