viernes, 12 de agosto de 2016

"CARTAS PASTORALES Y ESCRITOS por S.E. MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE"

Carta pastoral nº 42
LA HEREJÍA CONTEMPORÁNEA


En precedentes artículos me esforcé por poner a la luz cómo la Providencia quiso que la participación en su autoridad sea para todos los hombres una fuente de beneficios no solamente temporales sino eternos. La familia, la ciudad, la Iglesia, son verdaderamente dones de Dios sólo en la medida en que la autoridad sea la llave maestra de estas sociedades y cumpla perfectamente su papel, en los límites trazados por el fin particular de cada una de ellas. Siendo las tres de origen divino, no pueden más que ser complementarias y estar todas orientadas en definitiva hacia el bien supremo, la gloria de Dios y la salvación de las almas. Disminuir o restringir estas autoridades, limitar su ejercicio, contrariamente a la institución divina, trae inmediatamente consecuencias graves en la vida de estas sociedades, y en un plazo más o menos largo, comporta su disgregación por medio de la anarquía o la tiranía, que son las dos enfermedades mortales para las sociedades. Para juzgar de manera exacta los males que alcanzan las sociedades, desde estos últimos siglos sobre todo, hay que encontrar en la historia esta tendencia permanente de la rebelión del hombre contra la autoridad. La familia y la sociedad civil no han encontrado verdaderamente la perfecta realización de su fin, su equilibrio, la verdadera paz, por las enseñanzas de la Iglesia y la gracia de Nuestro Señor Jesucristo.

Es un hecho de experiencia diaria que, cuando los esposos no quieren someterse más a la enseñanza de la Iglesia, la familia se corrompe. Lo mismo sucede cuando la autoridad del jefe de familia no se ejerce más sobre su esposa y sus hijos, como en el caso de las sociedades socialistas. En cambio, la tiranía conduce a la poligamia y a todos los males que derivan de ella. Se pueden aplicar los mismos principios a la sociedad civil. El supuesto “contrato social”, la separación de la Iglesia y del Estado, el “derecho nuevo”, como lo designa el Papa León XIII en su encíclica “Immortale Dei” han arruinado las sociedades que viven entre la anarquía y la tiranía sin reencontrar su equilibrio normal. Si la Iglesia se deja alcanzar parcialmente también por estos males, es decir, si los hombres pretenden reformar la constitución divina de la Iglesia haciendo un llamado a la razón humana, a la ciencia humana, la Iglesia sufrirá una crisis grave en su magisterio y en su ministerio.

Hay que desear vivamente, entonces, que sean nuevamente honradas las enseñanzas de la Iglesia en lo que respecta a la autoridad y a su ejercicio por las tres sociedades fundadas por Dios mismo. El Papa León XIII nos legó documentos fundamentales en este campo: “Immortale Dei”, o la constitución cristiana de los estados; “Satis Cognitum”, o la constitución divina de la Iglesia. Ésta tiene una importancia particular, pues no es más que el esquema preparado por el Concilio Vaticano I sobre la Iglesia, el Papa y los Obispos. Para la sociedad familiar, la encíclica del Papa Pío XI “Casti Connubii” da en resumen toda la doctrina de la Iglesia. La rebelión contra la autoridad que gobierna se llama desobediencia, empuja al cisma, a la ruptura con la persona investida de la autoridad, y, en definitiva, a la ruptura con Dios.

¿Hemos pensado en comparar a esta rebelión que conduce al cisma con la rebelión de la razón contra la fe, de la inteligencia humana contra la sabiduría y la misericordia de Dios, y entonces contra la autoridad de Dios, desvelando su sabiduría y los designios que le plugo realizar para manifestarla? Esta rebelión no es otra que la herejía.

Es muy instructivo, mientras vivimos en una época generadora de una nueva herejía más grave que todas las precedentes, preguntarnos cómo empezó esa rebelión en el padre de la herejía y de la mentira. Preguntémosle al Doctor Angélico, y he aquí su respuesta: “El Ángel ha deseado obtener su beatitud final por sus propias fuerzas en lo que pertenece a Dios solo” (Iª parte, q. 63, a. 3). Santo Tomás explica las dos hipótesis de esa voluntad perversa: buscar solamente su fin natural, despreciando la beatitud sobrenatural que no podía obtener sino con la gracia de Dios, o pretender adquirir esa beatitud sobrenatural apartándose del socorro divino establecido por las disposiciones providenciales. En ambos casos es la rebelión de la naturaleza contra la fe, o dicho de otra manera, el rechazo del Verbo de Dios, única vía de la beatitud sobrenatural. Instruidos con esta realidad, fácilmente podremos concluir que el hombre cismático o hereje actúa exactamente como el primer cismático, que fue Lucifer. La voluntad humana se levanta contra la voluntad de Dios. La razón se opone a la autoridad de Dios, que revela los caminos de la salvación por los cuales plugo a su sabiduría eterna hacernos caminar. Tal como los hebreos en el desierto han opuesto a menudo su voluntad a la de Dios y han sido severamente castigados, así muchos a quienes les llega la Buena Nueva o la rechazan totalmente y permanecen prisioneros de sus falsas ideologías e invenciones humanas, o no la aceptan sino parcialmente, rechazando una sumisión humilde y total a la autoridad de Dios revelada por la única Iglesia que ha instituido para transmitirnos su verdad y su gracia.

