jueves, 5 de mayo de 2016

Sermones del Cura de Ars

LA COMUNIÓn
(Tercera parte)



Sin embargo, si por la Sagrada Comunión tenemos la dicha de recibir todos esos dones, debemos poner de nuestra parte todo lo posible para hacernos dignos de ellos; lo cual vamos a ver ahora de una manera muy clara. Si pregunto a un niño cuales son las disposiciones necesarias para comulgar bien, esto es, para recibir dignamente el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de Jesucristo, a fin de que con el sacramento recibamos también las gracias que se conceden a los que se hallan en buenas disposiciones, me contestará: «Hay dos clases de disposiciones, unas que se refieren al alma y otras que se refieren al Cuerpo». Cómo Jesús viene al mismo tiempo a nuestro Cuerpo y a nuestra alma, hemos de procurar que uno y otra aparezcan dignos de un tal favor.

1.- Digo que la primera disposición es la que se refiere al cuerpo, o sea, estar en ayunas, no haber comido ni bebido nada, a partir de la medianoche. Si estáis en duda de si era o no medianoche cuando comisteis, tendréis que aplazar la Comunión para otro día (La opinión corriente entre los autores es, que únicamente la infracción cierta del ayuno natural obliga bajo pecado a abstenerse de la Sagrada Comunión (Nota del Trad.). A partir de la nueva disciplina, el agua natural no rompe el ayuno eucarístico.). Algunos se acercan a comulgar con esta duda; una tal conducta os expone a cometer un gran pecado, o a lo menos, a no sacar fruto alguno de vuestra Comunión, lo cual es siempre lamentable, sobre todo si fuese el último día del tiempo pascual, de un jubileo o de una gran festividad; así pues debéis absteneros de ello, cualquiera que sea el pretexto. Hay mujeres que, antes de comulgar, no tienen reparo en probar la comida que han de dar a sus pequeñuelos, tomándola en la boca y soltándola en seguida, creyendo que así no quebrantan el ayuno. Desconfiad de este proceder, ya que es muy difícil practicar esto sin que deje de descender algo cuello abajo.

2.- Digo también que debemos presentarnos con vestidos decentes; no pretendo que sean trajes ni adornos ricos, más tampoco deben ser descuidados y estropeados: a menos que no tengáis otro vestido, habéis de presentaros limpios y aseados. Algunos no tienen con qué cambiarse; otros no se cambian por negligencia. Los primeros en nada faltan, ya que no es suya la culpa, pero los otros obran mal, ya que ello es una falta de respeto a Jesús, que con tanto placer entra en su corazón. Habéis de venir bien peinados; con el rostro y las manos limpias; nunca debéis comparecer a la Sagrada Mesa sin calzar buenas o malas medias. Mas esto no quiere decir que apruebe la conducta de esas jóvenes que no hacen diferencia entre acudir a la Sagrada Mesa o, concurrir a un baile; no sé cómo se atreven a presentarse con tan vanos y frívolos atavíos ante un Dios humillado y despreciado. ¡Dios mío, Dios mío, que contraste!... La tercera disposición es la pureza del cuerpo. Llamase a este sacramento «Pan de los Ángeles», lo cual nos indica que, para recibirlo dignamente, hemos de acercarnos todo lo posible a la pureza de los Ángeles. San Juan Crisóstomo nos dice que aquellos que tienen la desgracia de dejar que su corazón sea presa de la impureza, deben abstenerse de comer el Pan de los Ángeles pues, de lo contrario, Dios los castigaría. En los primeros tiempos de la Iglesia, al que pecaba contra la santa virtud de la pureza se le condenaba a permanecer tres años sin comulgar; y si recaía, se le privaba de la Eucaristía durante siete años. Ello se comprende fácilmente, ya que este pecado mancha el alma y el cuerpo. El mismo San Juan Crisóstomo nos dice que la boca que recibe a Jesucristo y el cuerpo que lo guarda dentro de sí, deben ser más puros que los rayos del sol. Es necesario que todo nuestro porte exterior de, a los que nos ven, la sensación de que nos preparamos para algo grande. Habréis de convenir conmigo en que, si para comulgar son tan necesarias las disposiciones del cuerpo, mucho más lo habrán de ser las del alma, a fin de hacernos merecedores de las gracias que Jesucristo nos trae al venir a nosotros en la Sagrada Comunión. Si en la Sagrada Mesa queremos recibir a Jesús en buenas disposiciones, es preciso que nuestra conciencia no nos remuerda en lo más mínimo, en lo que a pecados graves se refiere; hemos de estar seguros de que empleamos en examinar nuestros pecados el tiempo necesario para poderlos declarar con precisión; tampoco debe remordernos la conciencia respecto a la acusación que de aquellos hemos hecho en el tribunal de la Penitencia, y al mismo tiempo hemos de mantener un firme propósito de poner, con la gracia de Dios, todos los medios para no recaer; es preciso estar dispuesto a cumplir, en cuanto nos sea posible hacerlo, la penitencia que nos ha sido impuesta. Para penetrarnos mejor de la grandeza de la acción que vamos a realizar, hemos de mirar la Sagrada Mesa cómo el tribunal de Jesucristo, ante el cual vamos a ser juzgados.

