“Oí una voz dulce”
Me encontraba ante el cadáver de un hombre a quien yo maté. Durante los meses
que tenía de estar con los libertadores, varias veces disparé mis armas en combate;
pero nunca pensé con detenimiento si habría herido a alguien. Ahora no podría
caberme la da: había matado a un hombre. Yo me habría juzgado incapaz de matar
a alguien; pero ya lo había hecho. Cuando decidí unirme a los cristeros sólo me
figuraba expuesto a las balas de los callistas.
No me imaginé que yo también iba a matar...Tal vez ese pobre fuera aún
menos responsable que yo al estar en aquellas andanzas. Quizás era padre de
alguna modesta familia a quien bajo la amenaza de perder su parcela, le habían
obligado a formar parte de las defensas rurales. De no haber ido quizá le
habrían matado. ¿En qué disposición de ánimo habría muerto? Me puse a rezar por
su alma. Ofrecí mi vida por su salvación. El calor se hacía intolerable y la
sed me atormentaba. Volví a sumirme en un profundo letargo. La conciencia me
abandonó casi por completo. El sol quemaba; pero en mis ojos había oscuridad.
En medio de ella distinguí una mancha blanca. Oí una voz dulce que me
preguntaba algo. Me pareció ver en la penumbra un hermosísimo rostro
extrahumano que se me aproximaba. Creí llegado mi último momento. Me encomendé
a Dios y me dispuse a partir.
VARIOS DÍAS DESPUÉS RECOBRÉ EL SENTIDO. Yacía sobre un catre de lona.
Junto a la cama estaba un cajón y sobre él un vaso, una vela y varios frascos.
La luz del día penetraba de un solo lado a raudales. Reconocí la gruta que nos
servía de hospital. Un rumor de voces que hablaban fuera llegó hasta mí. Quise
incorporarme y no pude. El dolor me hizo quejar. Entró el Centavo v me dijo:
-¿Has despertado ya?
-Sí.
-¿Cómo te sientes?
-Mal ¿He dormido mucho?
-¡Vaya que si has dormido! Tómate esto. -Me puso una pastilla en la
boca y aproximó el vaso para que bebiera.
-¿Y Efrén? ¿Y los muchachos? -pregunté ansioso.
-Están bien. Efrén te trajo. Por ahora no hables. Ya platicaremos. Han
ido por un doctor a Colima y estará al llegar. Se sentó en otro catre próximo y
volví a dormirme.
Desperté nuevamente en la madrugada del día siguiente. Me habían estado
dando sedantes para calmar el dolor. Tenía las piernas desgarradas por las
balas. El Centavo desinfectaba las heridas, me alimentó con leche a cucharadas
mientras estuve inconsciente y me daba agua. Llevaba yo tres días en el
hospital y hacía cuatro que me habían herido. Por la mañana fue a verme Efrén.
Me contó cómo, en cuanto los nuestros se organizaron, habían puesto en fuga a
los agraristas. Después inútilmente me buscaron, por lo que decidieron esperar
la luz del día. Para evitar nueva sorpresa se remontaron hasta un lugar bien
protegido. A la mañana siguiente reanudaron mi búsqueda, sin resultados. Sólo
encontraron mi caballo, el que iba yo a amarrar cuando me hirieron.
-Por la tarde fuiste localizado providencialmente -me dijo Efrén-.
Marta, de las Brigadas Femeninas, traía el correo, medicinas y otras cosas que
pedí a Colima. Acertó a pasar por donde te encontrabas; creyó ver dos
cadáveres, pero al aproximarse te oyó quejar. Trató de ayudarte, pero no era
mucho lo que podía hacer. A poco nos vio de lejos y a sus llamados ocurrimos;
en una camilla improvisada con ramas y sarapes te trajimos hasta aquí. Marta
regresó inmediatamente a Colima y nos enviará un doctor, pues por tus heridas
no es posible llevarte para que te atiendan como es debido. Al día siguiente
llegó el médico, un joven practicante identificado con nosotros. Me llevaron cerca
de la entrada para examinarme a plena luz.
