Justo Juez |
DEL PODER JUDICIAL
DE CRISTO.
Segundo, es la gracia
de unión, que importa distinción de naturaleza, pero unidad de persona. Según
esto Cristo en cuanto hombre, es Hijo de Dios, y por consiguiente está sentado
a la diestra del Padre; pero notando que ese “en cuanto que” no designa la
condición de la naturaleza, sino la unidad del supueststo, es decir de su unión
al Verbo. Tercero, ese dicho acceso puede entenderse de la gracia habitual que
en Cristo fue más abundante que en otra criatura, tanto cuanto que la misma
naturaleza humana en Cristo aventaja en bienaventuranza a todas las demás
criaturas y sobre ellas posee el poder regio y judicial.
Así pues, si el “en
cuanto” designa la naturaleza, Cristo en cuanto Dios, está sentado a la diestra
del Padre, pero en cuanto hombre, también está sentado a la diestra del Padre,
es decir, goza de los mejores bienes del Padre por encima de las demás
criaturas, esto es, “goza de mayor bienaventuranza y posee el poder judicial”
pero si el “en cuanto” designa la unidad del supuesto, también Cristo en cuanto
hombre está sentado a la diestra del Padre, porque tiene igualdad de honor
puesto que con el mismo honor veneramos al Hijo de Dios con la naturaleza que
Él tomo, según atrás quedo demostrado”. (3q. 58 a.3) Con estas últimas palabras
damos por terminado este tercer artículo. Sé que es difícil entender, para
nosotros las cosas abstractas y con mayor razón los conceptos espirituales que
están más allá de lo abstracto. Si en algo ayuda a entender lo dicho por Santo
Tomas es bueno escucharlo de nuevo en donde explica lo siguiente: “La humanidad
de Cristo (no su naturaleza divina) atendiendo las condiciones de su naturaleza
(humana) no POSEE LA GLORIA O EL HONOR DE LA DIVINIDAD que posee, sin embargo,
en razón de la persona (divina) a la quien está unido es participe de la gloria
de la divinidad y dignidad pues con una sola adoración es adorada la UNICA
HIPOSTASIS por toda criatura. Que el Espíritu Santo ilumine vuestros
entendimientos y encienda, en vuestros corazones, la caridad emanada de la
Trinidad y les haga participes del conocimiento divino y del gozo divino para
que lo adoréis tanto cuanto puedan en unión de la UNICA VERDAD ETERNA.
DEL PODER JUDICIAL DE CRISTO. (3q. 59)
El poder judicial de Jesucristo es el último punto que trata Santo
Tomás y es también el último complemento de las anteriores cuestiones sobre la
glorificación del Salvador. Una de las cosas que más distinguen al Dios de
Israel de los dioses de las, naciones es su justicia. Desde el principio se nos
revela como Dios que aborrece la iniquidad y el pecado, que vela por la
observancia de la ley natural, impresa en el corazón del hombre, y de la ley
dada por El mismo como complemento de la primera. La sangre de Abel clama a
Dios pidiendo venganza (Gen. 4,ro), y de las mismas bestias dice Dios que la
tomará si derramasen sangre humana, porque a imagen de Dios ha sido creado el
hombre (Gen. 9,5). El diluvio es un acto de justicia contra la universal
corrupción del linaje humano (Gen. 6,6s), y la destrucción de las ciudades de
So doma lo es contra el vicio, que Dios aborrece (Gen. r8,20ss). El profeta
Amós nos pinta la cólera vengadora de Dios contra los pueblos vecinos de Israel
por sus infracciones de la justicia y de la misericordia (r,2-2,3). La justicia
del Señor sobre Israel se revela, sobre todo, en su defensa de la alianza que
con él tiene contraída desde el Sinaí (Am. 2,6<3-r5). El cautiverio de
Sornaría, primero, y luego el de Judá no son otra cosa que las sanciones de la
justicia de Yavé por - las infidelidades de su pueblo a la alianza sinaítica.
