martes, 28 de junio de 2016

Memorias de de un mártir Cristero o “Entre las patas de los caballos”

“Oí una voz dulce”

Me encontraba ante el cadáver de un hombre a quien yo maté. Durante los meses que tenía de estar con los libertadores, varias veces disparé mis armas en combate; pero nunca pensé con detenimiento si habría herido a alguien. Ahora no podría caberme la da: había matado a un hombre. Yo me habría juzgado incapaz de matar a alguien; pero ya lo había hecho. Cuando decidí unirme a los cristeros sólo me figuraba expuesto a las balas de los callistas.

No me imaginé que yo también iba a matar...Tal vez ese pobre fuera aún menos responsable que yo al estar en aquellas andanzas. Quizás era padre de alguna modesta familia a quien bajo la amenaza de perder su parcela, le habían obligado a formar parte de las defensas rurales. De no haber ido quizá le habrían matado. ¿En qué disposición de ánimo habría muerto? Me puse a rezar por su alma. Ofrecí mi vida por su salvación. El calor se hacía intolerable y la sed me atormentaba. Volví a sumirme en un profundo letargo. La conciencia me abandonó casi por completo. El sol quemaba; pero en mis ojos había oscuridad. En medio de ella distinguí una mancha blanca. Oí una voz dulce que me preguntaba algo. Me pareció ver en la penumbra un hermosísimo rostro extrahumano que se me aproximaba. Creí llegado mi último momento. Me encomendé a Dios y me dispuse a partir.

VARIOS DÍAS DESPUÉS RECOBRÉ EL SENTIDO. Yacía sobre un catre de lona. Junto a la cama estaba un cajón y sobre él un vaso, una vela y varios frascos. La luz del día penetraba de un solo lado a raudales. Reconocí la gruta que nos servía de hospital. Un rumor de voces que hablaban fuera llegó hasta mí. Quise incorporarme y no pude. El dolor me hizo quejar. Entró el Centavo v me dijo:

-¿Has despertado ya?

-Sí.

-¿Cómo te sientes?

-Mal ¿He dormido mucho?

-¡Vaya que si has dormido! Tómate esto. -Me puso una pastilla en la boca y aproximó el vaso para que bebiera.

-¿Y Efrén? ¿Y los muchachos? -pregunté ansioso.

-Están bien. Efrén te trajo. Por ahora no hables. Ya platicaremos. Han ido por un doctor a Colima y estará al llegar. Se sentó en otro catre próximo y volví a dormirme.

Desperté nuevamente en la madrugada del día siguiente. Me habían estado dando sedantes para calmar el dolor. Tenía las piernas desgarradas por las balas. El Centavo desinfectaba las heridas, me alimentó con leche a cucharadas mientras estuve inconsciente y me daba agua. Llevaba yo tres días en el hospital y hacía cuatro que me habían herido. Por la mañana fue a verme Efrén. Me contó cómo, en cuanto los nuestros se organizaron, habían puesto en fuga a los agraristas. Después inútilmente me buscaron, por lo que decidieron esperar la luz del día. Para evitar nueva sorpresa se remontaron hasta un lugar bien protegido. A la mañana siguiente reanudaron mi búsqueda, sin resultados. Sólo encontraron mi caballo, el que iba yo a amarrar cuando me hirieron.

-Por la tarde fuiste localizado providencialmente -me dijo Efrén-. Marta, de las Brigadas Femeninas, traía el correo, medicinas y otras cosas que pedí a Colima. Acertó a pasar por donde te encontrabas; creyó ver dos cadáveres, pero al aproximarse te oyó quejar. Trató de ayudarte, pero no era mucho lo que podía hacer. A poco nos vio de lejos y a sus llamados ocurrimos; en una camilla improvisada con ramas y sarapes te trajimos hasta aquí. Marta regresó inmediatamente a Colima y nos enviará un doctor, pues por tus heridas no es posible llevarte para que te atiendan como es debido. Al día siguiente llegó el médico, un joven practicante identificado con nosotros. Me llevaron cerca de la entrada para examinarme a plena luz.

