MONSEÑOR
DE SÉGUR
EL INFIERNO
SI LO HAY, QUÉ
ES.
MODO DE EVITARLO.
Prologo
Era el año 1837. Dos jóvenes
subtenientes recién salidos del Colegio de Saint-Cyr visitaban los monumentos y
curiosidades de París. Habiendo entrado en la iglesia de Asunción, cerca de las
Tullerías, miraban los cuadros, las pinturas y otros detalles artísticos de
aquella hermosa rotonda, sin que pensasen en orar. Cerca de un confesionario
vio uno de ellos a un joven sacerdote con sobrepelliz, que oraba ante el
Santísimo Sacramento.
—Mira a ese cura —dice a su
camarada— diríase que está esperando a alguien.
—Tal vez a ti —responde el
otro riendo.
—|A mí! ¿Y para qué?
— ¿Quién sabe? Tal vez para confesarte.
— ¿Para confesarme? Pues
bien, ¿qué quieres apostar y voy a hacerlo?
-— ¡Tú! ¿Ir a confesarte?
¡Bah!
Y echó se a reír
encogiéndose de hombros
— ¿Quieres apostar? —Replica
el joven oficial con ademán entre zumbón y decidido—, Apostemos una buena
comida con una botella de champagne.
—Va la comida y la botella.
Te desafío a que no vas a meterte en la caja.
Apenas había concluido,
cuando el otro, yendo a encontrar al joven sacerdote, habló le una palabra al oído;
y éste levantándose entra en el confesionario, mientras que el improvisado penitente
echa sobre su camarada una mirada de triunfo y se arrodilla como para confesarse.
— ¿Habrá descaro? —murmura
el otro, y siéntase para ver lo que iba a pasar. Aguarda cinco, diez minutos,
un cuarto de hora. ¿Qué es lo que hace? se preguntaba con curiosidad algún
tanto impaciente. ¿Qué es lo que puede decir tanto tiempo? Por fin ábrele el confesionario,
sale el sacerdote con animado y grave continente, y después de saludar al joven
militar, entra en la sacristía. Habíase levantado también el oficial, colorado
como un gallo, estirándose el bigote con aire aturdido, y haciendo a su amigo seña
de que lo siguiese para salir de la iglesia.
—Vamos —le dice aquél— ¿qué
es lo que te ha pasado? ¿Sabes que has permanecido cerca de veinte minutos con
el cura? A fe mía he creído por un momento que te confesabas de veras. Has ganado
la apuesta. ¿Quieres que sea esta tarde?
—No —respondió con mal humor
el otro—, hoy no, veremos otro día; tengo que hacer, he de dejarte. Y estrechando la mano de su
compañero, se alejó bruscamente con ademán meditabundo. ¿Qué había pasado entre
el subteniente y el confesor? Helo aquí: Apenas el confesor había abierto la
ventanilla del confesonario, cuando por el ademán del joven comprendió que se
trataba de una broma. Éste había llevado su imprudencia hasta decir al acabar
no sé qué frase: ¡La Religión! ¡La Confesión! ¡Me burlo de ellas!
El sacerdote era un hombre
de corazón.
—Mirad, querido caballero
—le dice interrumpiéndolo con dulzura— veo que lo que hacéis no anda muy
conforme. Dejemos a un lado la confesión, y si os place, platiquemos un poco.
Yo aprecio mucho a los militares, y por otra parte me parecéis un joven bueno y
amable. ¿Cuál es vuestro grado? El oficial empezaba a conocer que había hecho
una tontería. Contento con hallar un medio de salir del paso, contesta con
finura:
—No soy más que subteniente;
acabo de salir de Saint-Cyr.
— ¿Subteniente? ¿Y
continuaréis mucho tiempo de subteniente?
—No lo sé; dos, tres, cuatro
años tal vez.
— ¿Y después?
— ¿Después? Pasaré a
teniente.
— ¿Y después?
— ¿Después? Seré capitán.
— ¿Capitán? ¿A qué edad se
puede ser capitán?
—Si me favorece la suerte
—dice sonriendo el joven—, puedo ser capitán a los veintiocho o veintinueve
años.
— ¿Y después?