-Las balas desgarraron los músculos y rompieron algunos tendones, pero
afortunadamente no tocaron los huesos -dijo el doctor-. Es necesaria una
pequeña operación para regularizar las heridas; pero ha perdido mucha sangre y
es indispensable una transfusión. El Centavo ofreció su sangre, la encontró
bien el médico y me la inyectó. Cuando la vista se me nublaba por la anestesia
me pareció volver a ver el mismo rostro angelical que me sonreía. La operación
fue satisfactoria y pronto me repuse; pero, por instrucciones del médico,
permanecí muchos días acostado en espera de la sutura de los tendones. El Centavo
me atendió, así como a los otros heridos. Hasta entonces conocí aquella alma
heroica y humilde. Su drama era el de nuestro pueblo, con su miseria irredenta;
su padre emigró a los Estados Unidos del Norte en busca de trabajo mejor
remunerado, y nunca volvieron a saber de él. Su madre sostuvo la familia de
nueve hijos y murió víctima de su propio sacrificio. Los hermanos mayores
desertaron en busca de oportunidades para vivir y el Centavo se hizo cargo de
los pequeños. Los pocos bienes de que disfrutó los tuvo de gente cristiana, y
servir a Dios haciendo el bien, era su único aliciente. Me aburría un mañana
tendido en mi catre cuando recibí una fuerte impresión. El rostro que vi cuando
creí morirme y cuando me anestesiaron estaba ante mí. Me sonrió amablemente y
me dijo:
-¿Cómo se siente? Me agrada saber que está mejor.
-Te voy a presentar -terció el Centavo-: es Marta, hermana de Juan.
Después de Dios, a ella debes la vida.
Ya me habían hablado de Marta y de su acción, pero nunca pensé fuera
suyo el rostro que llevo grabado en la mente. Traía el correo y con él una
carta de mi madre, que me llenó de consuelo. Me dio papel y escribí a los de
casa. Pertenecía Marta al heroico cuerpo de mujeres que jugándose la vida nos
abastecían y conectaban con el mundo. Durante los días que pasó en el campamento,
me prodigó cuidados y me alentó con su plática. Le conté cómo la persecución me
había llevado paso a paso de la resistencia pasiva a la azarosa vida del
cristero. Le interesó mi relato y me sugirió que durante las horas muertas de
la convalecencia escribiera mis andanzas. Deseoso de ocuparme en algo, acepté.
Por precaución convenimos en que Marta se llevaría lo que yo fuera escribiendo,
a donde no corriera el riesgo de caer en manos enemigos.
De Colima llegaron noticias de que preparaban los callistas una campaña
en forma, reconcentrando en varios puntos tropas y pertrechos. Supimos que
mandarían a combatirnos soldados de línea y dejarían a las defensas agrarias
como guarniciones en las plazas y puntos estratégicos. Hacía tiempo que los
federales no atacaban nuestros campamentos y posiciones defensivas, y
aprovechando la calma se construyeron trincheras y fortines. Se taló el campo
por donde habría de llegar el enemigo, para cogerlo en descubierto, y se
tendieron alambrados de púas para detener la caballería. Días después
aparecieron los primeros contingentes callistas frente a nuestras posiciones.
Emplazaron gran cantidad de piezas de artillería, que golpearon sin
interrupción nuestros reductos. Cuando creyeron habernos castigado suficientemente
entró en acción su infantería; pero nuestra posición nos daba gran ventaja. La
vanguardia retrocedió terriblemente diezmada; una nueva columna entró a la
lucha y sí otra y otra más, y no pudieron resistir ni llegar a nuestras
trincheras. El pánico cundió entre ellos. Al oscurecer salieron los nuestros de
sus posiciones y en un violento contraataque, lograron arrebatar al enemigo
gran cantidad de cartuchos, a tal grado que tuvimos más al terminar el combate
que cuando se inició.
