PARTE TERCERA
EL SANCTUS
"Mujer, he ahí a tu
hijo... He ahí a tu madre' (JO. 19, 2 6 - 2 7) Hace cinco días nuestro
Divino Señor hizo su entrada triunfal en la ciudad de Jerusalén: Triunfantes
aclamaciones resonaban en sus oídos; las palmas alfombraban su paso mientras
atroliaban el aire los hosannas al Hijo de David y alabanzas al Santo de
Israel. A los que hubieran querido hacer callar aquellas demostraciones en su
honor recordó nuestro Señor que, si aquellas voces callaban, gritarían hasta
las piedras. Fue el nacimiento de las Catedrales Góticas. Ellos no conocieron
la verdadera razón por la cual le llamaban santo; quizá ni entendieron
por1 qué aceptaba el tributo de su alabanza. Pensaron que le estaban proclamando
como a Rey terrenal. Pero El aceptaba sus demostraciones porque iba a ser Rey
de un imperio espiritual. Aceptó sus homenajes, sus hosannas, sus himnos de
alabanza porque iba a su Cruz como Víctima. Y cada Víctima debe ser Santa:
"Santo, Santo, Santo" Cinco días después llegó el Sanctus de la Misa del
Calvario; pero en aquel Sanctus de su Misa.
El no dice:
"Santo"; habla a unos Santos. No musita el "sanctus", se
dirige a Santos: a su dulce Madre, María; y a su amado discípulo, Juan, Conmovedoras
son estas palabras: "Mujer, he ahí a tu hijo.., he ahí a tu madre".
Ahora hablaba a los Santos. No tenía necesidad de intercesión santa porque El
era el Santo de Dios, Pero nosotros tenemos necesidad de santidad porque toda
víctima de la Misa debe ser santa, inocente, impoluta. ¿Y cómo podemos ser
santos participantes del Sacrificio de la Misa? El nos dio la respuesta: concretamente
poniéndonos bajo la protección de su Divina Madre. Se dirige a la Iglesia y a
todos sus miembros en la persona de Juan, y dice a cada uno de nosotros:
"He ahí a tu Madre" Por eso se dirigió a ella no como a Madre, sino
como a Mujer. Ella tenía una misión universal; la de ser no Sólo su
Madre, sino la Madre de todos los cristianos. Era su Madre; ahora iba a ser la
Madre de su Cuerpo Místico, la Iglesia; y nosotros íbamos a ser sus hijos. Hay
un tremendo misterio oculto en esta sola palabra "Mujer". Era
solamente la última lección del: desprendimiento que Jesús la estaba enseñando hacía
muchos años, y la primera lección de la nueva vinculación. Nuestro Señor había
ida gradualmente desprendiendo (digámoslo así) los afectos de su Madre,- no en
el sentido de que ella le había de amar menos, o El la fuera a amar menos a
ella; sino sólo en el sentido de que ella iba a amarnos más. Iba a ser
desprendida de la maternidad de la carne, a fin de que estuviera más vinculada
a la gran maternidad del espíritu. De ahí la palabra "Mujer". Ella
había de hacernos otros Cristos. Porque, así como María había engendrado al Único
"Santo de Dios", así sólo ella nos engendraría como santos para Dios,
merecedores de decir "Sanctus, Sanctus, Sanctus" en la Misa de este
prolongado Calvario.
La historia de la
preparación para su papel' de Madre del Cuerpo Místico de Cristo se desarrolla
en tres cuadros de la vida de su Divino Hijo, sugiriendo cada uno la lección
que el mismo Calvario iba a revelar plenamente: esto es, que ella estaba
llamada a ser no sólo la Madre de Dios, sino también la Madre de los hombres:
no sólo la Madre de la Santidad, sino también de aquellos que anhelan ser santo.
La primera escena tuvo lugar en el Templo cuando María y José hallaron a Jesús
después de buscarle tres días. La Bienaventurada Madre le manifestó que sus
corazones estaban deshechos por el dolor de tan prolongada busca, y El
contestó: "¿No sabíais que yo debo ocuparme en las cosas de mi
Padre?" Lo que equivalía a decir: "Madre, yo tengo otros asuntos que
los del taller de carpintero. Mi Padre me ha enviado este mundo para la obra suprema
de la Redención, para hacer a todos los hombres hijos adoptivos de mi Padre
Celestial, en ei más grande reino de la hermandad de Cristo, su Hijo".