Leemos en el Evangelio que, cuando Jesucristo instituyo el adorable sacramento de la Eucaristía, escogió para ello un recinto decente y suntuoso (Luc., XXII, 12.), para darnos a entender la diligencia con que debemos adornar nuestra alma con toda clase de virtudes, a fin de recibir dignamente a Jesucristo en la Sagrada Comunión. Y, aún más, antes de darles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, levanto se Jesús de la mesa y lavó los pies a sus apóstoles (Ioan., XIII, 4), para indicarnos hasta qué punto debemos estar exentos de pecado, aún de la más leve culpa, sin afección ni tan sólo al pecado venial. Debemos renunciar plenamente a nosotros mismos, en todo lo que no sea contrario a nuestra conciencia; no resistirnos a hablar, ni a ver, ni a amar en lo íntimo de nuestro corazón a los que en algo hayan podido ofendernos... Mejor dicho, cuando vamos a recibir el Cuerpo de Jesucristo en la Sagrada Comunión es preciso que nos hallemos en disposición de morir y comparecer confiadamente ante el tribunal de Jesús. Nos dice San Agustín: «Si queréis comulgar de manera que vuestro acto sea agradable a Jesús, es necesario que os halléis desligados de cuando le pueda disgustar en lo más mínimo»,... San Pablo nos encomienda a todos que purifiquemos más y más nuestras almas antes de recibir el Pan de los Ángeles, que es el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de Jesucristo» (Cor., XI. 28.); ya que, si nuestra alma no estar del todo pura, nos atraeremos toda suerte de desgracias en este mundo y en el otro. Dice San Bernardo: «Para comulgar dignamente, hemos de hacer cómo la serpiente cuando quiere beber. Para que el agua le aproveche, arroja primero su veneno. Nosotros hemos de hacer lo mismo cuando queramos recibir a Jesucristo, arrojemos nuestra ponzoña, que es el pecado, el cual envenena nuestra alma y a Jesucristo; pero, nos dice aquel gran Santo, es preciso que lo arrojemos de veras. Hijos míos, exclama, no emponzoñéis a Jesucristo en vuestro corazón».