Todos esos que quieren llegar a la salvación, a su felicidad final por sus propias fuerzas —y no por Nuestro Señor Jesucristo, dado por su Iglesia Católica y Romana— todos los heresiarcas han rechazado una u otra de las divinas invenciones de Jesucristo para salvarnos, y generalmente han empezado por falsear los postulados fundamentales, las realidades que están en el origen mismo de la redención.  Uno de los primeros hechos que condicionan toda la economía cristiana es el pecado original. Si se puede, en la historia de la humanidad, encontrar razones de concluir en un desorden original, sin embargo es por la fe, la revelación que ese pecado nos es conocido con sus consecuencias precisas y graves, pero también con los inefables designios de Dios para su reparación, la Encarnación del Verbo, la redención por su cruz, la justificación de los pecadores por el bautismo y los sacramentos o su incorporación al Cuerpo Místico de Nuestro Señor. Esto es lo que explica que la mayoría, si no la totalidad, de los herejes hayan empezado por deformar la noción de pecado original o negar el hecho, “de donde salen, dice San Pío X, los enemigos de la religión para sembrar tantos y tan graves errores cuya fe de un tan grande número se encuentra debilitada. Empiezan por negar la caída primitiva del hombre y su decaimientoes el edificio de la fe derribado de arriba a abajo” (“Ad diem illum”, 2 de febrero de 1904). El pecado que introduce el desorden en la inteligencia y la voluntad del hombre hiere el orgullo de la razón que no puede admitir su debilidad y su ignorancia y encuentra indigno de ella tener que remitirse a la fe para conocer las verdades esenciales respecto a su salvación eterna. Otra verdad que humilla la razón es la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. ¡Cuántas soluciones, unas más sutiles que otras, y a menudo contradictorias, han sido inventadas en el curso de los dos últimos siglos por los protestantes, luego por los modernistas y hoy por los neomodernistas, para evacuar la divinidad de Nuestro Señor!

El Padre de Grandmaison, en su obra sobre Jesucristo, da un pantallazo histórico sorprenden-te sobre el pensamiento de los paganos, de los judíos y de los musulmanes sobre la persona de Jesucristo. Allí se encuentra ya en sustancia la doctrina de los anticristos del renacimiento, luego de los protestantes liberales, de los librepensadores, de los racionalistas de los siglos XIX y XX y, por fin, de Teilhard de Chardin y de los neomodernistas contemporáneos. De Porfirio, con su obra “Contra los cristianos”, del siglo XIII hasta nuestros negadores de los milagros de Nuestro Señor o a los que niegan el Evangelio de la infancia, que ponen en duda la maternidad virginal de María, es el mismo espíritu de rechazo de lo sobrenatural y de la fe en la autoridad de Dios revelando las obras de su sabiduría eterna. Se puede decir en verdad que si la presentación del error y las personas que lo presentan van cambiando en el curso de la historia, el error permanece fundamentalmente el mismo. Y sin embargo, estos pensadores y escritores racionalistas tienden a presentar sus ideologías como una novedad que para unos debe aniquilar a la Iglesia Católica, y para otros debe abrirle caminos nuevos para la salvación del mundo. Ni para los judíos, ni para los musulmanes, Jesucristo es Dios. Los judíos admiten que es un moralista distinguido, los musulmanes dicen que es un apóstol o un profeta, pero nada más. Lutero, Voltaire, Rousseau, se moldearán un Cristo a su manera, muy alejado del Cristo verdadero. Pero sus sucesores serán los verdaderos precursores de la herejía moderna. Vale la pena citar íntegramente la página siguiente, escrita por el Padre de Grandmaison hace cuarenta años, pues lo que escribe esclarece singularmente la crisis que sufre hoy la Iglesia:

“Las formas de descreimiento y de irreligión que hemos encontrado en el interior del cristianismo se han modelado hasta un cierto punto sobre movimientos científicos o literarios que parecerían primero de otro orden, habiendo participado de la fuerza de expansión que hemos comprobado para el humanismo y para la renovación científica que, empezando en el siglo XVI, alcanzó con Leibnitz en 1716 e Isaac Newton en 1727 su máximo de ??? sobre el gran público. El libertinaje intelectual del siglo XVI y el deísmo del XVIII son, en gran parte, solidarios con estos movimientos, como si toda novedad tendiese a estremecer los espíritus y a hacerles cuestionar con inquietud sus creencias anteriores. Esa ley se verifica una vez más en los orígenes y en éxito de la cristología liberal y modernista. Están estrechamente vinculados a los destinos de las hipótesis que Lessing, Herder y Goethe han aplicado a la historia considerada por ellos como la de un desarrollo continuo, progresivo: «La educación divina de la humanidad». Estas visiones, generales y un poco vagas, tendían a sustituir a la acción espontánea de las colectividades a las influencias individuales, la primera ??? ser un órgano más apropiado a la naturaleza de la grande. Fuerza divina, inmanente, impersonal, que mueve la humanidad hacia su fin“Desde que se admite que el progreso total del mundo —cuyo progreso religioso no es más que uno de sus aspectos— se opera mediante avances fatales y constantemente orientados en el mismo sentido, el terreno ganado no puede perderse y la síntesis de hoy, traspasando toda necesidad y englobándolo todo parcialmente, la de la vigilia, no se puede manifiestamente reconocer en Jesús, más que un eslabón de una inmensa cadena. No se puede ver en su carrera, más que un paso, todo lo considerable que se quiera, pero un paso al fin hacia la realización final de «la idea», una «síntesis» que se convertirá en «tesis» a su vez para ser contradicha por una «antítesis» y por fin traspasada. Si los hechos no parecen estar de acuerdo con sus causas filosóficas, ese puro hegeliano echará la culpa a los hechos, y toda explicación será buena para hacer entrar al Maestro de Nazareth en la gran corriente panteísta, donde será finalmente nivelado. “Lo esencial de estas visiones es común a todos los discípulos de Hegel, pero son expuestas a veces en los escritores de la derecha hegeliana como una moderación, un tono de respeto, una preocupación por poner el asunto sobre el carácter divino de la evolución total y en particular sobre la incomparable realización de la Idea que fue Jesús de Nazareth, que hacen ilusionar a muchos cristianos” (“Jesucristo”, T. II, c. 3).

¿Cómo no pensar en Teilhard de Chardin y en todos los cristianos que hoy se hacen ilusiones leyendo sus escritos envenenados por ese racionalismo y ese panteísmo? Esta página ilustra admirablemente la continuidad del error fundamental que consiste en querer someter a la razón todos los datos de la fe. Las tendencias que comprobamos hoy en los escritos de los teólogos en boga, netamente modernistas, toman ahí su fuente, al ??? de todas las herejías. Desgraciadamente estas tendencias se manifiestan en los mismos catecismos modernos y esto es de una gravedad excepcional. Que uno se atreva a desfigurar las verdades más esenciales de la fe, o ponerlas en duda, es colocarse fuera de la fe católica al mismo título que los que en el curso de la historia han actuado de la misma manera y se han encontrado fuera de la verdadera Iglesia.

Qué irrisión escuchar o leer de parte de los que creen en el progreso necesario y fatal de la humanidad, que los hombres de nuestro tiempo y con más razón sus hijos son incapaces de entender palabras como virginidad, ángeles, infierno, devoción, santidad, etc… Digámoslo, el mundo de hoy no sería entonces apto para entender la fe católica, ¡aún la del Evangelio! ¡Qué confesión! Pero es más verosímil decir que los que afirman estas cosas han perdido la fe y que se sienten desde ahora incapaces de comunicarla: “nadie da lo que no tiene”. No debemos dudar en proclamar a tiempo y a destiempo que hay una sola fe, un solo bautismo, que la fe es un todo del cual no se puede negar ningún artículo sin encontrarse fuera de la Iglesia y del camino de la salvación. Quien opone su razón a la revelación transmitida por la Iglesia católica y romana, aún solamente sobre un punto esencial como la presencia sustancial de Nuestro Señor en la Eucaristía, o de la virginidad de la Virgen María, o de la existencia del pecado original cometido por nuestros primeros padres que nos hace a todos culpables y nos priva de la vida eterna, se separa de la Iglesia Católica y debe ser tratado como hereje, es decir, excomulgado.