Hasta dónde cayó María en la cuenta del pleno sentido de aquellas palabras, no
lo sabemos; si comprendió ella entonces que la Paternidad de Dios significaba
que ella sería la Madre de los hombres, no lo sabemos. Pero ciertamente
dieciocho años más tarde, en la segunda escena (en la fiesta de las bodas de
Cana), llegó a una inteligencia más completa de aquella misión. ¡Qué
pensamiento tan consolador el de que nuestro Divino Señor, que habló de
penitencia, que predicó la mortificación, que insistió sobre el cargar con la Cruz
cada día y seguirle, daría principio a su vida pública asistiendo a un festival
de bodas! ¡Qué bello conocimiento de nuestros corazones! Cuando en el decurso
del banquete se agotó el vino, María, siempre interesada por los de- más, fue
la primera en darse cuenta y en buscar solución a aquella contrariedad. Sencillamente
dijo a su Divino Hijo: "No tienen vino" Y nuestro Señor la respondió:
"Mujer, ¿qué nos va en ello a mí y a ti? Mi hora no ha llegado aún".
"Mujer, ¿qué me va a mí?" No la llamó Madre sino Mujer. El mismo
título iba a recibir tres años más tarde. Era como decirla: "Me pides
hacer una cosa que me pertenece como a Hijo de Dios. Me pides hacer un milagro
que sólo Dios puede hacer; me pides que ejercite mi divinidad que está relacionada con toda la humanidad,
esto es, como su Redentor. Pero, una vez que la divinidad obra para la salvación
del mundo, tú vienes a ser no sólo mi Madre, sino la Madre de la Humanidad redimida.
Tu maternidad física pasa al mundo más espacioso de la maternidad espiritual, y
por este motivo te llamé "Mujer" .Y para probar que su intercesión
era poderosa en ese papel de su maternidad universal, mandó que las ánforas se
llenasen de agua, y según la frase del poeta Crashaw, se obró el primer
milagro: "las aguas, mirando conscientes a su Dios, enrojecieron.
La tercera escena
aconteció dos años después. Un día que nuestro Señor estaba predicando, alguien
interrumpió su discurso diciendo: "Tu madre está fuera, buscándote".
Nuestro Señor contestó: "¿Quién es mi madre?" Y extendiendo sus manos
hacia sus discípulos añadió: "Estos son mi madre y mis hermanos. Porque
cualquiera que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los cielos, es mi
hermano y mi hermana y mi madre". El significado era evidente. Hay una maternidad
espiritual; hay otros lazos que los de la carne; hay otros vínculos además de
los del parentesco de sangre; concretamente, los lazos espirituales que
estrechan a todos aquellos que forman el Reino, en el que tri unían la
Paternidad de Dios y la Hermandad de Cristo. Estas tres escenas culminaron
junto a la Cruz cuando María fue llamada "Mujer", Era la segunda Anunciación. En la
primera había dicho el Ángel "Salve, María". Su Hijo se dirige a ella
en la segunda y la dice: "Mujer". Esto no significó que cesase de ser
su Madre; ella es siempre la Madre de Dios, sino que su maternidad se agrandaba
y se extendía: se convertía en espiritual; se hacía universal porque en este momento
ella se convertía en Nuestro, Madre. Nuestro Señor, de un modo que sólo
El pudiera hacerlo, creaba el vínculo donde no existía por naturaleza. Y ¿cómo
vino ella a ser la Madre de los hombres? Siendo no sólo la Madre, sino también
la Esposa de Cristo. El era el nuevo Adán; ella es la nueva Eva. Y como Adán y
Eva engendraron su descendencia natural, que somos nosotros, así Cristo y su
Madre formaron en la Cruz su espiritual descendencia, que somos nosotros: hijos
de María o miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Dio a luz su primogénito en
Belén. Observemos que San Lucas llama a Nuestro Señor "el
Primogénito", no porque nuestra Bienaventurada Madre hubiera de tener
otros hijos según la carne; sino solamente porque ella había de tener otros
hijos según el espíritu. En aquel momento en el cual nuestro Divino
Señor la llamó "Mujer" en cierto sentido se convirtió en Esposa de Cristo
y daba a luz con dolor su primogénito en el espíritu; y su nombre fue Juan.
¿Quién fue el segundo? No lo sabemos. Pudo haber sido Pedro, pudo haber sido Andrés. Pero
como quiera que sea, nosotros estamos entre los millones y millones nacidos de
esta Mujer al pie de la Cruz. Fue ciertamente un cambio desventajoso recibir al
hijo del Zebedeo en lugar del hijo de Dios; pero ciertamente fue más grande
nuestra ganancia, porque, mientras ella adquiría tan sólo unos hijos
desobedientes y con frecuencia rebeldes, nosotros conseguíamos la más amante
Madre del mundo, la Madre de Jesús. Nosotros somos hijos de María
—literalmente, hijos. Ella es nuestra Madre no por título ficticio o por
título de cortesía; es nuestra Madre porque ella soportó en aquel preciso
momento los sufrimientos de la maternidad para todos nosotros. Y ¿por qué nos la dio Nuestro Señor como
Madre? Porque conoció que jamás seríamos santos sin ella. El vino a nosotros a
través de su pureza, y sólo a través de su pureza podemos nosotros volver a El.
