PROMETEO
LA RELIGIÓN
DEL HOMBRE
ENSAYO
DE UNA HERMENÉUTICA
DEL
CONCILIO VATICANO II
PADRE ÁLVARO CALDERÓN
LA CONCIENCIA,
LIBERADORA DE LA ACCIÓN
LIBERADORA DE LA ACCIÓN
1º El latrocinio de Prometeo: la autonomía de la conciencia.
El subjetivismo permitió a
Prometeo, la prudencia, robar el fuego divino para los hombres. Según el orden
natural - respetado por el sobrenatural-, para que la acción del hombre sea
recta, debe estar dirigida por la prudencia. Y la prudencia debe estar,
a su vez, informada por la sabiduría (ya natural, ya sobrenatural) por
la que se conoce a Dios como fin último y el orden que las cosas guardan con Él.
Si bien la prudencia debe dar su dictamen teniendo en cuenta las circunstancias
particulares de la acción, por lo que no puede, ni pretende, ni necesita
alcanzar una completa certeza especulativa, los principios de la sabiduría –que
son como el alma y el marco del dictamen de la prudencia- son universales. De
allí que la sabiduría, luz participada del Fuego divino, constituya el tribunal
supremo de la conducta del hombre, tanto en el orden individual como en el
social, pues por su carácter universal se eleva sobre las irrepetibles
circunstancias del dictamen prudencial y su dictamen se impone a todos los
hombres honestos. Pero el subjetivismo subvierte este tribunal al negar
la universalidad del conocimiento. Y ésta era - según pensamos- la finalidad
fundamental por la que vino a la existencia. Si el humanista se volvió
subjetivista, no fue tanto por motivos especulativos sino con un fin práctico:
que no exista ninguna autoridad sobre la tierra que juzgue su conducta.
Mientras se trate solamente de curiosidades culturales, el humanista no deja de
interesarse por la metafísica de Aristóteles, pero cuando la sabiduría pretende
reinar en su vida, allí se acaba la amistad. Si, como quiere el subjetivismo,
no es posible el conocimiento universal de Dios como fin último y del orden
esencial que con Él guarda cada cosa según su naturaleza, entonces para poder juzgar
con objetividad la decisión prudencial de una persona, habría que haber estado
en su interior para tener presente todas las circunstancias que rodearon su
decisión. Y si todo un tribunal pudiera hacer esto, sus miembros nunca podrían
ponerse en completo acuerdo, porque son infinitos los aspectos a considerar. Si
el subjetivismo permite el pluralismo doctrinal, justifica un pluralismo infinitamente
mayor en el orden moral. Derribado el tribunal de la sabiduría -primero el de
la Sabiduría cristiana a la luz de la fe, y en consecuencia el de la sabiduría metafísica
a la luz de la razón, que de hecho no se sostiene sin aquél-, los hombres pasan
pronto de liberales a libertinos. Saboreada la amargura de sus primeras
consecuencias, el humanismo del siglo XVI procuró levantar un nuevo tribunal de
la conducta: la «conciencia». Si bien las libres decisiones no deben ser
regidas por el tribunal eclesiástico de los teólogos, no por eso están
liberadas del control de la razón y la fe, sino que deben responder al juicio
moral de la propia conciencia. Desquiciaba así, para provecho propio, otra idea
cristiana.
Una grave falencia en la
defensa católica contra estos movimientos, fue que aún los mejores teólogos tomistas
aceptaron defender la moral católica en este nuevo terreno peligrosamente
subjetivo. Aunque sostenían la legitimidad de la sabiduría cristiana como regla
de conducta, dejaron que se estableciera la conciencia como regla inmediata, lo
que si bien no llega a ser falso, es innecesario e inconvenientemente expresado.
Ahora bien, en la medida en que la crítica que el pensamiento moderno y las
nuevas ciencias le hacían a la teología y filosofía escolástica fue ganando
terreno, introduciendo el veneno del subjetivismo, el tribunal interior de la
conciencia se iba liberando de la tiranía de la sabiduría teológica, abriendo
las puertas al relativismo moral. Ahora los hombres eran dueños del fuego
divino, capaces de moldear las normas, hasta entonces férreas, según sus
conveniencias.