El Papa León XIII afirma esta verdad de una manera muy elocuente en la encíclica “Satis Cognitum”: es entonces necesario que de una manera permanente subsista por mal parte de la misión constante e inmutable de enseñar todo lo que el mismo Jesucristo enseña, por otra parte la obligación constante e inmutable de aceptar y profesar toda la doctrina así enseñada. Es lo que San Cipriano expresa excelentemente en estos términos:

“Cuando Nuestro Señor Jesucristo en su Evangelio declara que los que no están con Él son sus enemigos, no designa a una herejía en particular, sino que denuncia como sus adversarios a todos los que no están totalmente con Él y al no recoger con Él ponen la dispersión en el rebaño: «Aquel que no está conmigo está contra mí, aquel que no recoge conmigo, desparrama».

“Penetrada a fondo por estos principios y preocupada por su deber, la Iglesia siempre ha tenido el mayor interés y ha perseguido con su mayor esfuerzo el conservar la fe de la manera más perfecta, la integridad de la fe. Por eso, ha mirado como rebeldes declarados y ha expulsado lejos de ella a todos los que no pensaban como ella, sobre cualquier punto de la doctrina. Los arrianos, los montanistas, los novacianos, los quartodecimanos, los eutiquianos seguramente no habían abandonado la doctrina católica toda entera, sino solamente tal o cual parte, y sin embargo ¿quién no sabe que han sido declarados herejes y fueron rechazados del seno de la Iglesia? Y un juicio semejante condenó a todos los culpables de doctrinas erróneas que han aparecido luego en las diferentes épocas de la historia. Nada podía ser más peligroso que estos herejes que, conservando en todo el resto la integridad de la doctrina, por una sola palabra, como una gota de veneno, corrompen la pureza y la sencillez de la fe que hemos recibido de la Tradición, del Señor, luego de los apóstoles“Tal ha sido siempre la costumbre de la Iglesia, apoyada por el juicio unánime de los Santos Padres, los cuales han mirado siempre como excluidos de la comunión católica y fuera de la Iglesia a quienquiera que se separase lo menos del mundo de la doctrina enseñada por el magiste-rio auténtico” (Enseñanzas Pontificias, Solesmes. “La Iglesia”, vol. I. 1, pág. 370). Ahora bien, es desde ahora evidente que vivimos en una época en que el Magisterio de la Iglesia, ante errores manifiestos, ante verdaderas herejías, ante desviaciones morales escandalosas, no obra con el vigor y la precisión que hemos conocido precedentemente. Basta con haber tomado conocimiento de los debates del Sínodo (reunido en Roma en 1967) respecto a los peligros que corre la fe, para estar desgraciadamente convencidos que un buen número de pastores no quieren condenar más el error o la herejía. Lo han afirmado explícitamente. Está allí una de las causas ciertas de la imprudencia con la cual los errores se propagan aún en y por la prensa católica. Hay ahí una actitud inexplicable y contraria no solamente a toda la tradición de la Iglesia, sino al simple sentido común: condenar el error es proclamar la verdad que a tal error se opone, y es sobre todo impedirle difundirse y perder las almas. Es más que evidente que el más elemental de los deberes es proteger a su rebaño de los lobos que lo rodean y cazan al de los mercenarios que los abandonan, según las enseñanzas del Buen Pastor por excelencia. Guardemos la integridad de nuestra fe en las disposiciones de humildad y de sumisión hacia la autoridad divina que se ha transmitido hasta nosotros inmutable a través de los siglos hasta nuestros días. No nos dejemos seducir por los artificios de los racionalistas, sucesores de los heresiarcas de todos los tiempos. Atémonos a los catecismos ciertamente ortodoxos del Concilio de Trento, de San Pío X, del Cardenal Gasparri. Huyamos de las novedades contrarias a la tradición de la Iglesia.

“Novitates devita”, decía ya San Pablo.

“Los heresiarcas, dice Bossuet en su discurso sobre la historia universal (IIª parte, c. 30) han podido encandilar a los hombres por su elocuencia y bajo una apariencia de piedad, removerlos por sus pasiones, comprometerlos por sus intereses, atraerlos por la novedad y el libertinaje sea por el del espíritu, sea aún por el de los sentidos; en una palabra, han podido fácilmente equivocarse o hacer equivocar a los demás, pues no hay nada más humano, pero además de que no han podido ni jactarse de haber hecho ningún milagro en público ni reducir su religión a hechos positivos de los cuales sus secuaces fueran testigos, siempre hay un hecho desgraciado para ellos, que nunca han podido ocultar: es el hecho de su novedad”.
Monseñor Marcel Lefebvre

21 de febrero de 1968

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