"Él creía en esto, pero sólo se amaba a sí mismo. Creía en Dios, pero en
lo profundo de su alma, inconsciente e involuntariamente, se prefería a sí
mismo."
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Breve
relato sobre el Anticristo
(segunda parte)
Vivía en aquel tiempo, entre
los pocos que aún creían en el espiritualismo, un hombre de dotes
excepcionales—muchos lo llamaban un superhombre— que estaba lejos de ser niño
tanto en la mente como en el corazón. Era todavía joven pero, gracias a su
extraordinaria genialidad, a los treinta y tres años alcanzó fama de pensador
excepcional, de escritor y reformador social. Consciente de su gran poder
espiritual, fue siempre un convencido espiritualista y su clara inteligencia le
señaló siempre la verdad de aquello en lo que se debía creer: el bien, Dios, el
Mesías. Él creía en esto, pero sólo se amaba a sí mismo. Creía en Dios, pero en
lo profundo de su alma, inconsciente e involuntariamente, se prefería a sí
mismo.
Creía en el Bien, pero el
ojo de la Eternidad que lo ve todo, sabía que este hombre se arrodillaría
frente a la potencia del mal apenas ésta lo conquistase; no con el engaño de
los sentimientos o de las pasiones bajas, ni tampoco con la seducción de un
alto poder, sino tan sólo estimulando su desmesurado amor propio. Por lo demás,
este amor propio, no era un instinto inconsciente ni una ambición irracional.
Parecía estar lo suficientemente justificado por la extraordinaria genialidad,
perfección y nobleza de este gran espiritualista, asceta y filántropo, así como
por su elevado desinterés y simpatía hacia aquellos en necesidad. Estaba de tal
modo dotado de dones divinos, que veía en ellos un signo de la benevolencia de
lo alto y se consideraba el segundo después de Dios, el hijo único de Dios. En
una palabra, él mismo creyó ser lo que Cristo fue en realidad. Pero la
consciencia de su alta dignidad no se mostraba en la práctica como una
obligación moral hacia Dios y el mundo, sino más bien como un derecho y un
privilegio sobre los otros y especialmente sobre Cristo. Inicialmente no
experimentaba hostilidad hacia Jesús. Admitía su divinidad mesiánica y su
valor, pero realmente sólo veía en Él a su más grande precursor. El valor moral
de Cristo y su absoluta unicidad no estaban al alcance de una mente tan
oscurecida por la ambición como la suya. Razonaba así: “Cristo vino antes que
yo; yo he venido segundo, pero en el orden del tiempo aquello que viene después
es sustancialmente primero. Yo vine último, al final de la historia, por lo
cual soy perfecto. Soy el salvador final del mundo y Cristo es mi precursor. Su
vocación fue la de anticipar y preparar mi venida”.
Con esta idea, el gran
hombre del siglo XXI aplicará a sí mismo todo lo dicho en el Evangelio sobre la
segunda venida, comprendiendo que ello se refería no al regreso del mismo
Cristo, sino al reemplazo del Cristo precursor con el definitivo, esto es,
consigo mismo. En este estadio “el hombre venidero” se presenta aún con no
muchas características originales. Concebía su relación con Cristo del mismo
modo como fue, por ejemplo, la de Mahoma: un hombre justo a quien nadie podía
reprochar mal alguno. Justificaba la preferencia egoísta por sí mismo y no por
Cristo con el siguiente razonamiento: “Cristo, predicando y practicando en su
vida el bien moral fue el reformador de la humanidad, yo en cambio estoy
destinado a ser el benefactor de esta misma humanidad, en parte reformada y en
parte incorregible. Daré a todos todo cuanto ellos necesiten. Cristo, como
moralista, dividió a la humanidad en buenos y malos, pero yo en cambio uniré a
todos con los bienes necesarios; tanto para los buenos como para los malos.
Seré el verdadero representante de aquel Dios que hace brillar el sol sobre
buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos. Cristo trajo la espada y
yo traeré la paz. Él amenazó a la tierra con el terrible juicio final pero el
último juez seré yo, y mi juicio será no sólo de justicia sino de misericordia.
En mi juicio habrá también justicia, pero no será una justicia retributiva sino
distributiva. Juzgaré a todos y daré a cada uno según sus necesidades”. Con
esta magnífica disposición, esperaba una clara invitación de Dios a iniciar la
obra de la nueva salvación de la humanidad. Aguardaba un signo prodigioso o
algún testimonio de ser el hijo mayor, el primogénito predilecto de Dios. Esperaba,
cultivando su amor propio, sostenido por la consciencia de sus virtudes y dones
sobrehumanos; pues, como se ha mencionado, era un hombre de una moral
irreprensible y de una genialidad nada común. La soberbia de este hombre
aguardaba una señal de lo alto para iniciar la salvación de la humanidad, pero
no vio signos de ésta. Había cumplido ya los treinta años, y pasaron tres años
más. Y he aquí que un pensamiento sobrevino a su mente y un escalofrío le
penetró hasta la médula de los huesos: “¿Y si? … Si yo no, sino aquel… galileo.
