martes, 19 de julio de 2016

"CARTAS PASTORALES Y ESCRITOS por S.E. MONSEÑOR MARCEL LEFEBVRE"

Carta Pastoral
n° 39
DE LA AUTORIDAD


A la autoridad en la persona que la participa corresponde, entre quienes están sometidos a esta persona, la virtud de la obediencia. Esclareciendo la noción de autoridad, se esclarece correlativamente la idea de la obediencia. La autoridad es esencialmente una participación en la autoridad universal de Dios. Nuestro Señor lo dice explícitamente a Pilatos: “No tendrías poder si no te hubiera sido dado de arriba”. San Pablo lo repite cuando dice: “Todo poder viene de Dios”. En efecto, ninguna criatura puede atribuirse el derecho de dirigir a otras criaturas sino por una delegación, por una participación en la autoridad divina que por sí sola tiene, por su misma naturaleza, el poder sobre toda criatura.

Cualquiera sea el modo de designación de la persona que ostenta la autoridad, desde que está investida de ella, participa de la autoridad de Dios. Es por ese título que San Pablo y San Pedro piden que se obedezca a las autoridades civiles. Con más razón debemos someternos a las autoridades de la Iglesia, que representan a las que Nuestro Señor mismo ha elegido para encargarse de apacentar el rebaño. Toda autoridad en la Iglesia participa del poder de Pedro o del poder de los sucesores de los Apóstoles, los Obispos. Los Superiores generales deben recibir el consentimiento del Sucesor de Pedro para ejercer válidamente su autoridad, ya que no reciben su autoridad de su elección. O la reciben cuando llenan las condiciones de designación indicadas en las constituciones, condiciones que han sido ellas mismas aprobadas por la Santa Sede.

Así sucede con todas las autoridades de una Congregación. Ejercen válidamente su función solamente cuando las modalidades indicadas en las constituciones se cumplen por su designación. Esto es lo que autoriza a afirmar de una manera totalmente exacta que los Superiores son realmente los representantes de Dios ante aquellos que están a su cargo. Y esto tiene una importan-cia considerable en la vida cotidiana de los que les deben obediencia. La vida religiosa está totalmente regulada y orientada hacia ese bonum obedientiæ que da un carácter de oblación y de alabanza de Dios por toda la vida. Es lo mismo para toda vida sacerdotal y toda vida cristiana, pero de una manera que no lleva ese carácter de reconocimiento público de parte de la Iglesia como en la vida religiosa. ¿En qué consiste la autoridad? Si los hombres no hubiesen pecado, ¿esa autoridad existiría? Si las consecuencias del pecado original y los pecados personales hacen que la autoridad sea más necesaria que nunca, sería sin embargo falso creer que su sola razón de ser es ésa. La autoridad existiría siempre, porque, allí donde haya varias personas que persigan un fin común, se necesitará una autoridad que oriente las actividades hacia ese fin.

Esto vale para toda sociedad. Una sociedad sin autoridad no es una verdadera sociedad. En efecto, los individuos tienen que buscar un fin personal que les sea propio y hacer una contribución al bien común. Perseguir el bien común es el papel especial de la autoridad: agrupar las voluntades, que sin esta coordinación estarían dispersas. Se insiste mucho hoy sobre el servicio que debe rendir la autoridad, dando la impresión que hasta hoy la autoridad más bien hubiera tenido una tendencia a hacerse servir por servir. Quizás es juzgar un poco superficialmente las cosas, pues uno se arriesga a definir mal el término “servicio”. Se olvida que el bien común no es la adición de los bienes individuales: el bien común es el bien del conjunto de los miembros de la sociedad, para lo cual la sociedad es instituida. Ocurrirá entonces necesariamente que un cierto bien individual deberá ser sacrificado en aras de ese bien común, en la  medida en que ese sacrificio sea necesario para el bien del conjunto. Es así que el escándalo deberá generalmente ser reprimido porque va directamente contra el bien común.

Por otra parte, para un ejercicio normal de la autoridad, ella tiene necesidad de ser respetada y no despreciada. Estas muestras de respeto son una condición necesaria del ejercicio de la autoridad que puede parecer un abuso. Desear que exista una igualdad completa en los dominios entre las personas investidas de autoridad y los miembros de la sociedad, es la negación de la autoridad misma y la ruina de la sociedad.

Por cierto, puede haber abusos en las distancias buscadas entre la autoridad y los miembros, pero el exceso opuesto también es nocivo para la sociedad. De igual forma, es un abuso contrario al bien de la sociedad exigir que la autoridad exponga a aquellos a quienes manda todos los motivos de sus órdenes. Todos los miembros no pueden tener las informaciones que tiene la autoridad y no pueden en consecuencia entender los juicios que la determinan a actuar. Aquel que está más elevado tiene una mejor visión de conjunto que aquel que está menos elevado.

Para completar, habría que enumerar las cualidades que debería tener la autoridad: en particular, la prudencia que toma consejo, reflexiona y juzga antes de actuar y evita la precipitación; la perseverancia en la acción, que evita la duda y la debilidad que hace arriesgarse a faltar al fin buscado; la paciencia, la condescendencia, pero no la tolerancia de un escándalo que molesta gravemente al bien común; la igualdad de humor, la magnanimidad, que se eleva por encima de las dificultades y no se entretiene en futilidades.

En cambio, hoy frecuentemente se encuentran personas investidas de autoridad, que se creen en el deber de hacerse perdonar su función por una actitud contraria a todo lo que puede distinguir-los, por poco que sea, de los demás, de tal manera que se hagan incapaces de ejercer su función y se pongan en una situación tal que muchos no tengan más en cuenta sus órdenes y que ellas mismas se hacen incapaces de suprimir los escándalos. Hay otros que tienen mucha dificultad en asimilar la autoridad que les da su función y mientras eran simples precedentemente, temiendo que no se les respete se hacen susceptibles y no llegan a encontrar el justo equilibrio que procuran la sencillez y la dignidad.

Así, se debe concluir que los miembros de una sociedad y los que llevan la carga del bien común no tienen ni interés ni derecho de despreciar la autoridad, puesto que no les pertenece ni a unos ni a otros, sino que es un don de Dios, a tal punto que este desprecio no es otro que el desprecio de Dios mismo.

Ojalá podamos guardar siempre, en la obediencia o en el mando, la humildad, la sencillez, la convicción que interviene, en esa relación de la cual Dios mismo es el autor, un bien que pertenece a Dios y que es la fuente de las gracias más abundantes para nuestra santificación de las almas.

“Subjecti igitur estote omni creaturæ humanæ propter Deum” (Mostrad sumisión a toda creatura por respeto a Dios)
(I Pet. II, 13).

Monseñor Marcel Lefebvre

(“Avisos del mes”, marzo-abril de 1968)

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