-Las balas desgarraron los músculos y rompieron algunos tendones, pero afortunadamente no tocaron los huesos -dijo el doctor-. Es necesaria una pequeña operación para regularizar las heridas; pero ha perdido mucha sangre y es indispensable una transfusión. El Centavo ofreció su sangre, la encontró bien el médico y me la inyectó. Cuando la vista se me nublaba por la anestesia me pareció volver a ver el mismo rostro angelical que me sonreía. La operación fue satisfactoria y pronto me repuse; pero, por instrucciones del médico, permanecí muchos días acostado en espera de la sutura de los tendones. El Centavo me atendió, así como a los otros heridos. Hasta entonces conocí aquella alma heroica y humilde. Su drama era el de nuestro pueblo, con su miseria irredenta; su padre emigró a los Estados Unidos del Norte en busca de trabajo mejor remunerado, y nunca volvieron a saber de él. Su madre sostuvo la familia de nueve hijos y murió víctima de su propio sacrificio. Los hermanos mayores desertaron en busca de oportunidades para vivir y el Centavo se hizo cargo de los pequeños. Los pocos bienes de que disfrutó los tuvo de gente cristiana, y servir a Dios haciendo el bien, era su único aliciente. Me aburría un mañana tendido en mi catre cuando recibí una fuerte impresión. El rostro que vi cuando creí morirme y cuando me anestesiaron estaba ante mí. Me sonrió amablemente y me dijo:

-¿Cómo se siente? Me agrada saber que está mejor.

-Te voy a presentar -terció el Centavo-: es Marta, hermana de Juan. Después de Dios, a ella debes la vida.

Ya me habían hablado de Marta y de su acción, pero nunca pensé fuera suyo el rostro que llevo grabado en la mente. Traía el correo y con él una carta de mi madre, que me llenó de consuelo. Me dio papel y escribí a los de casa. Pertenecía Marta al heroico cuerpo de mujeres que jugándose la vida nos abastecían y conectaban con el mundo. Durante los días que pasó en el campamento, me prodigó cuidados y me alentó con su plática. Le conté cómo la persecución me había llevado paso a paso de la resistencia pasiva a la azarosa vida del cristero. Le interesó mi relato y me sugirió que durante las horas muertas de la convalecencia escribiera mis andanzas. Deseoso de ocuparme en algo, acepté. Por precaución convenimos en que Marta se llevaría lo que yo fuera escribiendo, a donde no corriera el riesgo de caer en manos enemigos.

De Colima llegaron noticias de que preparaban los callistas una campaña en forma, reconcentrando en varios puntos tropas y pertrechos. Supimos que mandarían a combatirnos soldados de línea y dejarían a las defensas agrarias como guarniciones en las plazas y puntos estratégicos. Hacía tiempo que los federales no atacaban nuestros campamentos y posiciones defensivas, y aprovechando la calma se construyeron trincheras y fortines. Se taló el campo por donde habría de llegar el enemigo, para cogerlo en descubierto, y se tendieron alambrados de púas para detener la caballería. Días después aparecieron los primeros contingentes callistas frente a nuestras posiciones. Emplazaron gran cantidad de piezas de artillería, que golpearon sin interrupción nuestros reductos. Cuando creyeron habernos castigado suficientemente entró en acción su infantería; pero nuestra posición nos daba gran ventaja. La vanguardia retrocedió terriblemente diezmada; una nueva columna entró a la lucha y sí otra y otra más, y no pudieron resistir ni llegar a nuestras trincheras. El pánico cundió entre ellos. Al oscurecer salieron los nuestros de sus posiciones y en un violento contraataque, lograron arrebatar al enemigo gran cantidad de cartuchos, a tal grado que tuvimos más al terminar el combate que cuando se inició.