El día siguiente no sufrimos ningún nuevo ataque de infantería, pero
los cañones y morteros redoblaron su furia y hacían saltar a pedazos nuestros
fortines. La montaña entera se estremecía. En la cueva del improvisado hospital
vibraba todo y hasta allí llegaba el olor penetrante de la pólvora quemada. Fue
tan duro el castigo, que los libertadores tuvieron que batirse en retirada y
ocupar unos riscos situados un poco más arriba. El incesante trepidar de las
ametralladoras callistas era contestado con disparos aislados, pero certeros.
Los nuestros, cazadores experimentados, apuntaban con calma para no
desperdiciar municiones, pues bien sabían lo escasos que de ellas solíamos
andar. Llegó nuevamente la noche y con ella un pequeño descanso para los
cristeros, que estaban exhaustos. Los enemigos aprovecharon la oscuridad para
ocupar algunas posiciones ventajosas que hicieron más desesperada la
resistencia. Al clarear, el estruendo de la artillería que retumbaba terriblemente
en la cueva, se hizo insoportable. A media mañana ordenó Efrén que desalojáramos
el hospital, ante la imposibilidad de resistir por más tiempo. Me puse en pie.
Sentí un dolor agudo en mis piernas, que se negaban aún a sostenerme. Avancé,
cogiéndome de donde pude.
Junto a mí fueron desfilando los demás heridos; vendados, con las caras
muy pálidas, los labios apretados y las cejas fruncidas. Los que iban en
camillas miraban con ansiedad lo que ocurría a su alrededor. Uno, con el brazo
izquierdo cercenado por una granada, ayudaba con el brazo bueno a transportar
un compañero. Otro tenía envuelta toda la cabeza y una de sus mejillas estaba
tan hinchada que parecía tener un melocotón en la boca. Su nariz, mal cubierta
por el vendaje, parecía un clavel sanguinolento. Eran las once y el sol alumbraba
brillantemente el inmenso panorama de la altura y del valle que se extendía
abajo. Se veía una gran extensión cubierta de tropas, semi velada por el humo
de los cañones y el polvo. Para salir debíamos forzosamente acercamos al lugar
de la batalla. El Centavo me proporcionó un caballo y me ayudó a montar,
izándome en peso con ayuda de otro. Iniciamos el descenso hacia donde se oía
continuamente el tableteo de las ametralladoras y el crepitar de la fusilería.
Cuanto más nos aproximábamos, menos podíamos comprender lo que ocurría. A lo
lejos vimos un soldado corriendo, sin fusil, quejándose a gritos y con el
uniforme cubierto de sangre.
Pasamos cerca de donde estaban los nuestros parapetados y resistiendo
hasta más no poder. La atmósfera estaba densa, la pólvora ennegrecía los
rostros excitados de aquellos hombres. Todas las caras mostraban una expresión
de rabia contenida, de valor indomable. Saltaban de un lado a otro como
impulsado por resortes, respirando agitadamente. Con frecuencia oíamos zumbar
las balas cerca de nosotros. El Centavo acicateó mi caballo y le hizo avivar el
trote" pero tropezaba a cada paso.
-Aún no estás en condiciones de montar -me dijo.
-No es eso -le repliqué-; no sé por qué cojea.
-¡Es que está herido! -exclamó el Centavo-o Tiene una pata atravesada.
Así no podrá llegar lejos. Pásate a mi caballo.
Diciendo y haciendo se apeó y venciendo mi resistencia a privarlo de su
montura, me hizo cambiar de caballo. A ruegos míos consintió montar en la
grupa. Efrén había ordenado dispersión y todos se habían diseminado por el
monte, en franca retirada, apostándose aún en matorrales o peñascos para tirar
a los guachos que les perseguían, aunque ya sin saber por dónde atacar. Tirado
al paso, encontramos a uno de los nuestros herido en la garganta. El Centavo se
apeó de un salto, tomó una rama del suelo y con ella fustigó enérgicamente mi
caballo para que continuara su marcha, mientras gritaba: -j Sigue, adelante,
allá te alcanzo. .. Si Dios quiere! Volví el rostro y le vi arrodillado junto
al agonizante, mostrándole el crucifijo de su rosario. A poco andar encontré un
herido de la cabeza y le invité a subir en ancas. Caminamos todo el día y al
anochecer no podíamos más. Me eché al suelo, con un solo pensamiento: reposar,
no moverme más. Mi compañero aún tuvo alientos de preocuparse por el caballo;
lo amarró, ocultándolo entre unos matorrales. Luego volvió hacia mí y me dijo:
-¿Cómo Estás, muchacho? ¿Te duelen las heridas?