2º
La «conciencia recta» según el Concilio
El humanismo conciliar,
hemos dicho y repetido, es el supremo intento de Prometeo por salvar la modernidad
con una nueva transfusión de catolicismo en sus venas. Aunque, recalcitrantes
integristas, nos cueste entenderlo, el Concilio no deja de luchar contra el
relativismo en que cae la moral moderna, buscando religar la conciencia humana
con la ley divina, pero - eso sí - sin poner en riesgo su libertad. Aquí se trata
de aplicar en particular al asunto de la conciencia, el tema general de la trascendencia
de la persona humana en cuanto imagen de Dios. Si leemos ingenuamente las
declaraciones de intención de la Veritatis splendor, de Juan Pablo II, donde
se hace la hermenéutica auténtica de la moral del Concilio, esto es, la de
«continuidad con la tradición», podríamos quizás quedar satisfechos. Allí se
condenan, al parecer, exactamente los mismos errores que ahora denunciamos
nosotros en el pensamiento conciliar, esto es, la supremacía de la libertad, el
subjetivismo y la autonomía de la conciencia: “En algunas corrientes del
pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de
considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta
dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente
o las que son explícitamente ateas. Se ha atribuido a la conciencia individual
las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide
categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se
debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que
el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia.
Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de
un criterio de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma
que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.
Como se puede comprender inmediatamente, no es ajena a esta evolución la crisis
en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien,
que la razón humana puede conocer, ha cambiado también inevitablemente la
concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad
originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar
el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así
un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más
bien se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio
de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en
consecuencia” (n. 32). Para corregir estos errores, la Encíclica dice recurrir
nada menos que a la doctrina de Santo Tomás, que somete la conducta humana a la
ley divina por la mediación de la ley natural: “La Iglesia se ha referido a
menudo a la doctrina tomista sobre la ley natural, asumiéndola en su enseñanza
moral. Así, mi venerado predecesor León XIII ponía de relieve [en la encíclica Libertas]
la esencial subordinación de la razón y de la ley humana a la sabiduría de
Dios y a su ley. Después de afirmar que «la ley natural está escrita y grabada en
el ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la
misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar», León
XIII se refiere a la «razón más alta» del Legislador divino. «Pero tal prescripción
de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuese la voz e
intérprete de una razón más alta, a la que nuestro espíritu y nuestra libertad
deben estar sometidos». En efecto, la fuerza de la ley reside en su autoridad
de imponer unos deberes, otorgar unos derechos y sancionar ciertos comportamientos:
«Ahora bien, todo esto no podría darse en el hombre si fuese él mismo quien,
como legislador supremo, se diera la norma de sus acciones». Y concluye : «De
ello se deduce que la ley natural es la misma ley eterna, ínsita en los seres
dotados de razón, que los inclina al acto y al fin que les conviene; es la
misma razón eterna del Creador y gobernador del universo»” (n. 44).
Por la incorporación de
este principio, Veritatis Splendor puede combatir el relativismo de la
verdad y la consiguiente autonomía de la conciencia subrayando la trascendencia
de la conciencia que, por la mediación de la ley natural, acoge la verdad de la
ley eterna: “[La] conciencia [es la] norma próxima de la moralidad personal. La
dignidad de esta instancia racional y la autoridad de su voz y de sus juicios
derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está llamada a
escuchar y expresar. Esta verdad está indicada por la «ley divina», norma
universal y objetiva de la moralidad. El juicio de la conciencia no establece
la ley, sino que afirma la autoridad de la ley natural y de la razón práctica
con relación al bien supremo, cuyo atractivo acepta y cuyos mandamientos acoge la
persona humana” (n. 60). Ahora bien, es claro que de Santo Tomás sólo se va a tomar
lo que pueda acomodarse a los principios indeclinables del pensamiento
conciliar, esto es, sólo la cáscara de su doctrina. Porque para Santo Tomás, la
ley natural son los primeros principios del orden práctico, esto es, proposiciones
evidentes por sí mismas, que son objeto del hábito de la sindéresis86. Son
verdades conceptuales, de una universalidad alcanzada por abstracción, que
pueden decirse, que pudieron escribirse sobre dos tablas de piedra, cuya
aplicación puede reclamarse ante un tribunal. Pero hace tiempo que el
pensamiento moderno ha rechazado la objetividad del conocimiento abstracto. El pensamiento
conciliar va a permitirse hablar de la verdad, pero la verdad no es nunca la
«verdad lógica» del intelecto que abstrae la esencias universales de manera
adecuada a la realidad, alcanzando verdadera ciencia. La verdad es siempre,
para el Concilio, una realidad misteriosa, «verdad ontológica».
