SI ES VERDAD QUE DIOS
SEA INJUSTO
CASTIGANDO CON PENAS ETERNAS
LAS FALTAS DE UN MOMENTO
CASTIGANDO CON PENAS ETERNAS
LAS FALTAS DE UN MOMENTO
Es ésta una antigua
objeción arrancada por el miedo a las conciencias incompletas. Ya en el siglo
cuarto el ilustre arzobispo de Constantinopla, San Juan Crisóstomo, la tuvo en consideración
en estos términos: "Algunos dicen: he empleado no más que algunos instantes
en matar a un hombre, en cometer un adulterio, y ¿por un pecado de un momento
tendré que sufrir penas eternas? Sí, ciertamente; lo que Dios juzga en vuestro
pecado no es el tiempo que habéis empleado en cometerlo, sino la voluntad que
os lo hizo cometer”. Lo que más arriba hemos
dicho bastaría para desvanecer la menor sombra de dificultad. Siendo imposibles
en el infierno la conversión y la mudanza por falta de tiempo, de gracia y de libertad,
subsiste eternamente y por entero la causa del castigo, y debe en rigurosa
justicia producir eternamente su efecto. Nada hay que objetar a esto: es de
pura justicia. ¿Encontráis injusto que castigue Dios con una pena eterna
crímenes de un instante? Ved, pues, lo que pasa todos los días en la sociedad humana.
Todos los días castiga con la muerte a parricidas, asesinos, incendiarios, etc.,
que han perpetrado su crimen en algunos minutos. ¿Es injusta por eso? ¿Quién se
atreverá a decirlo? Pues bien, ¿qué es la pena de muerte en la sociedad humana?
¿No es pena perpetua, irreparable, sin mitigación posible? Esta pena de muerte
priva para siempre de la sociedad de los hombres, cómo el infierno priva para siempre
de la sociedad de Dios. ¿Por qué habría de ser de otra manera tocante a los crímenes
de lesa majestad divina, es decir, tocante a los pecados mortales? Mas el
tiempo no entra para nada en el peso moral del pecado.
Como decía San Juan Crisóstomo,
no es la duración del acto culpable la que se castiga en el infierno con una pena
eterna, sino la perversidad de la voluntad, que hace obrar al pecador y que la
muerte ha venido a inmovilizar. Permaneciendo siempre esa perversidad, el
castigo que la acompaña eternamente, lejos de ser injusto, es lo que tiene de
más justo y es también necesario. La infinita santidad de Dios, ¿no se debe a
sí misma el rechazar eternamente a un ser que está en un eterno estado de
pecado? Pues tal es el condenado en el infierno. Además, cualquiera que
reflexione seriamente, notará en todo pecado mortal un doble carácter: el
primero, que es esencialmente finito, o sea, el acto libre de la voluntad que
viola la ley de Dios y que peca; el segundo, que es infinito, es el ultraje
hecho a la santidad, a la majestad infinita de Dios.
En este punto el pecado
encierra una malicia en cierto modo infinita, quamdam infinitatem, dice Santo Tomás.
La pena eterna responde, pues, exactamente a ese carácter finito e infinito del
pecado. Es también finita e infinita: finita en intensidad; infinita y eterna
en duración. Finita en cuanto a la duración del acto y a la malicia de la
voluntad del que peca, el pecado es castigado con una pena más o menos
considerable, pero siempre finita en intensidad: infinito con respecto a la
santidad de Aquél a quien se ofende, es castigado con una pena infinita en
duración, esto es, eterna.
Por otra parte, nada más
lógico, nada más justo que las penas eternas que castigan en el infierno al
pecado y al pecador. Lo que no sería justo sería que todos los condenados tuviesen
que sufrir la misma pena. En efecto, es evidente que no son todos igualmente
culpables. Todos se hallan en estado de pecado mortal; iguales en esto, merecen
todos igualmente una pena eterna; pero no siendo todos en igual grado
culpables, la intensidad de la pena eterna es exactamente proporcionada al
número y a la gravedad de las faltas de cada uno. Luego, también en este punto
hay justicia perfecta, justicia infinita. Finalmente, hay que hacer otra
observación muy importante: si tuviesen fin las penas del pecador impenitente
condenado al infierno, sería él y no el Señor quien pronunciase la última palabra
en su sacrílega lucha contra Dios. Podría decir a Dios: "Yo tomo mi
tiempo, tomad Vos el vuestro. Pero, sea el vuestro corto, sea largo, acabaré
siempre por aventajaros; seré dueño de la situación, y un día, bien sea que lo
queráis o no, iré a participar de vuestra gloria y de vuestra eterna bienaventuranza
en los cielos”.
¿Es esto posible,
pregunto? Bajo este punto de vista, pues, e independientemente de las razones
concluyentes que acabamos de exponer, la justicia, la santidad divina, exigen
de toda necesidad que los castigos de los condenados sean eternos. “Mas ¿y la
bondad dé Dios?” se preguntará tal vez. Nada tiene que ver aquí la bondad de Dios:
el infierno es el reinado de su justicia, infinita como su bondad. La bondad de
Dios se ejerce en la tierra, donde lo perdona todo siempre e inmediatamente, mediante
el arrepentimiento. En la eternidad no se ejerce la bondad, sino coronando las
delicias del cielo su obra efectuada en la tierra por el perdón. ¿Quisierais,
acaso, que en la eternidad ejerciese Dios su bondad para con aquéllos que han
abusado indignamente de ella en la tierra, que no la han invocado al morir, y
que ahora no quieren ni pueden querer? Esto sería completamente absurdo: por
parte de Dios, sobre todo, la bondad no puede ejercerse a expensas de la
justicia. Castigando, pues, con penas eternas faltas pasajeras, Dios, lejos de
ser injusto, es justo y muy justo.
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