martes, 2 de agosto de 2016

LOS MARTIRES MEXICANOS


El Testimonio de los Máartires


— ¿Quién eres TÚ?— preguntaba el tirano al hombre que le habían traído para que lo juzgase.

—Soy cristiano.

— ¿No sabes que está prohibido por las leyes del Imperio pertenecer a esa secta?

—Soy cristiano.

—Lo que eres, es un loco. Vas a perder tu situación en el estado, tu familia, tus bienes por una locura como ésa. ¡Vamos! insulta a Cristo, y te daré la libertad y te devolveré tus bienes y te colmaré de honores.

—Hace ochenta años que sirvo a Cristo, y nunca me ha hecho ningún mal: ¿por qué he de insultarle? Soy cristiano.

— ¿ No sabes que a quien hay que servir y adorar es a los dioses del Imperio? ¡Vamos! echa unos granos de incienso en el brasero del altar de los dioses y te doy la libertad.

—No hay más que un solo Dios verdadero; a El sirvo, a El adoro. Soy cristiano.

—Pero ese Cristo es un judío: ¿cómo ha de ser Dios?

—Jesucristo es Dios y el Dios verdadero. Soy cristiano.

— ¿Cómo sabes que es Dios?

—Lee el Evangelio y allí verás la prueba. Jesucristo fue muerto en la Cruz, y resucitó al tercer día por su propia virtud. Eso sólo puede hacerlo un Dios. Soy cristiano.

— ¿Tan seguro estás de eso? Ya veremos si ante las fieras del Circo, no caes en la cuenta de tu error. ¡Insensato!

—Las fieras del Circo no podrán hacerme más daño que acabar con esta mi vida del cuerpo; pero ello me permitirá ir a unirme con Cristo, mi vida Señor. Ninguna otra cosa he deseado más en mi vida, que ya es larga. Soy cristiano.

—Si tu Cristo es Dios, lo mejor que podía hacerte era librarte de las garras de las fieras. . . y ¡ya verás cómo no lo hace!

— ¡Claro está que podría hacerlo! Pero yo le ruego que se apiade de mí, y no lo haga, como lo ha hecho con otros de mis hermanos, y ¡tú lo sabes bien! Porque yo quiero ya ir con El al Cielo. Soy cristiano.

Furioso el juez por la muletilla para él insoportable de ¡soy cristiano! Le dijo airado:

— ¡Eras cristiano hasta ahora! Mañana morirás entre los dientes de las fieras y dejarás de ser cristiano.

—Jesucristo ha dicho: "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, aunque muriere vivirá, y todo el que vive y cree en Mí, no morirá eternamente". Soy cristiano.

—Y tú ¿crees eso que dijo tu Cristo?

—Porque lo creo, estoy dispuesto a morir por Cristo. Soy cristiano.

Diálogos como éste, con idénticas palabras o con otras, pero en el mismo sentido, llenan las páginas de la Historia de la Iglesia Católica desde su fundación a nuestros días. No uno, no dos, no cien, millares y millares, en todos los pueblos y naciones, bajo todas las latitudes, en hombres de toda condición y situación social, ancianos, jóvenes, aun niños, hombres y mujeres. . . Y no eran mera palabrería. . . En las hogueras, en el Circo, en las cárceles, en los tormentos, en el ecúleo, ante las fieras animales y las fieras con figura de hombre, hasta el último suspiro las repetían con la sonrisa en los labios, el gozo en el corazón y la fe en el alma.

Se necesitaría ser un necio para no ver en este hecho tan universal, tan heroico, un testimonio de la verdad de la religión católica, de la fuerza divina de la fe, y al mismo tiempo un homenaje de caridad y de amor a Jesucristo, mayor que otro alguno que pudieran darle los hombres. Fuera de la asistencia particular del Espíritu Santo, no cabe duda que es al innumerable ejército de sus mártires, a quien la Iglesia Católica debe su desarrollo, extensión y fuerza benéfica en este mundo.

Y como Jesucristo, Dios no puede fallar a sus promesas, y ha prometido la vida eterna del Cielo, a los que por su honor y el de su Iglesia dan ese augusto testimonio de su amor y de su fe, la Iglesia canoniza a sus mártires. Porque la canonización, no es otra cosa, que la afirmación infalible de que el canonizado está ya en la santa morada de los justos, recibiendo el premio eterno de los que amaron a Dios sobre todas las cosas. Que se pruebe con todo rigor de verdad, en un proceso serio, escrupuloso, y digno, que un hombre o una mujer católicos, han dado su vida por su fe, y la Iglesia no dudará un ápice en elevarlos al honor de los altares.

Estos recuerdos y estas consideraciones no se apartan ni un momento de mi mente, al ir relatando en estas semblanzas, las heroicas muertes de tantos mexicanos de todas las clases sociales y edades y condiciones que dieron su vida por Cristo Rey en la persecución comunista-callista. Y lo confieso paladinamente. He querido recordarlos para que los que puedan hacerlo, se muevan a entablar un proceso jurídico acerca de tan heroicos hechos de nuestros hermanos, en vista de la introducción de su causa de beatificación ante la Santa Sede, que sin ese proceso jurídico no puede prudentemente hacer nada en ese sentido. Hoy, que viven todavía muchos de los testigos presenciales de tales hechos, que conocieron y trataron de cerca a nuestros confesores de su fe, el dicho proceso tendrá muchísimas más facilidades y buen resultado, que no después de muchos años. Los religiosos de la Compañía de Jesús, considerándolo de su deber, lo han hecho respecto de uno de nuestros hermanos el P. Agustín Pro, y ya sabemos cómo la causa de su martirio va por buen camino. Pero ¡es que hubo en aquella época también religiosos de las beneméritas órdenes y Congregaciones religiosas, de Agustinos, Franciscanos, del Inmaculado Corazón de María, etc; miembros distinguidísimos del venerable clero secular, y en mayor número católicos seglares de nuestras clases humildes y medias, cuyos martirios no sólo igualan en heroicidad al del Padre Pro, sino que a veces lo superan, como el que voy a relatar en seguida! ¿Por qué no se ha intentado siquiera, el necesario proceso acerca de ellos?