¿Si él no fuese mi predecesor, sino el verdadero, el primero y el último? En
ese caso, Él debería estar vivo… ¿Dónde está? … ¿Qué pasaría si de improviso
viene a buscarme… aquí, ahora? … ¿Qué le diré? ¿Me sentiré quizás obligado a
inclinarme frente a Él como el más estúpido de los cristianos o como un
campesino ruso que masculla sin comprender: ‘Señor Jesucristo, ten piedad de mí
pecador?’; o ¿me veré obligado como una anciana polaca a postrarme por tierra
ante la Cruz? ¿Yo, el genio brillante, el superhombre? ¡No, nunca!”. Y así, en
vez de sus antiguos razonamientos y su fría reverencia ante Dios y Cristo, una
especie de terror nació y creció en su corazón, seguido de una sofocante
envidia que consumía todo su ser, y un odio furioso que le cortaba la
respiración. “¡Yo, yo, y no Él! Él no está entre los vivos. Él ya no está y no
estará. ¡No ha resucitado, no ha resucitado, no ha resucitado de entre los
muertos! Se descompone en la tumba, se descompone tanto como el último de los mortales…”.
Con espuma en la boca corre convulsivamente fuera de la casa a través del
jardín, internándose por un sendero rocoso en la oscura y silenciosa noche. La
furia se calmó y se trocó en desesperación, dura y pesada como las rocas,
oscura como aquella noche. Se detuvo frente a un precipicio profundo, desde
cuyo borde podía escuchar a lo lejos el vago rumor del riachuelo corriendo
entre las piedras. Una angustia insoportable pesaba sobre su corazón. Entonces
un pensamiento cruzó por su mente: “¿Debo llamarlo? ¿Preguntarle qué debo
hacer?”. Una imagen benigna y triste aparece ante él, de entre las tinieblas.
“¡Se compadece de mí… no, nunca! No ha resucitado, no ha resucitado, no ha
resucitado”. Y se lanzó hacia el precipicio. Pero algo firme — ¿una columna de
agua?— lo sostuvo en el aire. Sintió algo parecido a una descarga eléctrica, y
una fuerza desconocida lo empujó hacia atrás. Perdió por un momento la
conciencia y cuando volvió en sí, se encontró arrodillado a unos pocos pasos
del borde del abismo. Entrevió el contorno de una figura espléndida de luz
fulgurante cuyos ojos penetraban su alma con intolerable e intenso resplandor.
Vio estos ojos penetrantes y
percibió —no sabiendo realmente si provenía de sí mismo o de fuera— una extraña
voz, insensible y sombría, metálica y absolutamente sin alma, como si viniese
de un fonógrafo. La voz le decía: “Tú eres mi hijo predilecto en quien me
complazco. ¿Por qué no me reconoces? ¿Por qué adoras al otro, al malo y a su
padre? Yo soy tu dios y tu padre. El otro, el mendigo, el crucificado, es un
extraño para mí y para ti. No tengo otro hijo más que tú. Tú eres el único, el
unigénito, mi igual. Te amo y no pido nada de ti. Eres perfecto, poderoso y
grande. Cumple tu obra en tu nombre y no en el mío. No te tengo envidia, te
amo. No quiero nada de ti. Aquél que tú considerabas Dios, demandaba a su Hijo
obediencia sin límites, absoluta obediencia —incluso hasta la muerte en cruz— y
aún ahí no vino en su ayuda. Yo no pido nada de ti, al contrario te ayudaré. Te
ayudaré por ti mismo, por amor a tu dignidad y excelencia, por el puro y
desinteresado amor que te tengo. Recibe mi espíritu. Como antes mi espíritu te
hizo nacer en perfección, así ahora te hago nacer en poder”. Ante las palabras
de este desconocido, los labios del superhombre se entreabrieron
involuntariamente; los dos ojos penetrantes se acercaron a su rostro y sintió
una extraña y helada corriente que penetraba la totalidad de su ser. Se
percibió con una fuerza inaudita, con un coraje, agilidad y entusiasmo nunca
antes vividos. Repentinamente, la luminosa imagen y los dos ojos
desaparecieron, y algo elevó al superhombre regresandolo inmediatamente a su
propio jardín, a la puerta de entrada de su casa.