Si, los que se acercan a la Sagrada Mesa sin haber purificado del todo su corazón, se exponen a recibir el castigo de aquel servidor que se atrevió a sentarse a la mesa sin llevar el vestido de bodas. El dueño ordenó a sus criados que le prendiesen, le atasen de pies y manos y le arrojasen a las tinieblas exteriores (Mal., XXII, 13). Asimismo, en la hora de la muerte dirá Jesucristo a los desgraciados que le recibieron en su corazón sin haberse convertido: «¿Por qué osasteis recibirme en vuestro corazón, teniéndolo manchado con tantos pecados?». Nunca debemos olvidar que para comulgar es preciso estar convertido y en una firme resolución de perseverar. Ya hemos visto que Jesucristo, cuando quiso dar a los apóstoles su Cuerpo adorable y su Sangre preciosa, para indicarles la pureza con que debían recibirle, llegó hasta lavarles los pies. Con lo cual quiere mostrarnos que jamás estaremos bastante purificados de pecados veniales. Cierto que el pecado venial no es causa de que comulguemos indignamente; pero si lo es de que saquemos poco fruto de la Sagrada Comunión. La prueba de ello es evidente: mirad cuántas comuniones hemos hecho en nuestra vida; pues bien, ¿hemos mejorado en algo? -La verdadera causa está en que casi siempre conservarnos nuestras malas inclinaciones, de las cuales rara vez nos enmendamos. Sentimos horror a esos grandes pecados que causan la muerte del alma; pero damos poca importancia a esas leves impaciencias, a esas quejas que exhalamos cuando nos sobreviene alguna pena, a esas mentirillas de que salpicamos nuestra conversación: todo esto lo cometemos sin gran escrúpulo. Habréis de convenir conmigo en que, a pesar de tantas confesiones y comuniones, continuáis siendo los mismos y que vuestras confesiones, desde hace muchos años, no son más que una repetición de los mismos pecados, los cuales, aunque veniales, no dejan por esto de haceros perder una gran parte del mérito de la Comunión. Se os oye decir, y con razón, que no sois mejores ahora de lo que erais antes; más, ¿Quién os estorba la enmienda?... Si sois siempre los mismos, es ciertamente porque no queréis intentar ni un pequeño esfuerzo en corregiros; no queréis aceptar sufrimiento alguno, ni veis con gusto que nadie os contradiga; quisierais que todo el mundo os amase y tuviese en buena opinión, sin reparar que esto es muy difícil. Procuremos trabajar, para destruir todo cuanto pueda desagradar a Dios en lo más mínimo, y veremos cuan velozmente nuestras comuniones nos harán marchar por el camino del cielo; y cuanto más frecuentes y numerosas sean, más desligados nos veremos del pecado y más cercanos a nuestro Dios.

Dice Santo Tomas que la pureza de Jesucristo es tan grande, que el menor pecado venial le impide unirse a nosotros con la intimidad que Él desearía. Para recibir plenamente a Jesús, es, pues, preciso poner en la mente y en el corazón una gran pureza de intención. Algunos, al comulgar, tienen los ojos fijos en el mundo, y piensan o bien que se los apreciara, o bien que se los despreciara: actos realizados de esta suerte poca cosa valen. Otros comulgan por costumbre o rutina en determinados dial o festividades. Estas son unas comuniones muy pobres, puesto que les falta pureza de intención. Los motivos que han de llevarnos a la Sagrada Mesa, son:

1.- Porque Jesucristo nos lo ordena, bajo pena de no alcanzar la vida eterna;

2.- La gran necesidad que de la Comunión tenemos para fortalecernos contra el demonio;

3-. Para desligarnos de esta vida y unirnos más y más a Dios. Decimos que para tener la gran dicha de recibir a Jesucristo, dicha tan grande que con ella llegamos a causar envidia a los Ángeles... (Ellos pueden amarle y adorarle cómo nosotros, pero no pueden recibirle cual le recibimos nosotros, privilegio que en alguna manera nos coloca en un nivel superior a los Ángeles)... Considerando esto, huelga ponderar la pureza y el amor con que debemos presentarnos a recibir a Jesús. Hemos de comulgar con la intención de recibir las gracias de que estamos necesitados. Si nos falta la paciencia, la humildad, la pureza, en la Sagrada Comunión hallaremos todas estas virtudes y las demás que a un cristiano le son necesarias.