El día siguiente no sufrimos ningún nuevo ataque de infantería, pero los cañones y morteros redoblaron su furia y hacían saltar a pedazos nuestros fortines. La montaña entera se estremecía. En la cueva del improvisado hospital vibraba todo y hasta allí llegaba el olor penetrante de la pólvora quemada. Fue tan duro el castigo, que los libertadores tuvieron que batirse en retirada y ocupar unos riscos situados un poco más arriba. El incesante trepidar de las ametralladoras callistas era contestado con disparos aislados, pero certeros. Los nuestros, cazadores experimentados, apuntaban con calma para no desperdiciar municiones, pues bien sabían lo escasos que de ellas solíamos andar. Llegó nuevamente la noche y con ella un pequeño descanso para los cristeros, que estaban exhaustos. Los enemigos aprovecharon la oscuridad para ocupar algunas posiciones ventajosas que hicieron más desesperada la resistencia. Al clarear, el estruendo de la artillería que retumbaba terriblemente en la cueva, se hizo insoportable. A media mañana ordenó Efrén que desalojáramos el hospital, ante la imposibilidad de resistir por más tiempo. Me puse en pie. Sentí un dolor agudo en mis piernas, que se negaban aún a sostenerme. Avancé, cogiéndome de donde pude.

Junto a mí fueron desfilando los demás heridos; vendados, con las caras muy pálidas, los labios apretados y las cejas fruncidas. Los que iban en camillas miraban con ansiedad lo que ocurría a su alrededor. Uno, con el brazo izquierdo cercenado por una granada, ayudaba con el brazo bueno a transportar un compañero. Otro tenía envuelta toda la cabeza y una de sus mejillas estaba tan hinchada que parecía tener un melocotón en la boca. Su nariz, mal cubierta por el vendaje, parecía un clavel sanguinolento. Eran las once y el sol alumbraba brillantemente el inmenso panorama de la altura y del valle que se extendía abajo. Se veía una gran extensión cubierta de tropas, semi velada por el humo de los cañones y el polvo. Para salir debíamos forzosamente acercamos al lugar de la batalla. El Centavo me proporcionó un caballo y me ayudó a montar, izándome en peso con ayuda de otro. Iniciamos el descenso hacia donde se oía continuamente el tableteo de las ametralladoras y el crepitar de la fusilería. Cuanto más nos aproximábamos, menos podíamos comprender lo que ocurría. A lo lejos vimos un soldado corriendo, sin fusil, quejándose a gritos y con el uniforme cubierto de sangre.

Pasamos cerca de donde estaban los nuestros parapetados y resistiendo hasta más no poder. La atmósfera estaba densa, la pólvora ennegrecía los rostros excitados de aquellos hombres. Todas las caras mostraban una expresión de rabia contenida, de valor indomable. Saltaban de un lado a otro como impulsado por resortes, respirando agitadamente. Con frecuencia oíamos zumbar las balas cerca de nosotros. El Centavo acicateó mi caballo y le hizo avivar el trote" pero tropezaba a cada paso.

-Aún no estás en condiciones de montar -me dijo.

-No es eso -le repliqué-; no sé por qué cojea.

-¡Es que está herido! -exclamó el Centavo-o Tiene una pata atravesada. Así no podrá llegar lejos. Pásate a mi caballo.

Diciendo y haciendo se apeó y venciendo mi resistencia a privarlo de su montura, me hizo cambiar de caballo. A ruegos míos consintió montar en la grupa. Efrén había ordenado dispersión y todos se habían diseminado por el monte, en franca retirada, apostándose aún en matorrales o peñascos para tirar a los guachos que les perseguían, aunque ya sin saber por dónde atacar. Tirado al paso, encontramos a uno de los nuestros herido en la garganta. El Centavo se apeó de un salto, tomó una rama del suelo y con ella fustigó enérgicamente mi caballo para que continuara su marcha, mientras gritaba: -j Sigue, adelante, allá te alcanzo. .. Si Dios quiere! Volví el rostro y le vi arrodillado junto al agonizante, mostrándole el crucifijo de su rosario. A poco andar encontré un herido de la cabeza y le invité a subir en ancas. Caminamos todo el día y al anochecer no podíamos más. Me eché al suelo, con un solo pensamiento: reposar, no moverme más. Mi compañero aún tuvo alientos de preocuparse por el caballo; lo amarró, ocultándolo entre unos matorrales. Luego volvió hacia mí y me dijo:

-¿Cómo Estás, muchacho? ¿Te duelen las heridas?