-N... no.
-No digas mentiras. Bien sé de esto.
Quién sabe de dónde sacó una salchicha, que comí sin quitarle el pellejo.
Luego me pasó una botella y di un trago. Se sentó frente a mí y con calma, el
pensamiento ausente, preparó dos cigarrillos de hoja. Me dio uno ya prendido.
Después se tendió también junto a mí diciendo:
-A buen sueño, no hay mal petate. Mañana será otro día y Dios dirá. Ora
hay que descansar pa sonarle mañana.
Al despertar nos encontramos con la desagradable sorpresa de que
nuestro caballo había desaparecido.
-El que algo tiene, algo pierde -fue el único comentario de mi
compañero.
-Se habrá soltado -le dije.
-A mí no se me van así nomás. Esta es obra de cristiano, que el que
entre lobos anda a aullar se enseña.
Ayudado por él emprendimos la marcha. Los pies se me hincharon y no
pude resistir más los zapatos. Felipe me pasó sus huaraches e insistió en que
me los pusiera. No tenía caso ofrecerle mi calzado, pues mi pie era
notoriamente más chico. El terreno pendiente y con mucha piedra suelta me hacía
la marcha muy penosa. Todo parecía conjurarse contra nosotros. Una lluvia
helada nos caló. A lo lejos se oyeron unos tiros aislados y luego nada. Los
arroyos se convirtieron en torrentes y de la montaña bajaron aludes de piedra,
arena y lodo.
-¿Sabe a dónde vamos? -pregunté con temor a mi compañero, pues pensé
que él estuviera tan desorientado como yo.
-¿Pos pa luego? –Contestó- la vereda que seguimos me es desconocida;
pero conozco la región. Con el favor de Dios pronto llegaremos a la ranchería
del Ocotal; por allí debe andar la gente de Salazar.
Se nos acabaron las escasas provisiones que llevábamos. Mi compañero
había mejorado notablemente de su herida y con ánimo hacía frente a la
situación. Cazó unas tortolitas. Otra vez mató una liebre. Con eso y con raíces
del campo nos fuimos sosteniendo. Nuestras jornadas eran cada vez menores a
cusa de mis piernas hinchadas, que ya tenían un color poco tranquilizador; me
dolían cada vez más y la temperatura era elevada. En una ocasión casi topamos
con una patrulla callista. Nos tiramos al suelo y así permanecimos hasta que
todo rumor desapareció.
Cruzamos dos rancherías totalmente desiertas. Sólo quedaban restos
carbonizados de sus humildes casitas. Al frente de alguna de ellas sus pequeños
jardincitos habían vuelto a florecer haciendo más sensible el cuadro de
desolación. Por fin encontramos gente nuestra. Todos se asombraron de verme en
tan lamentable estado. Improvisaron unas angarillas y me llevaron al campamento
de El Pedregal, en el cual se habían refugiado también cristeros de otros
grupos, pues la batida de los callistas había abarcado una extensa zona. Muchos
días permanecí tirado en el suelo, sobre una cama de hojas secas y paja. Allí
recibí una noticia que llenó mi alma de amargura. Mataron al Centavo, y su
cadáver fue llevado a Calima, donde lo exhibieron casi desnudo, tirado frente
al Palacio de Gobierno, sobre el empedrado de la calle, mientras una murga
tocaba sones de la revolución y atronaban el espacio con cohetes y repiques de
campanas.
Así se festejó en la tierra la muerte de un mártir. El pueblo veneró su
cuerpo y todavía muchos días después hincaban las rodillas donde quedó la huella
de su sangre generosa. No supimos cómo fueron sus últimos momentos, ni a dónde
se llevaron sus restos. Su fin fue como su vida: humilde y sublime.
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