No se muestra menos severo contra las naciones gentiles, que no por servir a
los planes de Dios, sino por satisfacer sus ansias de conquistas y de botín, se
mostraron crueles con su pueblo y se envalentonaron ponderando el poder de sus
dioses sobre el Dios de Israel, Dios se muestra con frecuencia lento en
irritarse, pero al fin llega su hora, el día de Yavé, en que hace brillar su
justicia. Una frase reaparece de continuo en la Escritura para expresar la
justicia divina, que «dará a cada uno según sus obras». El Nuevo Testamento
insiste más en el amor y en la misericordia de Dios, pero no olvida del todo la
justicia, sobre todo en el Apocalipsis. Pero en la sociedad humana, Dios delega
en parte su autoridad para administrar justicia entre los hombres, exigiendo de
los jueces la fidelidad en conformarse con la justicia de Dios (2 Par. r9,6ss).
Por eso, si de una parte los ensalza llamando a los jueces dioses e hijos del
Altísimo (Ps. 82,6), por otra los amenaza con severos castigos cuando conculcan
la justicia (Ps. 58). Los justos vivían siempre coru6.ados en la justicia de
Dios, y con frecuencia clamaban con vehemencia pidiendo a Yavé que la hiciese
sentir sobre los malvados, (Ps, 94,rss). Pero el principal ministro de la
justicia divina había de ser el Mesías. De
él se dice en el salmo 7: «Da, oh Dios,
al Rey tu justicia, Y tu juicio al Hijo del rey para que gobierne a tu pueblo
con justicia y a tus oprimidos con juicio. Germinen los montes la paz, y los
collados, la justicia. Haga justicia a los oprimidos, defienda. a los hijos del
menesteroso y quebrante a los opresores» (7,1-4).
De él nos dice Isaías
que «consolidará su' trono con el derecho y la justicia» (9,7), '«que
pronunciará sus decretos en el temor de Yavé; que lo juzgará por oídas de
oídos, sino que juzgará en justicia al pobre y en equidad a los humildes de la
tierra; que la justicia será el cinturón de sus lomos, y Ia fidelidad el
ceñidor de su cintura» (II,3-5). Jeremías predice que Dios «suscitará a David
un renuevo de justicia, que hará derecho y justicia sobre la tierra»...
Jerusalén habitará en paz y se la llamará «Yavé es nuestra justicia» (33,1505).
Daniel nos hace ver a uno como Hijo de.de Hombre que viene sobre las nubes del
cielo y recibe del Anciano de muchos días «el señorío, la gloria y el imperio».
Todo esto tiene una
declaración plena en el Nuevo Testamento. Inspirándose en el lenguaje de los
profetas, el Precursor dice que el que viene en pos de él, el Mesías, hará un
juicio antes de la inauguración de su reino, Iimpiará su era y cortará el árbol
infructuoso (Mi. 3,1OSS). El evangelio de San Juan nos dice cosas que, al
parecer, no están entre sí concordes, Dice, de 'una parte, que «el Padre no
juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar, para que
todos honren al Hijo como 'honran al Padre». Y añade luego que «le dio el poder
de juzgar, por cuanto El es el Hijo del hombre» (5,22.27). Asimismo, dice San
Pablo a los atenienses que Dios «tiene fijado el día en que juzgará a la tierra
con justicia por medio del Hombre a quien ha constituido juez acreditándole
ante todos por la resurrección de entre los muer tos» (Act. 17,31).