4.- Hemos de acercarnos a la Sagrada Mesa para unirnos a Jesús, a fin de transformarnos en Él, lo cual acontece a todos los que le reciben santamente. Si comulgamos frecuente y dignamente, nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestros pasos y nuestras acciones, se encaminan al mismo objeto que los de Jesucristo cuando moraba aquí en la tierra. Amamos a Dios, nos conmovemos ante las miserias espirituales y hasta temporales del prójimo, evitamos el poner afición a las cosas de la tierra; nuestro corazón y nuestra mente no piensan ni suspiran más que por el cielo. Para hacer una buena Comunión, es preciso tener una viva fe en lo que concierne a este gran misterio; siendo este Sacramento un «misterio de fe», hemos de creer con firmeza que Jesucristo está realmente presente en la Sagrada Eucaristía, y que está allí vivo y glorioso cómo en el cielo. Antiguamente, el Sacerdote, antes de dar la Sagrada Comunión, sosteniendo en sus dedos la Santa Hostia, decía en alta voz: « ¿Creéis que el Cuerpo adorable y la Sangre preciosa de Jesucristo están verdaderamente en este Sacramento? ». Y entonces respondían a coro los fieles: «Si, lo creemos» (S. Ambrosio, De Sacramentis, lib. IV, cap. 5.). ¡Qué dicha la de un cristiano, sentarse a la mesa de las vírgenes y comer el Pan de los fuertes!...Nada hay que nos haga tan temibles al demonio cómo la Sagrada Comunión, y aún más, ella nos conserva no sólo la pureza del alma sino también la del cuerpo. Ved lo que aconteció a Santa. Teresa: se había hecho tan agradable a Dios recibiendo tan digna y frecuentemente a Jesús en la Comunión, que un día se le apareció Jesucristo, y le dijo que le complacía tanto su conducta que, si no existiese el cielo, crearía uno exclusivamente para ella. Vemos en su vida que un día, fiesta de Pascua, después de la Sagrada Comunión, quedó tan enajenada en sus arrobamientos de amor a Dios que, al volver en sí, encontrase la boca llena de sangre de Jesús, que parecía salir de sus venas; lo cual le comunicó tanta dulzura y delicia que creyó morir de amor. «Vi, dice ella, a mi Salvador, y me dijo: Hija mía, quiero que esta Sangre adorable que te causa un amor tan ardiente, se emplee en tu salvación; no temas que jamás haya de faltarte mi misericordia. Cuando derramé mi sangre preciosa, sólo experimenté dolores y amarguras; más tú, al recibirla, experimentarás tan sólo dulzura y amor ». En muchas ocasiones, cuando la Santa comulgaba bajaba del cielo una multitud de Ángeles, que hallaba sus delicias en unirse a ella para alabar al Salvador que Teresa guardaba encerrado en su corazón. Muchas veces vio se a la Santa sostenida por los Ángeles, en una alta tribuna, junto a la Sagrada Mesa. ¡Oh!, si una sola vez hubiésemos experimentado la grandeza de esta felicidad, no tendríamos que vernos tan instados para venir a hacernos partícipes de la misma.