— ¡Oh! Después la carrera es
difícil: se continúa siendo capitán por largo tiempo. Más tarde se asciende a
comandante; después a teniente coronel; después a coronel.
— ¡Y bien! He os aquí
coronel a los cuarenta o cuarenta y dos años. ¿Y después de esto?
— ¿Después? Pasaré a
brigadier, y después a general.
— ¿Y después?
— ¿Después? ya no hay más
que el bastón de mariscal; pero no son tan altas mis pretensiones.
—Está bien, ¿pero no os
casaréis?
—Sin duda, cuando sea oficial
superior.
—Enhorabuena. He os aquí
casado, oficial superior, general, quizás Mariscal de Francia. ¿Quién sabe? ¿Y
después, caballero? —añadió con autoridad el sacerdote.
— ¿Después? ¿Después? —Replicó
el oficial algo turbado—, a fe mía no sé lo que sucederá después.
—Ved cuán singular es esto
—dice entonces el sacerdote en tono cada vez más grave—. Sabéis lo que sucederá
hasta entonces, y no sabéis lo que ocurrirá después. Pues bien, yo lo sé y voy
a decíroslo: después, caballero, después moriréis: después de vuestra muerte compareceréis
delante de Dios y seréis juzgado, y si continuáis haciendo lo que habéis hecho,
seréis condenado, iréis al fuego eterno del infierno. ¡He aquí lo que pasará
después! Y como el joven atolondrado, disgustado por este final, pareciese que
quería levantarse:
—Un instante, caballero
—añadió el cura—: tengo que deciros aún una palabra. Sois hombre de honor, ¿no
es verdad? Yo también lo soy, acabáis de faltarme gravemente; me debéis una
reparación. Os la pido y exijo en nombre del honor: por otra parte es muy
sencilla. Vais a darme vuestra palabra de que durante ocho días, cada noche
antes de acostaros, os arrodillaréis y diréis en alta voz: "Un día moriré,
pero me río. Después de mi muerte seré juzgado, pero me río. Después de juzgado
seré condenado, pero me río. Iré al fuego eterno del infierno, pero me río”.
Nada más. Pero vais a darme vuestra palabra de honor de no faltar a eso, ¿no es
asi? Cada vez más fatigado, queriendo a toda costa salir de aquel mal paso, el
subteniente lo había prometido todo, y el buen sacerdote lo despidió con
dulzura, añadiendo:
—No necesito deciros, mi
querido amigo, que os perdono de todo corazón. Si alguna vez puedo prestaros algún
servicio, me encontraréis siempre aquí, en este mismo lugar; pero no olvidéis
la palabra empeñada. Un instante después los dos
jóvenes se marcharon, conforme hemos dicho. El joven oficial comió solo, y
estaba manifiestamente inquieto. Por la noche, al momento de acostarse, vaciló
un poco, mas había empeñado su palabra, y se decidió. "Moriré, seré juzgado,
iré quizás al infierno... ” No tuvo valor para añadir: me río.
Pasaron se así algunos días.
Su penitencia le venía sin cesar a la memoria, y parecía que resonaba en sus
oídos. Era, en el fondo, como la mayor parte de los jóvenes, más atolondrado que
malo. No había transcurrido la semana, cuando volvía, pero solo, a la iglesia
de la Asunción, se confesaba de veras y salía del confesionario con el rostro
bañado en lágrimas y la alegría en el corazón. Se me ha asegurado después que
ha sido un digno y fervoroso cristiano. El pensamiento serio del infierno había
obrado, con la gracia de Dios, la transformación. Pues bien, lo que ha hecho en
el espíritu de ese joven oficial, ¿por qué no había de hacerlo en el tuyo,
amigo lector? Es menester, pues, reflexionarlo bien de una vez. Es menester reflexionarlo;
es ésta una cuestión personal si las hay, y profundamente temible; debes confesarlo:
se presenta delante de cada uno de nosotros, y de buen o mal grado exige una
solución positiva. Vamos, pues, si te parece bien, a examinar juntos, breve,
pero seriamente, dos cosas:
1. Si hay verdaderamente un
infierno; y
2. qué es el infierno. Apelo
aquí únicamente a tu buena fe y a tu lealtad.
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