Homónimo del noble y valiente jefe de los cristeros de Colima, Eduardo Dionisio Ochoa, vivía en la ranchería de Montitlán un venerable anciano ranchero, D. Dionisio Ochoa. Era de aspecto respetabilísimo, con su larga barba y sus blancos cabellos, y sobre todo por ese no sé qué que reviste como una aureola, con la que los artistas representan la vida moral y cristiana de los santos en sus imágenes, al hombre que ha vivido sin apartarse un ápice del sendero de las normas cristianas. Tranquilo y sereno en su porte, afable y bondadoso con todos, digno en sus palabras y en sus hechos, diríase que era la reproducción viviente de uno de aquellos venerables patriarcas bíblicos. Había educado en el temor y amor de Dios a su numerosa familia, y dos de sus hijos, heridos en sus religiosos sentimientos, en aquella tremenda persecución, impulsados y bendecidos por el mismo D. Dionisio, habíanse unido a los cristeros del Volcán para vengar  el honor de Jesucristo Rey, vilipendiado por el puñado de malos mexicanos que militaban bajo las órdenes impías de los perseguidores.

Cierto día del mes de febrero de 1927, los callistas entraron en la ranchería y encontraron al anciano, que por su misma edad, no había podido acompaña a sus heroicos muchachos cristeros en la gran aventura. Su destacada figura y el mismo nombre de Dionisio Ochoa, ya famoso en la región por las derrotas, que el joven Eduardo Dionisio había infligido a los ''guachos", hicieron que éstos se fijaran especialmente en él y le aprehendieran. Llevado con la acostumbrada brutalidad a presencia del jefecillo de los callistas, entablóse con él un diálogo; que en un proceso jurídico, estoy seguro, aparecería con todos los caracteres de autenticidad:

— ¿Cómo se llama usted, viejo cristero?

—Dionisio Ochoa, para servir a Dios —contestó el anciano.

—Usted es de los cristeros ¿verdad?

—No, porque estoy ya viejo, pero sí soy católico.

— ¿Dónde andan los cristeros?

—No lo sé; en algún lugar del Volcán.

— ¿Quién es el jefe de ellos?

—Cristo Rey.

—Ya, ya sabemos —repuso el callista entre injurias— que por ese Cristo Rey andan en armas. No se haga el tonto y conteste lo que le pregunto.
¿Quién es el que los manda?

—Cristo Rey —contestó el anciano sin inmutarse—. Él es quien los manda, y a mí también, porque ya le he dicho que soy católico. El es nuestro jefe; El es el que nos manda.

—Bueno. . . Y ¿quién les ayuda? ¿Quién les da parque?

—Cristo Rey es el que nos ayuda y nos da todo lo que necesitamos. Porque yo también soy católico.

—Y ¿qué quieren los católicos con toda esa bola de su Cristo Rey?

—Que triunfe el reinado de Cristo Rey en México, porque El es nuestro verdadero Jefe y el que nos manda, porque yo también soy católico.

Coléricos los esbirros, por la serenidad y firmeza con que el anciano se declaraba súbdito de Cristo Rey le echaron una soga al cuello e intentaron colgarlo de la rama de un árbol cercano. La rama crujió con el peso del robusto anciano y desgajándose rápidamente, se vino abajo, lastimando en su caída a los verdugos. Con nuevas imprecaciones, buscaron otra rama al parecer más robusta, pero al levantar el cuerpo del anciano nuevamente esa rama se desgajó, golpeando también a otros callistas ciegos de furor. D. Dionisio, cuando al caer la rama, se aflojaba el nudo corredizo en su garganta, repetía con verdadera devoción y amor:  ¡Viva Cristo Rey! Dos, tres, cuatro veces más, intentaron suspenderle en las ramas de aquel árbol con idéntico resultado. Dijérase que la planta se negaba a cooperar en aquel crimen indigno.

—Ya os he dicho —repetía el anciano a punto de perder el sentido por aquel tormento—, que Cristo Rey es nuestro Jefe, que es El el que nos manda porque yo también soy católico . . . como ellos ... El también nos da lo que necesitamos... El me ha dado todo en mi vida... Él, El... ¡Viva Cristo Rey!

Los callistas furiosos buscaron otro árbol más resistente, y al fin lograron suspender al anciano Don Dionisio. . .Y todavía, cuentan los testigos, que como la lava de un volcán logra romper la roca que se oponía a su salida, así a través de aquella garganta cerrada y oprimida por la soga, se oyó salir el último latido de aquel corazón generoso que decía ¡Viva Cristo Rey! Y ¿no os parece, lectores míos, que este diálogo y estos hechos son como un eco que resuena a través de diez y nueve siglos, de aquel diálogo primero con que he comenzado este relato y que se encuentra en las actas del martirio de otro anciano, San Policarpo?


Pues ¿por qué éste, debidamente comprobado en un proceso, no había de hacer que la misma Iglesia, que por aquél, se persuadió que Policarpo había dado su vida por la fe cristiana y lo venera en los altares, no había de mover a la misma santa e infalible Iglesia a declarar al anciano mexicano Don Dionisio Ochoa, mártir de Cristo?

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