martes, 6 de septiembre de 2016

MEDITACIONES FUNDAMENTALES - por San Alfonso Maria de Ligorio, Doctor de la Iglesia

El juicio
(continuación

Remordimientos del religioso
que se condena


El mayor tormento que tendrá el condenado en el infierno será él mismo, por los remordimientos de su conciencia: su gusano no muere (Mc. 9,47). Ese gusano que no muere es el remordimiento interior que tendrán los condenados en el infierno. Pues ¡cuán cruel será para un religioso el pensamiento de que se ha condenado por cosas tan pequeñas! «¿Por aquella satisfacción pasajera y fatal -se dirá- perdí el cielo y a Dios y me he condenado a los tormentos de esa cárcel eterna?» Había dejado el mundo, me había encerrado entre cuatro paredes y me había despojado de mi libertad, y por haber abandonado a Dios he llevado una vida desgraciada, para terminar con otra mucho más desgraciada en esta, cueva de fuego. Me había dado Dios tantas luces y tantos medios de salvación, y yo, insensato de mí, me empeñé en condenarme. ¡Ah JESÚS mío! Eso estaría diciendo ahora en el infierno si me hubierais hecho morir aquel día en que estaba en pecado. Os doy gracias por la misericordia con que me habéis tratado, y detesto todos los pecados con que os ofendí. Si estuviera en el infierno, no podría amaros ya; pero, puesto que puedo amaros, os amo con todo mi corazón. Os amo, Dios mío, amor mío, mi todo. ¿Qué es nuestra vida sino un sueño y un soplo? ¿Qué parecerá al condenado la vida que tuvo en la tierra durante cuarenta o cincuenta años en comparación con la eternidad desgraciada, que después de cien o dé mil millones de años estará en sus comienzos?  ¿Qué le parecerán entonces aquellos placeres por los cuales se perdió? -Por aquellos gustos malditos-clamará-, que apenas probados se desvanecieron, tendré que estar ardiendo en este horno; en un abandono desolado, por toda la eternidad. Otro de los remordimientos crueles del condenado será pensar lo poco que tendría que haber hecho para salvarse. «Si hubiera perdonado aquella injuria -pensará-, o vencido aquel respeto humano, o huido de aquella ocasión, no me hubiera condenado». ¿Qué me costaba haberme apartado de aquella conversación, o privarme de aquel placer, o ceder en aquella cuestión de honor? Y aun cuando me hubiera costado, por todo debiera haber pasado a trueque de salvarme; pero no lo hice, y mi ruina es de las que no admiten reparación. Si hubiera frecuentado los sacramentos, si no hubiera dejado la oración, si me hubiera encomendado a Dios, no hubiera caído. Muchas veces lo prometí, pero nunca lo cumplí; quizá alguna vez comencé, pero no perseveré, y por eso me veo condenado. ¡Oh Dios de mi alma! ¡Cuántas veces os juré amor, y de nuevo os volví las espaldas! ¡Ah! Por el amor que me tuvisteis en la cruz, hasta morir por mí, dadme vuestro amor y la gracia de acudir a Vos siempre que me vea tentado. Para un religioso que se haya condenado serán una espada cruel las luces, las llamadas y todas las demás gracias de Dios en su vida religiosa. «Yo podía haberme hecho santo - gemirá- y ser eternamente feliz, y ahora tengo que ser desgraciado por toda la eternidad». La pena más cruel del condenado será ver que se ha condenado por su culpa, después de que Jesucristo murió por su salvación. «Un Dios dio su vida por salvarme, y yo, loco de mí, he querido sepultarme en esta tumba de fuego. ¡Oh cielo perdido! ¡Oh desgraciado de mí!» Esos serán los eternos lamentos de los condenados en el infierno. ¡Oh Dios mío, por mí despreciado y repudiado, haced que os encuentre ahora, que todavía es para mí tiempo de encontraros! Para ello, amado Redentor mío, dadme un poco del dolor que en el huerto de Getsemaní tuvisteis por mis pecados. Me arrepiento, sobre todo otro mal, de haberos ofendido. Recibidme en vuestra gracia. JESÚS mío, que yo os prometo amaros y no querer más amor que el vuestro. Figuraos a un enfermo preso de fuertes dolores y sin un alma que se compadezca de él; al contrario: de los que le rodean, unos le injurian, otros le echan en cara sus crímenes, otros le maltratan rabiosamente. Pues peor tratan todavía al condenado en el infierno: sufre todos los dolores y no encuentra en su alrededor un bien de compasión. ¡Y si al menos pudiera el condenado amar al Dios que justamente le castiga! Pero no: conociendo todo lo amable que es Dios, se ve obligado a odiarle, y ese es el verdadero infierno: no poder amar al sumo bien, que es Dios. Si pudieran los condenados conformarse con la voluntad divina, como se conforman las almas buenas en medio de sus dolores, el infierno no sería infierno; pero ¡inútil ilusión! Tendrán que retorcerse como reptiles aplastados por la fuerza de la justicia divina, y su rabia no hará más que acrecentar sus tormentos. ¿De modo, JESÚS mío; que si estuviera en el infierno yo no podría amaros, sino que tendría que odiaros eternamente? Vos me creasteis, y moristeis por mí, y me enriquecisteis con tantas gracias especiales; ése es el mal que me habéis hecho. Castigadme, pues, como queráis, pero no me privéis de poderos amar. Os amo, JESÚS mío, y quiero amaros siempre. -Representaos- el horror de un alma al entrar en el infierno. -¿Ya estoy condenado? -gritará-. ¡Lo erré para siempre! Y pensará el infeliz en si podrá encontrar un remedió, y tendrá que convencerse de que su ruina es irreparable eternamente. Y pasarán los siglos por millones, más que las gotas de agua de la mar, y las arenas de las playas, y las hojas de los árboles, y el infierno estará comenzando para el pobre condenado. Y si pudiera, por lo menos, el desgraciado ilusionarse diciendo: «¿Quién sabe si algún día terminará el infierno para mí?» Pero no: en el infierno no hay ese quién sabe. Tiene el condenado la certidumbre de que los tormentos que padece le han de durar por toda la eternidad. ¡Dios mío!, creyendo en el infierno, ¿puede haber quien peque? No habrá pena comparable a la de aquellos que, habiendo meditado con frecuencia en el infierno, se han precipitado así mismos en él por el pecado. No perdamos, pues, un momento; dejémoslo todo y abracémonos con Jesucristo: el que no teme no se salva. ¡Ah JESÚS mío! Vuestra sangre y vuestra muerte son mi esperanza. Pueden abandonarme todos con tal que no me abandonéis Vos. Ya veo que no me habéis abandonado, puesto que me invitáis al perdón, si quiero arrepentirme de mis pecados, y me ofrecéis vuestra gracia y vuestro amor si quiero amaros. Sí, JESÚS mío, vida mía, tesoro mío, amor mío; quiero llorar siempre mis pecados, y quiero amaros con todo mi corazón. Si antes os perdí, Dios mío, no quiero perderos más. Decidme lo que queréis de mí, pues yo quiero daros gusto en todo. Haced que viva y muera en vuestra gracia, y disponed de mí, por lo demás, como os agrade. ¡Oh María, esperanza mía, guardadme bajo vuestro manto, y no permitáis que vuelva de nuevo a perder a Dios!

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