Pero conviene
precisar bien el sentido de la palabra juicio, que en el Antiguo Testamento no
significa sólo el poder de sentenciar, sino, como vemos por los pasajes arriba
citados, tiene el amplio sentido de gobernar, de ejercer las funciones de rey,
que juzga, rige y gobierna a su pueblo. Y Jesucristo gobierna administrando la
gracia que nos mereció con su pasión. Subió a los cielos, dice San Pablo, para
repartir dones a los hombres (Eph. 4,8). Estos dones no son otra cosa que los
comprendidos en el don, en el Espíritu Santo, que es el don mesiánico por excelencia
(Act, 2,38). En este gobierno, Jesucristo se vale, como de ministros suyos
además de los hombres que reparten la gracia a otros, a la vez que la reciben
ellos, de los ángeles, como protectores y custodios de -las almas, y de los
demonios, como instrumentos suyos para probar y ejercitar a las almas. El fin
de este gobierno de Jesucristo es la salud de las almas, la realización de
aquellos soberanos decretos del Padre de que nos habla San Pablo: «(A los que
de antes conoció, a ésos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo,
para que éste sea el primogénito entre muchos hermanos; y a los que predestinó,
a ésos también llamó, y a los que llamó, a ésos los justificó, y a los que
justificó, ésos también glorificó» (Rom. 8,29SS). La predestinación es obra exclusivamente
divina, pero en las de la vocación y justificación se vale, como de ministro,
de Jesucristo. Hasta en la 'misma glorificación tiene la humanidad del Salvador
su parte ministerial, en la resurrección de los cuerpos. Conforme a esto, dice
San Juan que «Dios lo ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo,
sino para que el mundo sea salvo por El». Pero luego añade a continuación: «El
que cree en El no es juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no cree en
el nombre del unigénito Hijo de Dios», El juicio consiste en que «vino la luz
al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras
eran malas» (3,17.19). Estas palabras del evangelista quedan confirmadas con
las otras de Jesús: "Yo he venido al mundo para un juicio, para que los
que no ven, vean, 'y Ios que ven se vuelvan ciegos» (9,79), La obra de
Jesucristo se ordena a la salvación; pero los hombres la rechazan, y con esto,
ellos a sí mismos se condenan. El misericordioso gobierno del Hijo del hombre
se convierte en causa de perdición para los que se resisten a someterse a Él.
De aquí procederá la condenación de los rebeldes.
La conducta de los
hombres en recibir o rechazar la gracia del Salvador lleva consigo un juicio,
digamos administrativo, que viene en recaer sobre los hombres mismos. Después de
esto, al fin de la carrera de cada hombre se sigue el juicio sobre su vida. A
este juicio parece que deben referirse las palabras del Apóstol a los hebreos:
«Por cuanto a los hombres les está establecido morir una vez, y después de
esto, el juicio» (Hebr. 9,27). Santo Tomás invoca también Ias palabras de 2
Cor. 5, 6s: "y así estamos siempre confiados, persuadidos de que, mientras
moramos en este cuerpo, estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no
en visión, pero confiamos y quisiéramos más partir del cuerpo y estar presentes
al Señor». Con toda razón saca el Angélico de aquí que sólo mientras moramos en
el cuerpo vivimos en fe y estamos ausentes del Señor, y que, salidos del
cuerpo, gozamos o podemos gozar de la visión y estar presentes al Señor. Todo
esto supone un juicio sobre el curso de la vida en el cuerpo, y este juicio
será obra de Jesucristo, ante cuyo tribunal todos hemos de comparecer «para dar
cuenta de lo que hubiéremos hecho en el cuerpo, bueno o malo» (2 Cor. 5,10). En
fin de cuentas, es un juicio sobre el uso que hayamos hecho de su gracia de
Cristo.
