Carta Pastoral n° 37
ESTO FIDELIS
La
fidelidad es una virtud social que tiene una afinidad profunda con la virtud de
verdad y, en consecuencia, se vincula, tal como ella, con la virtud de
justicia. Parece muy oportuno rememorar qué es esta virtud, a fin de animarnos
a desarrollarla, a mantenerla en nosotros y a manifestarla en nuestra vida
individual y social.
La
fidelidad es la voluntad de tener un compromiso dado. Es ser verdadero hacia sí
mismo y verdadero hacia los demás, que tienen sus propios compromisos. También
es ser justos, pues uno se compromete hacia otra persona o aún hacia Dios o la
Iglesia, o a una sociedad. Los compromisos pueden ser numerosos. Hay unos,
irrenunciables, que nos comprometen por la eternidad; hay otros que nos
comprometen para esta vida de aquí abajo. En cambio, hay otros que pueden ser
anulados, pero jamás unilateralmente, lo cual constituiría una injusticia hacia
personas con las cuales uno se comprometió y, en definitiva, hacia Dios.Así,
el bautismo nos compromete por toda la eternidad, y ese compromiso debe
procurarnos bienes que aseguran la vida eterna. Bautizados, nunca nos está
permitido renegar de nuestro compromiso. El casamiento compromete para la vida
de aquí abajo y los que lo han contraído deben permanecer fieles, sin que
ninguna autoridad de este mundo pueda dispensarlos de estos compromisos. Con
esto se puede medir la gran importancia de la virtud de la fidelidad.
Numerosas
pueden ser las promesas y compromisos diversos. Numerosas también pueden ser
las circunstancias que, sea por sí mismas, sea por aquellos con los cuales uno
se comprometió, resuelvan el compromiso. Pero nada es tan odioso, deshonrante y
nocivo para la vida social, como una promesa o un compromiso que no se cumple
sin que medie alguna circunstancia legítima, o que un asentimiento de las
personas interesadas haya autorizado su anulación. Se asiste hoy a un desprecio
de la virtud de fidelidad que molesta gravemente a la vida religiosa, cuando se
trata de compromisos realizados con Dios, y con la vida social, cuando se trata
de compromisos para con el prójimo.
Las
numerosas infidelidades de los sacerdotes, tanto hacia Dios como hacia el
prójimo, causan un grave escándalo a la humanidad entera. El sacerdote
consagrado, santificado por la unción sacramental y la imposición de las manos
del Obispo, está dedicado al culto de Dios y a la santificación de las almas.
Está comprometido por esa doble unción a cierta doble finalidad. Aún si la
Iglesia pudiera suspender el ejercicio de ese compromiso, no sería menos
verdadero que estos sacerdotes han sido infieles a lo que habían prometido
solemnemente delante de Dios y de la Iglesia. Esa ruptura no es, ciertamente,
un ejemplo para los que se han comprometido en los lazos del matrimonio.
La
infidelidad en la vida religiosa se produce cuando uno pide la ruptura de los
votos perpetuos: cierto, puede haber motivos legítimos para hacer ese pedido,
pero ¿no es verdad, desgraciadamente, que estos motivos tienen generalmente por
causa infidelidades reales? No sucede lo mismo con los votos temporales, que
por su naturaleza son caducables. Pero hoy se asiste a menudo a una
desestimación de los votos, que se manifiesta por la impaciencia de ser
relevado de ellos antes de que éstos lleguen a su término. Esto provocará, sin
duda, una modificación en el régimen de los votos temporarios. ¿Pero se puede
pensar que la estima será más grande? Quizás en el retraso en la preparación y
en la profesión de los compromisos podría encontrarse una solución parcial.
Pero también probablemente sea en una fe más grande y en una mejor comprensión
del ideal religioso que se encuentre la verdadera solución.
Desgraciadamente,
las infidelidades a nuestras constituciones, las cuales nos hemos comprometido a observar, son más y más
frecuentes. Por cierto, los capítulos generales extraordinarios son invitados a
revisar estas constituciones y modificarlas según algunos principios enunciados
por el Concilio y por los decretos. Para eso se preparan todas las sociedades
religiosas. Si una cierta tolerancia puede existir sobre algunos aspectos poco
importantes de estas constituciones, uno queda estupefacto al ver a veces con
cuánta inconsciencia, para no decir con qué desprecio, se consideran los
compromisos tomados solemnemente ante la Iglesia y ante Dios. Algunos superiores
se creen verdaderos legisladores y que tienen ellos solos la autoridad del
capítulo general. Que no se hagan ilusiones; en esos casos la víctima siempre
es la autoridad, y por consiguiente, Dios, en cuanto Dios pueda ser víctima de
nuestras faltas y de nuestras infidelidades. Pues el desprecio de los compromisos
por parte de quienes tienen responsabilidades no puede dirigirse más que contra
estas autoridades. No tener en cuenta las constituciones ahora, vale para el
futuro. No habrá más razones para obedecer a las futuras constituciones que a
las de hoy. Los
superiores que obran así se arriesgan a causar graves infortunios a quienes en
su comunidad son fieles a sus compromisos. Los privan de gracias particulares
vinculadas a esta fidelidad. Entonces, hay que ser muy circunspecto y prudente
en esta manera de obrar, so pena de recibir los reproches que Dios destina a
los servidores infieles.
Esta
tendencia actual a la infidelidad es desastrosa, tanto hacia la unión con Dios,
como en relación a la vida de familia en la congregación misma. Es que la
fidelidad es vecina de la sencillez, mientras que la infidelidad es vecina de
la duplicidad. ¿Cómo se puede tener relaciones de filiación verdadera y
confiada con Dios, si nuestra actitud es falsa y doble? ¿Cómo puede reinar una
atmósfera de confianza entre los miembros de una sociedad sin la fidelidad a
una palabra dada?
Es
tiempo de que cada uno se examine sobre esta linda virtud de fidelidad que hace
honor a aquel que la posee, que le procura una reputación de lealtad y le
adquiere a justo título la confianza de su prójimo y, sobre todo, la confianza
de Dios. “Euge, serve bone et fidelis, quia super parva fuisti fidelis,
supra multa te constituam”. Tal será la palabra con la cual el Señor nos acogerá,
si hemos sabido ser fieles en todas las cosas.
Monseñor Marcel Lefebvre
(“Avisos del mes”,
septiembre-octubre de 1967)
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