Al día siguiente los
visitantes del gran hombre, e incluso sus sirvientes, percibieron su particular
complexión, como si fuese inspirada. Habrían estado todavía más maravillados si
hubiesen visto con qué facilidad y rapidez sobrenatural escribía, encerrado en
su estudio, su famosa obra titulada: «El camino abierto a la paz universal y el
bienestar». Los libros precedentes del superhombre y su actividad pública
habían encontrado críticos severos, aunque éstos fuesen, en su mayoría,
personas de profundas convicciones religiosas y por tanto privadas de cualquier
autoridad crítica (nótese que estoy hablando de la venida del Anticristo). Es
por ello que las opiniones de estos críticos eran difícilmente escuchadas
cuando se referían al “hombre venidero”, opiniones que reconocían en él, de
modo inconfundible, la señal de un intenso amor propio y apego a las propias
opiniones, y una ausencia total de una verdadera simplicidad, rectitud y bondad
de corazón. Con su nuevo libro conquistó para sí algunos de sus antiguos
críticos y enemigos. El libro, escrito después del incidente sobre el
precipicio, reveló en él una genialidad sin precedentes. Se trataba de una obra
que lo abarcaba todo y resolvía todas las contradicciones. Combinaba un noble
respeto por las tradiciones y símbolos antiguos, con un amplio y osado
radicalismo en asuntos sociales y cuestiones políticas. Unía en sí una
desmesurada libertad de pensamiento, con una profunda comprensión de toda
realidad mística; un absoluto individualismo, con un celo ardiente por el bien
común; el más elevado idealismo en los principios orientadores, con las
soluciones prácticas más precisas y concretas. Fue unido con tal arte que
cualquier pensador u hombre de acción podía fácilmente ver y aceptar el todo
enteramente desde su punto de vista particular, sin sacrificar nada de la
verdad en sí misma, sin necesidad de trascender el propio yo por ella o
renunciar de hecho a su exclusivismo, sin corregir sus errados puntos de vista
y aspiraciones o intentar suplir las propias insuficiencias. Este maravilloso
libro fue inmediatamente traducido a las lenguas de las naciones más
desarrolladas y también a las de algunas menos avanzadas. Durante todo un año
miles de periódicos en todas partes del mundo se vieron abarrotados de avisos
publicitarios y de elogios por parte de los críticos. Millones de ejemplares
con el retrato del autor fueron vendidos en ediciones económicas y todo el
mundo civilizado —que en aquella época comprendía casi todo el globo terráqueo—
se llenó de la gloria del hombre incomparable, ¡el grande, el único! Nadie
podía alzar objeción alguna contra este libro ya que era aceptado unánimemente
como revelación de la verdad total. Todo el pasado era juzgado con ecuanimidad,
cada aspecto del presente tratado con imparcialidad y el próspero futuro —aquel
del cual tenemos necesidad— era descrito de una manera tan convincente y
tangible que cualquiera podía decir: “Esto es lo que queremos; estamos frente a
un ideal que no es utopía, ante un plan que no es un artificio”. El prodigioso
escritor no sólo impresionó a todos, sino que agradaba a todos, de tal modo que
se cumplieron las palabras de Cristo: “He venido en el nombre del Padre y no me
han recibido: otro vendrá en su propio nombre y vosotros lo aceptaréis” (5). En
efecto, para ser aceptado se necesita ser agradable. Es verdad que algunas personas
piadosas, si bien aprobaron el libro con entusiasmo, se preguntaban una y otra
vez por qué en el libro no era mencionado ni una sola vez el nombre de Cristo.
Pero otros cristianos replicaron: “¡Alabado sea Dios! En siglos pasados lo
sacro ha sufrido tanto a mano de todo tipo de desconocidos fanáticos, que hoy
en día un escritor religioso serio debe ser muy cuidadoso. Si el libro está
imbuido con el verdadero espíritu cristiano de un amor activo y de una
benevolencia que todo lo abarca, ¿qué más quieren?”. Todos asintieron. Poco
tiempo después de la publicación del libro «El camino abierto…», que hizo del
autor el más popular y brillante escritor sobre la faz de la tierra, se sostuvo
en Berlín la asamblea internacional constituyente de la «Unión de los Estados
de Europa». Esta Unión había sido instituida luego de una serie de guerras
internacionales y civiles surgidas después de la liberación del yugo mongol y
había alterado de modo considerable el mapa europeo. La Unión estaba ahora ante
el peligro no ya de una colisión entre naciones, sino más bien entre partidos
políticos y sociales. Los principales dirigentes de la política europea,
pertenecientes a la poderosa hermandad de la francmasonería, sintieron la
necesidad de un poder ejecutivo común. Se lograría así una unidad europea que
les permitiría estar en todo momento preparados para hacer frente a nuevas
disoluciones. En la unión de consejos o Comité Universal (Comité permanent
universel) no se alcanzó la unanimidad debido a que los masones no obtuvieron
la totalidad de la representación. Lograda con tanta dificultad la Unión
europea, prontamente los miembros independientes del Comité establecieron
acuerdos separados, generando con ello el peligro de una nueva guerra. Los
"iniciados" decidieron entonces instituir un único poder ejecutivo
dotado de adecuados derechos plenipotenciarios.
CONTINUARA...
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