En el orden moral, dice,
la "verdad está indicada por la «ley divina», norma universal y objetiva
de la moralidad". Ahora bien, la «ley divina» o «eterna» es la esencia
divina en sí misma: “La razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley
eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina” (n. 40). Como el hombre
no puede poseerla en sí misma, la alcanza por la ley natural o por la revelación:
“La libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la
razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios.
Al prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del mal»,
Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento», sino
que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación
divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría
eterna” (n. 41). Hasta aquí todo parece muy tomista, pero ¿entiende la
participación a la manera de Santo Tomás? Claro está que no, porque si la
verdad se hallara en las mismas proposiciones conceptuales, se acabaría el
gentil pluralismo, pudiendo decirse quién es hereje y quién no. Léase la Encíclica con
atención, y búsquese en todos los textos paralelos del magisterio conciliar, y siempre
se encontrará que la ley natural no deja de ser una misteriosa impresión o
influencia de la divina Presencia en la luz de la razón, por la que el juicio
de ésta se orienta al bien: “La ley moral proviene de Dios y en él tiene siempre
su origen. En virtud de la razón natural, que deriva [¿cómo?] de la sabiduría divina,
la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre. En efecto, la ley
natural, como se ha visto, «no es otra cosa que la luz de la inteligencia
infundí-da en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer
y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la creación». La
justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la
propia ley, recibida del Creador” (n. 40). La cita interior al texto, nada menos
que de un opúsculo de Santo Tomás, como no menciona ni proposiciones ni
abstracción, permite pensar que la razón tuviera ínsita en su propia estructura
la inclinación moral. Pero entendida así, sin más, en nada se distingue de la
concepción kantiana de la obligación moral, que surge de la naturaleza humana
como una forma a priori de la razón práctica: el imperativo
categórico, sin ningún fundamento en el bien objetivamente conocido. A
pesar de las frecuentes citas tomistas, ninguna otra explicación de la
Encíclica va a permitir resolver esta indefinición: “El Concilio remite a la
doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San Agustín la define como «la
razón, o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe
perturbarlo»; santo Tomás la identifica con «la razón de la sabiduría divina,
que mueve todas las cosas hacia su debido fin». Pero la sabiduría de Dios es
providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama v, en el sentido más
literal y fundamental, se cuida de toda la creación. Sin embargo, Dios provee a
los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no
desde fuera, mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino desde
dentro, mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de
Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su
libre actuación. De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia,
queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable v
responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también
el de las personas humanas. En este contexto, como expresión humana de la ley
eterna de Dios, se sitúa la ley natural: «La criatura racional, entre todas las
demás -afirma santo Tomás-, está sometida a la divina Providencia de una manera
especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente para
sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente
a la acción y al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la
criatura racional se llama ley natural»” (n. 43).
Si la ley natural es una
inclinación misteriosa del corazón y, según el «principio de
inadecuación», no
hay ninguna formulación conceptual que pueda reflejarla de manera definitiva,
parece que toda normatividad moral dependerá completamente del contexto
histórico-cultural. Pero la Encíclica nos dice: No temáis, hombres de poca fe,
que por esta razón no dejan de existir normas universales e inmutables: “La
gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por
la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley
natural, y por tanto de la existencia de «normas objetivas de moralidad» [Gaudium
et spes, 16] válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana.