No hay Sanctus sin María. Toda víctima que sube a este Altar bajo las especies
de pan y vino debe haber dicho el Confíteor y haberse convertido en víctima
santa; pero no hay santidad sin María. Observad que cuando fue dirigida aquella
palabra a nuestra Santísima Madre había allí otra mujer que estaba postrada.
¿No os habéis fijado en que prácticamente todas las representaciones de la
Crucifixión pintan siempre a la Magdalena de rodillas a los pies del crucifijo?
Pero jamás habréis visto la imagen de Nuestra Señora postrada. Juan estaba allí
y nos dijo en su Evangelio que ella estaba en pie. El la vio en pie. Y ¿por qué
estaba de pie? Estaba de pie para servirnos. Estaba de pie para ser nuestro
ministro, nuestra Madre. Si María se hubiese postrado en aquel momento como lo
hizo la Magdalena, si al menos hubiese Horado, su dolor habría tenido un
alivio.
La pena que llora nunca es
una pena que rompe el corazón. El que se deshace es el corazón que no puede
hallar salida por la fuente de las lágrimas. El corazón que estalla es el que
no puede tener un desahogo emocional. Y todo' aquel quebranto fue parte del
precio de nuestro rescate pagado por nuestra Corredentora, María la Madre de
Dios, Y porque nuestro Señor quería que hiciese con nosotros las veces de Madre, la
dejó en este mundo cuando El subió a los cielos, para que ella pudiese criar a
la Iglesia naciente. La Iglesia niña necesitaba de una Madre, exactamente como
el Infante, Cristo. Tuvo que quedarse en la tierra hasta que su familia
estuviese criada. Por eso la hallamos en Pentecostés permaneciendo en oración con
los Apóstoles, esperando el descendimiento del Espíritu Santo. Estaba criando
el Cuerpo Místico de Cristo. Ahora está coronada en el Cielo como Reina de los Ángeles
y de los Santos, convirtiendo el cielo en otra fiesta de bodas de Cana, donde intercede con su Divino Salvador en favor de
nosotros, sus otros hijos, hermanos de Cristo, e hijos del Padre Celestial. ¡Virgen
Madre! Qué hermosa junta de virginidad y maternidad supliendo la una lo que
falta a la otra. A la virginidad sola falta algo; hay cierta carencia en ella.
La maternidad sola pierde algo, hay una entrega, el deshojarse de un capullo.
¡Oh, si se juntasen de tal modo la virginidad que nunca la faltase nada y la maternidad
que nunca perdiese nada... y Lo tenemos en María la Virgen Madre, Virgen por la
sombra del Espíritu Santo en Nazaret y en Pentecostés; Madre por los millones
de descendientes, desde Jesús hasta tú y yo. No se trata aquí do confundir a
Nuestra Señora con Nuestro Señor.
Veneramos a nuestra Madre, adoramos a nuestro Señor. Pedimos a Jesús aquellas
cosas que sólo Dios puede conceder; misericordia, gracia, perdón. Y pedimos que
María quiera ínter- ceder por nosotros con El y especialmente a la hora de la
muerte. Por esa proximidad a Jesús que su misión envuelve, sabemos que nuestro Señor
oye especialmente sus ruegos. A ningún otro santo le podemos hablar como a un
hijo a su Madre. Ninguna otra Virgen o mártir o confesor ha sufrido tanto por
nosotros como ella sufrió; ninguno ha cimentado mejor que ella sus derechos a nuestro
amor y a su patrocinio. Mediadora de todas las gracias, todos los favores nos
vienen de Jesús por medio de ella, como por ella nos vino el mismo Jesús.
Queremos ser santos; pero conocemos que no hay santidad sin ella, porque ella fue el don que nos hizo Je- sus en el Sanctus de
su cruz. No hay mujer que pueda olvidar jamás al hijo de sus entrañas. María
ciertamente no puede olvidarnos. Por eso nosotros llevamos profundamente
grabado en nuestros corazones que siempre que ella ve un niño inocente en la mesa de la Primera Comunión, o un pecador
arrepentido caminando hacia la cruz, o un corazón deshecho rogando que el agua
de su vida malgastada se convierte en el vino del amor de Dios, ella, María,
escucha de nuevo aquella palabra: "Mujer, he ahí a tu hijo"
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