Pero la Sagrada
Escritura insiste más sobre la gran manifestación de la justicia divina al fin
de los tiempos. San Pedro decía a los oyentes de la casa de Cornelio que
Jesucristo les había ordenado «predicar al pueblo y atestiguar que por Dios ha
sido constituido juez de vivos y muertos» (Act. 10,42). Y en su epístola habla
de los que insultan a los fieles porque abandonaron su vida desordenada, pero
que tendrán que dar cuenta al que está pronto para juzgar' a los vivos y a los
muertos» (1 Petr. 4,5). Lo mismo 'habla San Pablo describiendo a los tesalonicenses
«la manifestación del Señor Jesús desde el cielo, con sus milicias angélicas,
tomando venganza, en llamas de fuego, sobre los que desconocen a Dios y no
obedecen al Evangelio de nuestro Señor Jesús» (2 Thes. I,7S). Estaba esta idea
de 1a venida del Señor a juzgar vivos y muertos tan grabada en la mente del
Apóstol, que' escribiendo a Timoteo le conjura «delante de Dios y de Jesucristo,
que ha de juzgar a los vivos y a los muertos por su aparición y por su reino»,
(2' Tim. 4,1). Qué se deba entender por los vivos y los muertos, que el Señor
vendrá a juzgar, es hoy claro para los exegetas, que han venido a convenir en
que, según la sentencia de San Pablo-que no hemos de suponer sea solamente
suya-, «no todos dormiremos, pero todos seremos inmutados... En un instante, en
un abrir y cerrar de ojos..., los muertos resucitarán incorruptos, y nosotros
(los vivos) seremos inmutados» (1 Coro I5,518S).
No todos, pues,
morirán. Al fin de los tiempos, el Señor concederá un indulto que eximirá de la
pena de muerte a los que vivieren en los últimos días, como un premio por las
luchas que habrán tenido que sostener contra el anticristo, según la sentencia
de algunos Padres. El mismo Salvador nos dejó en el evangelio de San Mateo
(25,3I-48) la dramática descripción del juicio final y de la definitiva
sentencia que pronunciará. Los hombres son los princípales súbditos de este
poder judicial de Jesús, como lo son de su poder administrativo; pero también a
los ángeles buenos y malos les alcanzará parte del juicio en aquella parte que
tuvieron en el gobierno de Jesucristo, cooperando a la salvación de los
elegidos o de la perdición de los réprobos.
Los santos tendrán
también su parte en este juicio. El Señor promete a los apóstoles y a cuantos
dejen todas las cosas para seguirle que juzgarán a las doce tribus de Israel
(Mt. I9,28). Juzgar significa en este lugar lo que en hebreo el verbo
correspondiente, gobernar. Los que sigan al Señor tendrán su parte en ese
gobierno que Jesucristo ejerce sobre la Iglesia y sobre los hombres todos. Ese
gobierno es e!' ejercicio del poder que al Salvador corresponde sobre su reino.
Tal es el sentido que tiene en el Apocalipsis cuando dice que los vencedores de
la Bestia que tuvieren parte en la primera resurrección, durante los mil
años-que es la duración de la Iglesia-, y a quienes fue dado .poder de juzgar,
serán sacerdotes de Dios y de Cristo y reinará con El por mil años (20,4-6). El
culto que a los santos rinde la Iglesia y la confianza en su valimiento es la
señal de su poder de juzgar, de su reinar con Cristo.
Pero San Pablo añade
todavía: « ¿No sabéis que los santos han de Juzgar al mundo?... No sabéis que
hemos de juzgar a los ángeles? (1 Cor. 6,2S). ¿Qué significa este juicio del
mundo y de los ángeles? Aquí, San Pablo mira, sin duda, al juicio final, al
acto propio de juzgar. De dos maneras pueden juzgar al mundo los santos:
primero, como asesores que aprueban la sentencia del Juez; segundo, en cuanto
que la conducta de los santos condena la del mundo. Cuanto al juicio de los
ángeles, buenos o malos, no puede significar sino la aprobación de Ia sentencia
de Jesús, el aplauso y la gratitud ¡para los ángeles buenos, a la vista del
premio que les concede el Juez soberano por los servicios que le prestaron en
la obra de la salud de los elegidos, y para los demonios, la aprobación de la
sentencia dada contra ellos y la alegría de ver resplandecer la justicia de
Dios. En el Apocalipsis, a las lamentaciones del mundo por la ruina de
Babilonia corresponde la alegría de los santos: «Regocíjate por ello, cielo, y
los santos, y los apóstoles, y los pro fetas, porque Dios ha juzgado nuestra
causa contra ella» (18,21).
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