Santa Gertrudis pregunto un día a Jesús que era preciso hacer para recibirle de la manera más digna posible. Jesucristo le contestó que era necesario un amor igual al de todos los santos juntos, y que el sólo deseo de tenerlo sería ya recompensado. ¿Queréis saber cómo debéis portaros cuando vais a recibir al Señor: Durante el tiempo de preparación, conversad con Jesús, el cual reina ya en vuestro corazón; pensad que va a bajar sobre el altar, y que de allí vendrá a vuestro corazón para visitar a vuestra alma y enriquecerla con toda clase de dones y prosperidades. Debéis acudir a la Santísima Virgen, a los Ángeles y a los santos, a fin de que todos rueguen a Dios, y os alcancen la gracia de recibirle lo más dignamente posible. Aquel día habéis de acudir con gran puntualidad a la Santa Misa y oírla con más devoción que nunca. Nuestra mente y nuestro corazón debieran mantenerse siempre al pie del tabernáculo, anhelar constantemente la llegada de tan feliz momento, y no ocupar los pensamientos en nada terreno, sino solamente en los del cielo, quedando tan abismados en la contemplación de Dios que parezcan muertos para el mundo. No habéis de dejar de poseer vuestro devocionario o vuestro rosario, y rezar con el mayor fervor posible las oraciones adecuadas, a fin de reanimar en vuestro corazón la fe, la esperanza y un vivo amor-a Jesús, Quién dentro de breves momentos va a convertir vuestro corazón en su tabernáculo o, si queréis, en un pequeño cielo. ¡Cuánta felicidad, cuánto honor, Dios mío, para unos miserables cual nosotros! También hemos de testimoniarle un gran respeto. ¡Un ser tan indigno y pequeño!... Pero al mismo tiempo abrigamos la confianza de que se apiadará, a pesar de todo, de nosotros.


Después de haber rezado las oraciones indicadas, ofreced la comunión por vosotros y por los demás, según vuestras particulares intenciones; para acercaros a la Sagrada Mesa, os levantaréis con gran modestia, indicando así que vais a hacer algo grande; os arrodillaréis y, en presencia de Jesús Sacramentado, pondréis todo vuestro esfuerzo en avivar la fe, a fin de que por ella sintáis la grandeza y excelsitud de vuestra dicha. Vuestra mente y vuestro corazón deben estar sumidos en el Señor. Cuidad de no volver la cabeza a uno y otro lado, y, con los ojos medio cerrados y las manos juntas, rezaréis el “Yo pecador”. Si aún debieseis aguardaros algunos instantes, excitad en vuestro corazón un ferviente amor a Jesucristo, suplicándole con humildad que se digne venir a vuestro corazón miserable. Después que hayáis tenido la inmensa dicha de comulgar, os levantaréis con modestia, volveréis a vuestro sitio, y os pondréis de rodillas, cuidando de no tomar enseguida el libro o rosario; ante todo, deberéis conversar unos momentos con Jesucristo, al que tenéis la dicha de albergar en vuestro corazón, donde, durante un cuarto de hora, está en cuerpo y alma como en su vida mortal. ¡Oh felicidad infinita! ¡Quién podrá jamás comprenderla!... ¡Ay! ¡Cuán pocos penetran su alcance!... Después de haber pedido a Dios todas las gracias que para vosotros y para los demás deseáis, podéis tomar vuestro devocionario. Habiendo ya rezado las oraciones para después de la comunión, llamaréis en vuestra ayuda a la Santísima Virgen, a los ángeles y a los santos, para dar juntos gracias a Dios por el favor que acaba de dispensaros. Habéis de andar con mucho cuidado en no escupir, a lo menos hasta después de haber transcurrido cosa de media hora desde la Comunión. No saldréis de la Iglesia al momento de terminar la Santa Misa, sino que os aguardaréis algunos instantes para pedir al Señor fortaleza en cumplir vuestros propósitos. Al salir del templo, no os detengáis conversando con los amigos; sino que, pensando en la dicha que os cabe albergar a Jesús en vuestro pecho, os encaminaréis a vuestra casa. Si os queda durante el día algún rato libre, lo emplearéis en la lectura de algún libro devoto, o bien practicando la visita al Santísimo Sacramento, para agradecerle la gracia que os ha dispensado por la mañana, procurando, al mismo tiempo, ocuparos lo menos posible de los negocios del mundo. Debéis, finalmente, ejercer gran vigilancia sobre vuestros pensamientos, palabras y acciones, a fin de conservar la gracia de Dios todos los días de vuestra vida. ¿Qué deberemos sacar de aquí?...No otra cosa sino una firme convicción de que toda nuestra dicha consiste en llevar una vida digna de recibir con frecuencia a Jesús en nuestro pecho, ya que así podemos confiadamente esperar el cielo, que a todos deseo...

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