¿Es acaso posible afirmar como umversalmente válidas para todos y siempre
permanentes ciertas determinaciones racionales establecidas en el pasado,
cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente? No
se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero
tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por
otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe
algo que las transciende. Este algo es precisamente la naturaleza del hombre:
precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para
que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda
su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser” (n.
53).
El fundamento, entonces,
de la objetividad inmutable de la moral está en la verdad profunda de la naturaleza
humana. Pero Veritatis splendor reconoce que, para el Concilio, la
universalidad e inmutabilidad de la ley natural pertenece sólo a su sustancia
(que nadie mide) y no a la fórmula conceptual que la expresa. Por lo tanto, la
mentada objetividad termina fundándose, con optimismo, en la buena voluntad humana
para hallar en cada situación la fórmula más adecuada, o mejor, la menos
inadecuada: “Ciertamente, es necesario buscar y encontrar la formulación de
las normas morales universales y permanentes más adecuada a los
diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la
actualidad histórica y de hacer comprender e interpretar auténticamente la
verdad. Esta verdad de la ley moral - igual que la del depósito de la fe – se desarrolla
a través de los siglos. Las normas que la expresan siguen siendo
sustancialmente válidas, pero deben ser precisadas y determinadas «eodem
sensu eademque sentencia» según las circunstancias históricas del
Magisterio de la Iglesia, cuya decisión está precedida y va acompañada por el esfuerzo
de lectura y formulación propio de la razón de los creyentes y de la reflexión
teológica” (n. 53, las cursivas no son nuestras sino del mismo texto). Así se
nos da la verdadera hermenéutica del n.16 de Gaudium et spes, donde el
Concilio trata de la «dignidad de la conciencia moral»
3º
Conclusión
El hornerito tiene la ley
natural grabada en su corazón, y si se deja a este pájaro en libertad tiende a hacer
casitas de barro tanto en Brasil como en Argentina, siguiendo sus instintos
universales e inmutables. El cristiano también tiene la ley evangélica grabada
en el corazón desde su nacimiento por el Bautismo, a manera de un instinto
divino por el que es conducido a obrar bien no sólo por las virtudes, sino
también por los dones, de cuyos movimientos el hombre no puede dar razón, pues
obran de un modo divino. De allí que si al santo se lo deja en libertad -sólo
el santo es perfectamente dócil al Espíritu Santo-, obra siempre lo mejor: ama
y haz lo que quieras.
Pues bien, el Concilio va
a entender la misma ley natural de un modo parecido, como impulsos divinos que
llevan al bien, propios de la naturaleza del hombre, que este no puede expresar
sino de manera insuficiente. Como además, en su optimismo, ha olvidado que el
corazón del hombre está herido por el pecado original, cree que, como el hornerito,
basta que se lo deje en libertad para que construya su casita en paz y lo haga
todo bien. El único problema es que no es cierto. La mente humana tiende por naturaleza
a la verdad y al bien, pero a la verdad y al bien racional, concebidos
por abstracción y perfectamente expresables por un lenguaje suficientemente
cultivado. Además, es el único animalito social, que no nace con
instintos y debe ser educado. Justamente debe recibir su formación moral por la
enseñanza de la sabiduría, que conforme su prudencia y las demás virtudes. Y la
sabiduría no es patrimonio de uno sólo, sino que es el bien más universal e inmutable
de los bienes comunes creados. No conviene hablar de «formación de la
conciencia», como si uno tuviera que conducirse mirándose uno mismo, sino de
«formación en la ciencia», ciencia que debe ser verdadera sabiduría, sabiduría
que debe ser sabiduría cristiana, pues no hay otra que pueda señalarle al
hombre el camino de su salvación y perfección. La educación verdadera sólo
puede alcanzarse mirando a la Iglesia, Madre y Maestra.
El Concilio se ha hecho
una madre moderna que renuncia a su oficio, dejando a sus hijos que se formen
en libertad como los pajaritos. Pero el niño al que no se enseña y reprende, se
pierde. Y pierde a su madre.
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