-N... no.

-No digas mentiras. Bien sé de esto.

Quién sabe de dónde sacó una salchicha, que comí sin quitarle el pellejo. Luego me pasó una botella y di un trago. Se sentó frente a mí y con calma, el pensamiento ausente, preparó dos cigarrillos de hoja. Me dio uno ya prendido. Después se tendió también junto a mí diciendo:

-A buen sueño, no hay mal petate. Mañana será otro día y Dios dirá. Ora hay que descansar pa sonarle mañana.
Al despertar nos encontramos con la desagradable sorpresa de que nuestro caballo había desaparecido.

-El que algo tiene, algo pierde -fue el único comentario de mi compañero.

-Se habrá soltado -le dije.

-A mí no se me van así nomás. Esta es obra de cristiano, que el que entre lobos anda a aullar se enseña.

Ayudado por él emprendimos la marcha. Los pies se me hincharon y no pude resistir más los zapatos. Felipe me pasó sus huaraches e insistió en que me los pusiera. No tenía caso ofrecerle mi calzado, pues mi pie era notoriamente más chico. El terreno pendiente y con mucha piedra suelta me hacía la marcha muy penosa. Todo parecía conjurarse contra nosotros. Una lluvia helada nos caló. A lo lejos se oyeron unos tiros aislados y luego nada. Los arroyos se convirtieron en torrentes y de la montaña bajaron aludes de piedra, arena y lodo.

-¿Sabe a dónde vamos? -pregunté con temor a mi compañero, pues pensé que él estuviera tan desorientado como yo.

-¿Pos pa luego? –Contestó- la vereda que seguimos me es desconocida; pero conozco la región. Con el favor de Dios pronto llegaremos a la ranchería del Ocotal; por allí debe andar la gente de Salazar.

Se nos acabaron las escasas provisiones que llevábamos. Mi compañero había mejorado notablemente de su herida y con ánimo hacía frente a la situación. Cazó unas tortolitas. Otra vez mató una liebre. Con eso y con raíces del campo nos fuimos sosteniendo. Nuestras jornadas eran cada vez menores a cusa de mis piernas hinchadas, que ya tenían un color poco tranquilizador; me dolían cada vez más y la temperatura era elevada. En una ocasión casi topamos con una patrulla callista. Nos tiramos al suelo y así permanecimos hasta que todo rumor desapareció.
Cruzamos dos rancherías totalmente desiertas. Sólo quedaban restos carbonizados de sus humildes casitas. Al frente de alguna de ellas sus pequeños jardincitos habían vuelto a florecer haciendo más sensible el cuadro de desolación. Por fin encontramos gente nuestra. Todos se asombraron de verme en tan lamentable estado. Improvisaron unas angarillas y me llevaron al campamento de El Pedregal, en el cual se habían refugiado también cristeros de otros grupos, pues la batida de los callistas había abarcado una extensa zona. Muchos días permanecí tirado en el suelo, sobre una cama de hojas secas y paja. Allí recibí una noticia que llenó mi alma de amargura. Mataron al Centavo, y su cadáver fue llevado a Calima, donde lo exhibieron casi desnudo, tirado frente al Palacio de Gobierno, sobre el empedrado de la calle, mientras una murga tocaba sones de la revolución y atronaban el espacio con cohetes y repiques de campanas.


Así se festejó en la tierra la muerte de un mártir. El pueblo veneró su cuerpo y todavía muchos días después hincaban las rodillas donde quedó la huella de su sangre generosa. No supimos cómo fueron sus últimos momentos, ni a dónde se llevaron sus restos. Su fin fue como su vida: humilde y sublime.

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